Maurizio Campisi - El secreto de Julia
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Maurizio Campisi
El secreto de Julia
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y con ello, apoyar los esfuerzos creativos de su autor y de la editorial,
empeñada en la producción y divulgación de bibliodiversidad.
Su apoyo implica impedir copias no autorizadas de la misma
y confiamos plenamente en su honestidad y solidaridad.
Colección Sulayom
San José, Costa Rica
Primera edición, 2021.
© Uruk Editores, S.A.
© Maurizio Campisi.
San José, Costa Rica.
Teléfono: (506) 2271-6321.
Correo electrónico: info@urukeditores.com
Internet: www.urukeditores.com.
Fotografía de portada: Óscar Castillo Rojas.
Prohibida la reproducción total o parcial por medios mecánicos, electrónicos, digitales o cualquier otro, sin la autorización escrita del editor. Todos los derechos reservados. Hecho el depósito de ley.
Impresión: Publicaciones El Atabal, S.A., San José, Costa Rica.
Prólogo
(domingo)
La Negra siempre le había gustado. Debía ser su olor, su perfume particular de vainilla o el ardor que ponía haciendo el amor con precisión, no sabía. Navarra recurría a ella siempre que se sentía cansado, vacío o simplemente confundido; era una especie de elixir que le devolvía la vida y el vigor. Desde hacía meses iba a buscarla con frecuencia, más que a las otras mujeres, llegando al punto que le recibía en su propia casa y en las horas más insospechadas, sobre todo de noche. Navarra no era hombre de preámbulos. La llamaba al móvil y en pocos minutos aparecía en su puerta, curvado, taciturno, incapaz de decir una palabra, ni siquiera de saludar.
La Negra le hacía entrar en casa no sin antes haber echado una ojeada fuera. Vivía en un recoveco de un patio habitado por familias y no quería que la gente murmurase. A Navarra, al contrario, esas precauciones no le interesaban. Pasaba de la entrada a la alcoba incluso antes de que ella le preguntase cómo estaba o si quería un café. Solo quería tenerla encima, aferrarse a sus grandes senos de ámbar y olvidarse de todo lo demás.
También aquella noche, con los niños durmiendo en la otra habitación, Navarra se había lanzado sobre la cama sin tan siquiera quitarse la ropa. Ella se le había pegado encima y ahora le besaba con pasión, como si hubiese sido el único hombre de su vida al que se había entregado. La Negra era así y a Navarra le gustaba también por eso. Era su pasaporte para el mar de la tranquilidad al final de jornadas que se complicaban con el paso de las horas, en un crescendo frenético.
Había sido un domingo ingrato. Se había despertado malhumorado, con la cabeza llena de presagios infaustos. Había intentado alejarlos recorriendo al ritual del desayuno allá donde Paulina de la soda Beto y después en el pinolillo de Neco, pero no había tenido el tiempo de sentarse cuando llegó Morera, su asistente.
«Un muerto», anunció, con el tono triste de quien parecía querer excusarse.
Navarra alzó los brazos, en señal de rendición.
Lento, como si la cuestión no le interesase, había conducido por las calles de una Managua insólitamente desierta y, siguiendo las indicaciones de Morera, había llegado a un solar seco, poblado por basura, en la carretera que llevaba a Ciudad Sandino. Allí, en un rincón, bajo un árbol solitario, había el cadáver de un hombre; estaba extendido sobre su dorso y tenía un brazo cortado en dos. Navarra podía ver también una herida profunda en la sien sobre la cual banqueteaban decenas de moscas. Treinta metros más allá, cuatro o cinco buitres picoteaban el polvo nerviosos, a la espera de poder unirse al ágape.
«Machete», le dijo uno de los agentes que hacían guardia en la escena del delito, indicándole la brecha sobre la frente.
Un sargento se le había acercado. «Pleito de borrachos», exclamó. «No pasa un sábado, señor comisionado, sin un ajuste de cuentas. Venga.»
