–Hola, señor Davies –dijo Wendy intentando evitar que su voz temblara. Bajó la mirada al periódico en su mano. La fotografía de Ashley Ford le sonrió desde primera plana.
–¿Te encuentras bien? –repitió el señor Davies mientras bajaba de su porche.
Wendy solo podía imaginar cómo lucía. Probablemente como si acabara de ver un fantasma. El señor Davies estaba pálido y sus ojos seguían desviándose hacia el patrullero estacionado en frente de su casa. Estrujó el periódico en sus manos.
–Sí, estoy bien –Wendy forzó una sonrisa y volvió a encaminarse a la casa de los Arroyo–. Pero tengo que irme, tengo que encontrarme con Jordan y estoy retrasada.
El señor Davies la miró perplejo. Wendy solía ser amigable y se detenía para conversar con él si tenía tiempo, pero en este momento no tenía energía para eso.
Su mente daba vueltas. Necesitaba que todo se ralentizara para que su cabeza pudiera ponerse al día. Su propia piel se sentía sofocante. Quería que se terminara. Quería huir. No quería enfrentar más miradas y susurros cuando iba al pueblo. No quería pretender que estaba bien.
Pero Wendy se rehusaba a permitirse llorar. Le había costado tanto detenerse la última vez que no creía que pudiera lograrlo de nuevo.
Los seis meses transcurridos entre que se perdió en el bosque y fue encontrada solo eran un vacío negro en su mente. Cuando estaba en el hospital, los doctores habían intentado presionarla, hurgaban para ver si podía recordar algo, pero no lo lograron.
Por supuesto que quería recordar. Si tan solo pudiera recordar qué había sucedido, podría encontrar a sus hermanos. Esos recuerdos perdidos eran la clave para encontrarlos.
Lo único que le había quedado eran sueños horribles que hacían que se despertara en el hospital gritando e imágenes de fantasmas mientras estaba despierta. Árboles, la sonrisa de Michael, los zapatos de John, gritos de risa y un par de ojos como estrellas.
Capítulo 5
La puerta del garaje de la casa de los Arroyo estaba abierta y revelaba estantes de herramientas y partes de autos. Había dos vehículos en el garaje. Uno le pertenecía a Jordan, un viejo sedán con un capó oxidado que encajaba bien con los repuestos grasosos que lo rodeaban. Y luego estaba el impecable auto de carreras silver crown del señor Arroyo. Siempre que Wendy tenía problemas con su camioneta, Jordan y su papá eran quienes la ayudaban. Necesitaría de sus servicios para arreglar su capó abollado y el parabrisas rayado, pero, en este momento, tenía que lidiar con asuntos más trascendentales.
Wendy subió el porche casi corriendo y tocó el timbre con un gran nudo alojado en su garganta.
Jordan abrió la puerta. Estaba descalza y vestía un pantalón deportivo gris. Rascaba su espalda con un brazo estirado sobre su cabeza, lo que alzaba el dobladillo de su vieja camiseta de la Cruz Roja. Mientras Wendy siempre se levantaba temprano –incluso en verano y los fines de semana durante el año escolar–, Jordan tenía la rutina de sueño de un gato hogareño muy perezoso. Un trozo de pan tostado sobresalía de la boca de su amiga y una sonrisa somnolienta jugaba en sus labios. Su cabello castaño era una pila de rizos mullidos que enmarcaba su rostro con forma de corazón.
–Hola… –Jordan no terminó la oración, frunció el ceño tras echarle un vistazo mejor a su amiga.
Wendy se inclinó hacia delante en puntillas mientras retorcía sus manos.
–¿Qué sucede? –preguntó Jordan con la boca llena de pan tostado y dejó caer su brazo.
Wendy abrió la boca, pero no salió ningún sonido. Su labio inferior temblaba.
Con un movimiento fluido, su amiga la hizo entrar. Caminaron rápidamente por el corredor, pasaron por la cocina en el trayecto, donde Jordan dejó el resto de su pan tostado.
