Maurizio Campisi - El secreto de Julia
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Una vez en el segundo piso alcanzó su despacho, donde le esperaba Morera.
«¿Y bien?», preguntó con impaciencia.
Morera tenía la cara de quien había dormido poco y reposado menos aún. Probablemente había tenido que esperar la llegada del fiscal y asistir al procedimiento de retirada del cadáver. Navarra se abstuvo de hacer comentarios sobre el tema: solo quería saber las novedades. El asistente saludó y le entregó una hoja mecanoscrita que Navarra tomó primero distraídamente y leyó después con atención.
«¿Julia Terrubares?»
Morera asintió.
Navarra intentó no dar a ver la sorpresa ante la noticia.
«¿Has advertido a la familia?»
«Sí. Más bien solo al padre, porque como usted sabrá la señora…»
«Conocemos la historia de la señora», cortó Navarra.
Amelia Terrubares, mujer de don Álvaro Terrubares, y entre las mujeres más influyentes de la alta sociedad local, se había quitado la vida un par de años antes. El caso se hizo pasar como un accidente doméstico en los periódicos por orden directa del Presidente de la República, pero la policía conocía perfectamente la realidad. Ahora se añadía una nueva desgracia a la historia de la potente familia, propietaria de plantaciones de café, de enormes extensiones de caña de las que se obtenía casi todo el azúcar nacional. Apenas leyó el nombre de la víctima, Navarra había sentido que no habría sido un caso fácil. Don Álvaro era una persona influyente, el último de una familia que había dado al país ministros, generales y obispos y no se habría quedado tranquilo, con las manos en el regazo, confiando en los tiempos de la justicia ordinaria.
Navarra dio por descontado que no habría probado el salpicón.
«¿Testigos?»
Morera, absorto en la lectura de una deposición, no respondió.
«¡Morera!», gritó Navarra. «¿Testigos? ¿Alguien vio un auto depositar el cadáver en la Merced?»
El asistente dio un salto, sacudido por la repentina reclamación.
«No. No. Nadie ha visto nada.»
«¿Has preguntado por ahí? Había casas ahí cerca.»
«Nada.»
«¿Noticias de autopsia?»
«Dentro de dos días, quizá tres, podremos tener los resultados preliminares. El doctor Merino tiene cadáveres hasta en los pasillos.»
«Sí, y él irá a emborracharse al bar», respondió cáustico Navarra. «Avísame si hay novedades.»
Navarra salió malhumorado, avergonzándose por haber expresado una opinión como aquella sobre el forense.
Corrientes nunca había entendido cómo la gente había podido abandonar la revolución. A él los acuerdos de paz y todo aquel proceso de las elecciones enseguida le pareció un engaño. Habían ganado, más claro el agua: ¿qué necesidad había de pactar con ellos? Durante cincuenta años habían tenido que soportar los engaños de un tirano y sus secuaces. Lo habían bajado del pedestal a patadas, habían combatido, disparado, matado, liberado el país. Durante diez años todo había ido bien, después dijeron que se había terminado, que había habido elecciones y que habían ganado los de antes. Corrientes no podía creerlo.
¿Y los muertos? ¿Qué pasaba con todos lo que habían dado la vida? ¿Era esa manera de respetarles? Esa paz era una mentira, estaba seguro desde el primer momento.
El tiempo le había dado la razón. Nada había cambiado. Las personas soportaban los mismos abusos de siempre, solo que ahora la fórmula era más sutil. Democracia y libertad eran productos que se vendían bien y que la gente compraba como en el mercado, convencida de que los destellos de los centros comerciales y las musiquitas de los jingles de televisión fuesen su expresión práctica. La democracia es una mentira.
Sin embargo la revolución es una cosa seria. La revolución es la historia de una vida, es el pensamiento joven, es la herencia que se deja a las generaciones futuras. Corrientes nunca quiso hacer compromisos sobre esto. Nunca se tiró para atrás y nunca puso en duda la validez del teorema. Había basado su existencia en la rigidez y la ortodoxia de una ideología. Había combatido, se había puesto al servicio de la gente, de la misma pobre gente que, como él, pedía justicia, y en su nombre había sido herido, había caído y se había vuelto a levantar. Después, cuando la victoria fue un hecho constatado, todo cambió de improviso. Los líderes habían pactado, habían desarmado a los soldados, les habían agradecido sus servicios y les habían dicho que la revolución había terminado. Era necesario construir un país nuevo y para hacerlo era menester hacer alianzas, tratar, incluso con quien hasta el último día era el enemigo. Corrientes no había entendido aquel cambio de casaca: la revolución no termina jamás, la revolución es un estado de ánimo, el enemigo no se convierte en tu amigo de la noche a la mañana. Era lógico que ahora se sintiese traicionado por los jefes, pero el sentimiento de desilusión era superado por otro más profundo y veraz, el que le imponía continuar la lucha. Aquella paz no era paz. Era un producto fabricado y vendido para uso y consumo de los ingenuos. Era solo un paréntesis, él lo sabía bien. La revolución continuaba y una revolución, para sostenerse, necesita acción, una misión y un plan.
El doctor Merino bebía por aburrimiento. Con los muertos no podía hablar y transcurría la mayor parte del día con ellos. Diseccionaba al menos tres o cuatro por la mañana y otro par por la tarde. Había para todos los gustos: ahogados, atropellados, víctimas de infarto; pero los asesinados eran los que llegaban con mayor frecuencia a su mesa. Los abría con pericia y determinación, sin sentir emoción alguna, usando las tijeras de disección o el bisturí como cualquier otro funcionario del Estado habría usado papel y lápiz. Era un burócrata que cumplía con las formalidades. Seccionar un cadáver y redactar un informe, dar sustancia legal a lo que ya era evidente, era su trabajo. Ya se sentía un empleado administrativo más que un forense: corta, cose, redacta el informe. Entre una autopsia y otra se sentaba en las mesas que el propietario del bar, junto al Instituto de Medicina Legal, tenía dispuestas en la acera. Un guayabo frondoso daba sombra y a menudo, en el tiempo en que florecía, deliciaba a los clientes con el perfume fresco e intenso de sus frutos.
Navarra lo encontró allí, mientras bebía de las características botellitas de ron de un cuarto de litro, la pacha.
«Hoy el sol es fuerte», dijo sentándose.
Merino era un cincuentón, delgado, con los bigotes y el pelo que se teñía regularmente cada fin de semana de negro azabache, con lo cual intentaba esquivar el inevitable paso de los años. Tenía ojeras de quien duerme poco y, sobre todo, de quien no tiene nada que pedir. Había conocido días mejores cuando, durante un tiempo, dirigió la Clínica militar, antes de ser depuesto del encargo por una historia poco clara de sobornos y favores a las personas equivocadas. Tras el escándalo había tenido la fortuna de encontrar aquel puesto de médico forense y ahora no pedía nada más.
«Nada mejor que una pachita para recuperar las fuerzas», respondió. Llamó al camarero. «Un gintónic para el comisionado», pidió, conociendo los gustos de Navarra.
«Sin limón.»
«¿A qué se debe la visita?»
Navarra se colocó mejor en la silla, buscando la sombra del guayabo.
«Debes tener un cadáver, una chica, que han traído esta mañana temprano.»
«Aún no he controlado. Tengo una fila que llega al pasillo.»
«Ya, imagino qué desastre.»
«Las celdas frigoríficas no son suficientes. La oferta es superior a la demanda, ¿qué quieres que haga? Cuando vuelva a nacer me hago empresario de pompas fúnebres, el único trabajo que en verdad renta en este país… después del de político, naturalmente.»
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