José Luis Gómez Urdáñez - Fernando VI y la España discreta

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Las referencias a los reyes Fernando VI y Bárbara de Braganza en la historiografía suelen ser tan escasas como previsibles. Los pocos estudios que reparan en los monarcas, en su labor política y en su vida, comienzan todavía hoy lamentado su desconocimiento y terminan con lo más divulgado: la locura de un rey que no pudo vivir una vez muerta su mujer.
El reinado de Fernando VI parece una «sala de espera» hasta que la llegada de Carlos III iniciase la serie de las grandes reformas del Despotismo Ilustrado. Sin embargo, la contabilidad del reinado presenta muchos aspectos positivos. No solo «el beneficio de la paz» y la restauración de la hacienda pública, sino la creación del Real Giro, la fundación de la Real Compañía de Barcelona, la puesta en marcha de la ingente encuesta para la implantación de la Única Contribución, la elaboración de las ambiciosas ordenanzas de Marina, la fundación de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, la construcción del Observatorio de Cádiz o la exploración del Orinoco.
El libro revisa, por tanto, todos los tópicos que han caído sobre el reinado dando vida a una época poco divulgada de la historia que sostuvo un renacer de la autoestima de España como hacía tiempo no se conocía ofreciendo una serie de pistas para conocer realmente un reinado injustamente marginado.
"Su autor no solo analiza una época mediante una narración amena y entretenida y una interpretación objetiva y equilibrada, sino que además nos introduce en ella como si nos acompañase a dar un amistoso paseo, un polite walking, tan propio del civilizado Siglo de las Luces."
Carlos Martínez Shaw

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Al servir para mostrar el poder de Carvajal, la caída de Villarías contribuyó también a desmontar las pocas expectativas que podían albergar los grandes. El conde de Maceda, su cabeza visible, fue el primero en caer. Había seguido el dictamen de Villarías que quería privar a Bárbara de su presencia en el despacho del rey con los ministros y hasta había ido más allá proponiendo un consejo en el que habría algunos amigos suyos. Pero sus aspiraciones fueron frenadas drásticamente por Carvajal. En febrero de 1747 Maceda no le dirigía la palabra al ya ministro de Estado, que declaraba a Huéscar «varias intentonas han hecho las gentes, pero creo que conocen que es en vano». Haría falta que el conde se viera sin apoyos para que la ofensiva se desatara, lo que esperaba astutamente Carvajal. En mayo, ya presumía Huéscar que Mojarrilla —así le llamaban a Maceda— «hará disparates», a la vez que destapaba al que Carvajal le apuntaba como segundo en el grupo de oposición, el marqués de San Juan de Piedras Albas (1697-1771), sumiller de corps de Fernando VI.

Tras el duro golpe de la salida de Isabel a su destierro en La Granja en julio y el decreto definitivo de exoneración de Villarías del cargo de consolación en Gracia y Justicia (8 de octubre de 1747) que le había dejado Carvajal, Maceda se vio obligado a presentar la dimisión (15 de octubre) mientras San Juan pedía permiso para retirarse de la Corte el mismo día. Para no excitar más los resentimientos, Carvajal dilató la solución del caso del último, que dejaría todos sus empleos en marzo de 1748, y suprimió el cargo de gobernador que había disfrutado Maceda volviendo al antiguo de corregidor.

Por si faltara algo, durante el gran año cayó también el marqués de Argenson (1694-1757), el ministro francés de Asuntos Exteriores, tan inteligente y culto como aborrecido en los nuevos círculos políticos españoles. Se había opuesto al Segundo Pacto de Familia, que al final se firmó, según decía, «con el designio de no cumplirlo», y era el inspirador del abandono de los intereses españoles en Italia cuando en 1745 pactó en secreto en Turín valiéndose de aquel intrigante Champeaux que envió a Fernando los pasquines en 1738. Los desprecios de Argenson hacia España pueden verse escritos en sus Memorias. El rey Fernando le pareció simplemente un «tonto» (fort sot), pero, cuando ya le quedaba poco en el ministerio, acertó en el retrato que hizo de la nueva situación, el 17 de julio de 1746: «El gobierno de España ha sido francés en tiempo de Luis XV, italiano durante el resto del reinado de Felipe V; ahora será castellano y nacional».

El 12 de enero de 1747 se decretaba el cese del ministro Argenson, que venía desempeñando el cargo desde noviembre de 1744. Ensenada, que intentó con él incluso el soborno a través de Huéscar, había dicho al principio de su ministerio: «sus influjos nunca serán favorables a España». Puisieulx, el sucesor, era muy diferente.