–¡Ey, lo siento! –Jordan se arqueó para bloquear a su amiga de la vista de su padre y agregó, despreocupada–: Wendy acaba de llegar. Estaremos en mi habitación.
–Ah, okey, está bien… Hola, Wendy –saludó el señor Arroyo distraído, mientras limpiaba la manteca derretida con una servilleta.
Jordan guio a Wendy por el corredor antes de que pudiera intentar responder. El pasillo tenía fotografías de Jordan y su papá en distintas edades, en todas estaban sonriendo y haciendo cosas como pescar, acampar o ir a partidos de fútbol. Hasta había algunas imágenes que incluían a la señora Arroyo de cuando Jordan era un bebé, antes de que falleciera.
La casa de Wendy no tenía fotografías familiares como esas. Las paredes estaban mayormente vacías, salvo por algunas láminas de Monet que su madre había comprado muchos años atrás. El tiempo había desteñido los colores vibrantes y ahora solo quedaban distintos tonos pálidos de azul.
Wendy entró en la habitación de Jordan y su amiga cerró la puerta detrás de ellas. Las cuatro paredes estaban cubiertas en negro, rojo y púrpura; no era placentero a la vista. Banderines y láminas de las Portland Thornes –el amado equipo de fútbol de Jordan– cubrían las paredes, las deportistas vestían rojo y negro. Las medallas de Jordan colgaban de la pared con listones púrpuras. El resto de su habitación era un completo desorden, como siempre. Había una pila de ropa en una esquina y cada superficie estaba cubierta de una combinación de revistas, trofeos y basura.
Pero la habitación de Jordan también tenía una ventana que dejaba entrar buena luz y un edredón celeste acuoso. Tenía fotografías de ella y de sus amigos pegadas en la cabecera de la cama. Varias incluían a Wendy. En la mayoría, estaba haciendo una mueca mientras Jordan la envolvía con un brazo y le sonría ampliamente a la cámara.
Wendy se sentó en el borde de la cama. Jordan tiró de la silla de su escritorio, barrió la pila de zapatos y se sentó frente a ella.
–¿Qué sucedió? –preguntó inclinándose hacia adelante y apoyando una mano en su brazo. Wendy podía sentir el pánico abriéndose lugar en su garganta otra vez. Lamió sus labios e inhaló profundamente antes de contarle todo lo que había sucedido la noche anterior.
Jordan se quedó sentada y escuchó atentamente, las comisuras de su boca se fruncieron. Sus cejas salían disparadas cada tanto, pero nunca interrumpió a Wendy con preguntas.
Cuando comenzó a contarle sobre esa mañana, las palabras le fallaron.
–Y los detectives dijeron… dijeron que tal vez había estado con nosotros, en donde sea que estuvimos, así que ¿tal vez sepa algo? –Wendy frotó sus brazos intentando luchar con los escalofríos–. ¿Tal vez sepa en dónde están mis hermanos?
Hubo un silencio. Jordan se recostó contra su silla y dejó salir una bocanada de aire. Wendy intentó estabilizar su respiración, pero eso lo hacía todavía más difícil.
–¿Cuántos años tiene? –preguntó Jordan.
–No lo sé. Parecía tener mi estatura, pero es más joven que nosotras… ¿Tal vez de primer año de secundaria? –Wendy clavó una uña en su palma mientras observaba a Jordan asentir. Se le ocurrió que, si ese chico al desaparecer tenía más o menos la edad de ella y sus hermanos, tal vez podría implicar algún tipo de conexión.
–¿Y no lo reconociste?
De vuelta la pregunta que hacía que se le acelerara el corazón. No podía contarle a Jordan que pensaba que podía ser Peter Pan. Jordan, la única persona en la escuela que realmente le creyó cuando dijo que no podía recordar lo que le había sucedido a ella y a sus hermanos, que nunca la había presionado o dudado de ella, pero incluso su mejor amiga no podría creer algo así. No, Wendy no podía hacer eso, no cuando era tan completamente imposible.
Sacudió la cabeza.
–¿Y no lo encontraron? –indagó la otra, y pasó una mano por sus rizos.
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