Lo guio hacia la patrulla, donde estaba sentado en el asiento posterior un hombre esposado y cabeza gacha. Apestaba de sudor y aguardiente, de desesperación y derrota.
«Ya ha confesado. Bebieron juntos toda la noche, después empezaron a pelear por cuestión de dinero. El que tenía un machete lo usó.»
«Sí, y el otro intentó defenderse instintivamente, el brazo ante la cara. Siempre es lo mismo.»
Intentó eliminar la imagen de la sien martirizada y de las moscas que zumbaban en torno al cadáver. Abrió los ojos y respiró profundamente. La mirada en el techo y la nariz en los cabellos de La Negra para capturar el perfume de vainilla y las gotas de sudor que su piel había empezado a segregar. Apretó la mujer más fuerte contra él. Estaba cansado.
Hacía calor en la habitación. La única luz procedía de una lámpara que La Negra tenía en el suelo, cerca de la cama: aquella iluminación improvisada creaba inesperados juegos de sombras que daban a la habitación, mísera en realidad, la dimensión improbable de una alcoba destinada a satisfacer cualquier exigencia de los dos amantes.
Navarra habría podido abandonarse a ese reclamo, pero le trajeron a la realidad los olores de la cocina, del arroz dejado a hervir y de las cebollas peladas, que se sobreponían a una traza de detergente de pésima calidad, acre y punzante. Eran pequeñas cosas, detalles que le decían cómo había sido la jornada de la mujer, ocupada en preparar la comida, lavar paños y cuidar de los hijos. Intentó no pensar en su jornada y por un momento consiguió olvidarlo todo, hacerse transportar a un territorio neutral donde casi se podía alcanzar la perfección. Quería a La Negra solo para él y solo por lo que la había esperado todo el día: desnuda y disponible.
El móvil empezó a sonar. Sonó por un minuto, vibrando como un insecto enloquecido que zumbaba en la mesilla de noche. Navarra dejó que se desahogase. El calor se estaba haciendo insoportable, no obstante el ventilador. La Negra ya estaba sudada y excitada. Quizá se quedase a tomar un café, después. Necesitaba una pausa, justo el tiempo de tomar aliento. Hablarían de pequeñas cosas sin importancia, de la escuela de los niños, probablemente, y de las riñas con los vecinos de la casa de enfrente, gente sin educación y sin vergüenza.
El móvil, en vez, volvió a sonar. Navarra no quería darse por enterado, pero la mujer empezó a resoplar, contrariada por aquella intrusión molesta de su intimidad.
«Anda, contesta», soltó al final, alejándole de sí.
La Negra se tiró la sábana sobre el cuerpo desnudo y empezó a mesarse los cabellos con una mano, nerviosamente.
A Navarra no le quedó otra opción que responder.
«¿Qué pasa?», gritó.
Escuchó a Morera, su asistente, que con voz aburrida y marcada por el sueño le explicaba que había un muerto, otro, y que le estaban esperando.
«¿No pueden llamar a Lamolina?», preguntó irritado.
«Lamolina está de permiso.»
Resopló. Lamolina siempre estaba de permiso: para algo servía ser el nieto del presidente del tribunal electoral. Le habría tocado a él, nada nuevo. Ninguna prisa, se lo tomaría con calma. Cortó la comunicación y volvió a La Negra, reclamando atención. Le puso una mano en el cabello y la besó en el cuello, en el intento de calmarla.
Obtuvo un seco rechazo.
«Dentro de cinco minutos te llaman de nuevo.»
«Déjales que llamen», protestó, intentando acercarla a sí.
«Ve, que es mejor, me despiertas a los niños.»
Navarra suspiró. Sabía por experiencia que era mejor dejarlo pasar. La Negra era propensa a los escándalos. Recogió sus cosas y salió de la casa igual que entró, sin saludar.
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