Maurizio Campisi - El secreto de Julia

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El secreto de Julia: краткое содержание, описание и аннотация

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Una muchacha ejecutada en las calles de Managua, un policía indisciplinado y oscuro. El improbable cocktail depara una investigación intensa durante la cual se revelan los secretos de Julia, la inquieta hija de uno de los hombres más poderosos de Nicaragua y los del comisionado Navarra, encargado del caso.

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«Yo soy el Tuzo. He tomado el lugar de La Nacha.»

«He visto a su compañero allá abajo. Quiero saber por qué nos has llamado.»

«La Nacha ha traicionado. Ha usado los símbolos del grupo para sus intereses personales. Lo hemos ajusticiado como se hace con los traidores.»

Un grito de aprobación acompañó a la declaración del Tuzo.

«No veo cómo nos puede interesar», objetó Navarra.

«La mujer que has encontrado en el parque.»

El comisionado se puso atento.

«¿Qué tienen en común?»

«Le pagaron. La Nacha aceptó dinero para matar a aquella mujer y para usar los símbolos de nuestro grupo. Para nosotros es una afrenta. Ustedes pueden hacer lo que les dé la gana, matar a quien quieran, proteger a los potentes, dárselas de amos, pero no nos metan en su mierda. No nos prestamos a estos juegos: nosotros somos puros y quien traiciona paga.»

Navarra esta vez respiró profundo.

«Llévenselo. Para nosotros está infectado, un apestado. No puede estar aquí, en este barrio. Ni siquiera la familia lo quiere, no tendrá ni sepultura ni respeto por nuestra parte.» Escupió en el suelo. Detrás, otros miembros de la banda exhibieron aprobación por las palabras del Tuzo. «En lo referente a la información, considérala un regalo, polizonte, una señal de buena voluntad por parte del nuevo jefe. Un pequeño favor, por si un día volvemos a encontrarnos.»

Bravo, pensó Navarra. No es una mala idea cubrirse la espalda.

El pandillero hizo un gesto y sus compañeros extrajeron las pistolas: otra demostración de fuerza y poder. «Esto es todo», dijo. «Supongo que no necesitarás al niño para encontrar el camino.»

El grupo permaneció observándolo, lanzándole gritos e insultos, mientras Navarra tomaba el camino de vuelta. Hizo el camino hacia atrás pensando en cómo el caso se estaba complicando. Ni estaba sorprendido. Había demasiados puntos oscuros. No sabía aún casi nada de Julia Terrubares, pero le había parecido improbable que aquella chica se hubiese metido en problemas con una banda. Ahora, haciendo caso de cuanto le acababa de ser revelado, lo ocurrido era un delito por encargo. La chica, por alguna razón, debía haber sido primero secuestrada y luego asesinada. El único símbolo al que podía referirse el Tuzo, además de la AK-47, era el del par de dados, el tatuaje observado en la muñeca izquierda de Julia Terrubares. Un tatuaje hecho para despistar la investigación, probablemente, por La Nacha. ¿Pero en nombre de quien había actuado el criminal?

Volvió al lugar del delito. Había llegado el permiso del juez y los camilleros del Instituto de Medicina Legal se estaban llevando el cadáver. Morera, al ver al comisionado, suspiró aliviado.

«Estábamos a punto de enviar agentes.»

«No es necesario. Solo querían que nos llevásemos a La Nacha porque lo consideran impuro.»

«¿Por qué razón?»

«Luego te lo explico.»

Hicieron el viaje de vuelta en silencio. Las calles se habían llenado de autos. La gente volvía a casa del trabajo y las paradas del autobús estaban llenas de personas, mientras en los cruces los vendedores se habían multiplicado. Navarra cerró la ventanilla y puso el aire acondicionado. Incluso así los ambulantes golpeaban los cristales o la carrocería, ofreciendo prácticamente de todo, de chicles a cargadores para móviles, de agua de coco a empanadas hechas en casa. En aquella hora, en la que el sol iniciaba su veloz e inevitable descenso hacia la oscuridad del lago, Navarra se sentía siempre invadido por un sopor fugaz y frágil, que le indicaba el final de la fase más movida de la jornada. Era una línea delgada, casi imperceptible, que seguía el ritmo natural del movimiento de la tierra. Aquella hora, cercana a las seis de la tarde, marcaba el paso a una parte frívola y ligera, la de los bares, de los aperitivos, de la cena y de las aventuras nocturnas a las que, a pesar del cansancio y el peso de los acontecimientos del día, jamás había renunciado. Managua se volvía al fin una ciudad vivible.