El restaurador de la monarquía de origen histórico

Para completar la operación de renovación solo faltaba el símbolo: que el rey creyera en su papel de restaurador de la monarquía hispánica, empresa acometida por el plebeyo Ensenada con mucha más habilidad —y más necesidad— que su colega Carvajal, en el fondo un grande apegado a las tradicionales relaciones entre nobleza y monarquía. El hosco Carvajal soñaba con una monarquía restaurada antes que con un rey restaurador de España, una monarquía más austera, menos mundana, más paternalista y pacifista —una vuelta al humanismo cristiano— y menos despótica, es decir: más tradicional en el interior y más discreta en las relaciones internacionales, o lo que es lo mismo, menos francesa.

Carvajal no solo deseaba un rey español «fabricado» por las circunstancias, sino que, con absoluta imprudencia, efecto de su vena antifrancesa, quería hacer de Fernando VI el nexo de unión con la estirpe austríaca. Todavía en 1753, en Mis pensamientos, se preguntaba «el rey ¿lo es nuestro por Borbón?» A lo que se respondía: «Ya se ve que no», concluyendo sorprendentemente: «el rey es rey nuestro porque es de Austria y nadie puede dudarlo».

Por el contrario, Ensenada quería una monarquía poderosa, militarmente respetada y rica. Daba igual la forma política empleada en conseguirlo, aún si fuera con sus «machiaveladas», las que desesperaban al genio profundamente cristiano de Carvajal. Por eso, Ensenada creó la imagen de rey restaurador de la grandeza española, un nuevo rey al que proponía como ejemplos dinásticos a Fernando el Católico y Felipe II y, como modelo de práctica política, al gran Luis XIV. Por raro que parezca, Fernando VI llegó a creérselo en los buenos tiempos.

Tras contemplar este sorprendente panorama, es hora ya de preguntarse ¿quiénes eran los hombres nuevos del rey?

Son, en esencia, los que constituirán el llamado «primer gobierno de Fernando VI», el que representa los impulsos políticos más reformistas y permite la década cosmopolita de España: el dirigido por Carvajal en Estado; Ensenada en Hacienda, Guerra, Marina e Indias, secundado por el padre Rávago, mucho más que un confesor regio; Alfonso Muñiz, marqués del Campo de Villar (1693-1765), un ensenadista en Gracia y Justicia; Farinelli —sin duda, más que un cantor—; y el general Mina, convencido seguidor de la política de Ensenada, su principal apoyo en las reformas internas en el ejército y su brazo luego en la capitanía general de Cataluña. Habría que añadir los «técnicos» y los intelectuales, Jorge Juan, Antonio de Ulloa, al padre Isla, todos amigos de Ensenada, y a un nutrido grupo de embajadores con Ricardo Wall (1694-1777) y dos hermanos, Jaime Masones de Lima (1696-1778) y el duque de Sotomayor, a la cabeza.

Son hombres nuevos, profundamente convencidos de que ha llegado la hora de reponer el prestigio de España y de salir de la decadencia y de la tutela política de Francia. Quizás llegaron a soñar con la gran España Imperial como hizo el padre Martín Sarmiento (1695-1771) en su plan de pinturas para el palacio Real de Madrid —un rosario de los más descollantes personajes y hechos españoles de la historia—. Pero, en realidad, concibieron una España más discreta, una España articulada en el concierto de las naciones europeas, viable objeto de reforma e instrumento de progreso. Convencieron de todo ello al rey, lo que fue su primer éxito.

Los hombres del rey

El ministerio bifronte

Se ha hablado mucho sobre el binomio Carvajal-Ensenada, generalmente con ánimo comparativo y deseando que resalte su oposición. En el fondo de su carácter, los dos hombres eran ciertamente opuestos, sin embargo, sus diferencias no obstaculizaron planes de gobierno ni uno intrigó contra el otro ante los reyes, que es lo que importa. Cuando Carvajal pudo —al principio del reinado— no quiso; después, ante el auge de Ensenada, ya no pudo. Quizás Carvajal, un Abrantes, Lancáster, grande de España, universitario y culto, se dio cuenta tarde de que su acrisolada nobleza había servido para cobijar a un en sí nada que su entorno natural pronto empezó a llamar déspota.

Todos estaban pendientes en la Corte para ver quien de los dos subía o bajaba, según la expresión empleada por el embajador Vauréal, o hacia dónde se inclinaba el favor real: «está vario, ya inclina a un lado, ya a otro», decía Rávago en marzo de 1750. «Este teatro está cada vez más escabroso por la desunión y todo recae sobre mí», añadía el confesor que, ganado por Ensenada y con poco trato con Carvajal, quizás se otorgaba un excesivo papel como intermediario. Pronto, los reyes se inclinarían a favor del marqués, aunque Carvajal siguió gozando del respeto y la admiración de los monarcas. Incluso en su papel más importante, el de provisor de personal en las embajadas, Carvajal fue poco a poco suplantado por Ensenada. El 20 de junio de 1749, al hacer mención a Grimaldo, apoyado por Ensenada, Keene decía «todos los ministros últimamente nombrados lo han sido por Ensenada y no por Carvajal».

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