Llegaron a la Comandancia cuando el sol ya se había ocultado. La oscuridad descendió en el breve lapso de diez minutos y ahora los peatones se daban prisa en alcanzar las paradas de autobús y sus casas. Navarra no entró siquiera. Saludó velozmente a Morera que le pedía indicaciones si redactar o no el informe y se subió al Jeep Cherokee con destino al Real.

En el auto, apenas pensó sobre el caso. El rostro martirizado de La Nacha pronto empezó a confundirse con las formas de los carros que se sucedían en el tráfico. Aún lo conseguía y debía ser así, no había otra salida. Observar, pero no mirar, ese era el secreto que le permitía no dejarse tragar por toda aquella locura. No es que tuviese el estómago hecho a aquello o que no sintiese nada. No era de acero, y cada vez que veía un cadáver debía ignorar el susto y la impresión: al susto, porque no podía acostumbrarse a la perversión que corroía al ser humano y la impresión porque no podía detenerse, preso de las emociones, en aquellos cuerpos destrozados por la violencia.

Había visto la cara de Morera, un cachorro aterrado. Todavía tenía mucho que aprender y, sobre todo, aún mucho que ver. En cierto sentido, lo compadecía.

Dejó que la tensión acumulada por la tarde desapareciese. Escuchó las opiniones de un célebre programa vespertino en el canal de la Primerísima y luego pasó a buscar música. Encontró a Rocío Dúrcal que juraba amor eterno a un hombre fatal («… e inolvidable, antes o después estaré contigo y nos amaremos para siempre») y pensó que aquella canción se adaptaba bien a su humor. El amor era algo tan indefinido e inalcanzable que iba bien solo para las canciones: duraban tres minutos y después ya no se pensaba más. Bobadas, en definitiva.

Aparcó delante del Real mientras canturreaba las últimas estrofas. En cuanto entró en el local ordenó al camarero un gintónic doble, la única cosa que en aquel momento pudiese hacer la paz con el mundo. Aunque se mostrase desapegado e intolerante, en realidad nunca se había acostumbrado a aquel trabajo, donde cada día tenía que vérselas con la muerte.

Navarra pensaba que nadie merecía acabar asesinado, ni siquiera un desgraciado como La Nacha. No deseaba a nadie terminar de aquel modo, ni siquiera a los que había odiado o que le habían hecho daño. En cambio, le había tocado ver inocentes, mujeres, niños, viejos muertos en las maneras más atroces. La única salvación para mantenerse a flote era cerrar la jornada en la Zebra o en el Real o en el Long Beach, locales donde podía hundirse en un sofá a beber y picotear los bocadillos sin estar obligado a confrontarse con muertos asesinados. En la semioscuridad, entre las notas de la música salsa de los amplificadores, navegaba en el mar de la tranquilidad, a dos metros sobre el nivel de los otros clientes.

Aquella noche había elegido el Real porque tenía la secreta esperanza de encontrar a la chica morena con la que había charlado justo una semana antes. Navarra tenía debilidad por las mulatas de cabellos crespos y pasadas de peso. Si no tenían anchas caderas y un seno abundante, ni las miraba. Era así desde niño, cuando se le caían los mocos en el regazo de la tata Donata Cantimplor, una mujer que su padre había traído del Caribe, de seno pleno y fuerte olor a musgo de mar. La cercanía de Donata fue una marca que le entró en el cerebro y que nunca consiguió cancelar, caracterizando para siempre sus preferencias en cuestión de mujeres. Sonrió para sí: quizá por eso no había funcionado con Lourdes, que era rubia y de piel blanca como la leche.

La morena de la semana anterior salió de la nada. Él la invitó a beber un coctel –recordaba bien que había optado por un mojito–, después bailaron una lánguida bachata. La muchacha se le pegó, rio a un chiste malo que hizo sobre el perfume que llevaba y luego, terminada la música, desapareció sin un mensaje, un saludo o un número de teléfono. Una especie de Cenicienta tropical con la orden de volver a casa antes de medianoche. Había solicitado información al camarero sin obtener ayuda alguna. También ahora, cuando entró en el local, preguntó al barman si la misteriosa mulata había vuelto, pero la respuesta había sido negativa. Desconfiado, miró alrededor, pero su breve y extemporánea inspección dio la razón al barman. Lástima, se dijo, porque bailando aquella bachata había reconocido en la mulata la marca de las mujeres sensuales y apasionadas.

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