Maurizio Campisi - El secreto de Julia
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El primer día
(lunes)
Le despertó la luz del sol que entraba por la ventana abierta. Se había dormido en la cama desecha aún de la noche precedente apenas superó el umbral de la casa, agotado, justo después de desnudarse y quedarse en calzoncillos. Había dormido profundamente, sin sueños y sin despertares repentinos.
Miró el despertador. Resopló al constatar que no habían pasado ni tan solo cinco horas desde que entró. Podía estar cansado y todo lo demás, pero jamás consiguió dormir más allá de las ocho de la mañana: después de esa hora el sol daba duro y el apartamento se transformaba en un horno donde empezaba a sudar y a sentir que se sofocaba. Por un momento pensó en la bella casa de Los Cedros, que había compartido con Lourdes y al desayuno que Mercedes le servía en la cama. Otros tiempos, otras historias. Ahora vivía en el apartamento de Barrio La Trinidad: no era feo, cierto, pero a malas penas, digno. Un apartamento de soltero, que habría sido la felicidad de casi todos sus coetáneos que resistían en matrimonios que apenas soportaban. Un lugar donde estar a sus anchas, llevar mujeres y emborracharse. Se emborrachaba, sí, pero mujeres las traía en raras ocasiones. Prefería visitar a domicilio, La Negra, algún prostíbulo, o bien pagar una habitación de motel: no quería mujeres en su casa. Entraba solo doña Yahaira, una cincuentona gorda e indolente que iba a limpiar la casa un par de veces por semana y con la cual hablaba lo menos posible.
Fue al baño y se miró en el espejo. La cara, marcada por arrugas, mostraba los cuarenta y cinco años que llevaba a cuestas. Patas de gallina, ojeras, algún pelo blanco: vamos cuesta abajo y sin frenos, pensó. El vientre, al menos eso, parecía resistir, a pesar del ritmo de bebedor compulsivo que había cogido con los años.
Se dio una ducha rápida, se roció de Halston, vistió una guayabera color crema, tejanos negros y bajó a la calle. A las nueve en punto entró en la soda Beto. Paulina, la propietaria, en cuanto lo vio le puso delante el plato de gallo pinto con café negro humeante.
«Con los huevos revueltos, como le gusta.»
«¿Los periódicos?», preguntó Navarra.
«¡Tabooo!», gritó Paulina. «Trae los periódicos al comisionado.»
Octavio, llamado Tabo, era el hijo de Paulina. Nueve años, mocoso perenne, vendía flores en el cruce de la soda y ayudaba en la cocina. Hablaba poquísimo, más que otra cosa se hacía entender a gestos. Paulina insistía en que el hijo era medio bobo, pero según Navarra el chico era más listo que todos ellos juntos. Con la historia de no entender y no hablar, Navarra lo había visto meterse en el bolsillo el doble de lo que daba a la madre con la venta de flores. Con seguridad no lo hacía por maldad: con ese dinero se compraba pequeñas cosas –helados o la cajeta, el dulce de leche condensada– que mamá le negaba.
El niño le entregó los periódicos y se quedó esperando, como si esperase una propina. Navarra lo miró serio mientras negaba con la cabeza. Tabo sacó la lengua, mimó un gesto obsceno y volvió a sus ocupaciones.
El comisionado no le hizo caso. Ojeó los periódicos mientras se llevaba el arroz con frijoles a la boca. Insatisfecho por el sabor, añadió una porción generosa de natilla, mientras a un lado del plato vertió algo de salsa de chile picante, lo mezcló todo y esta vez el pinto le pareció más que aceptable. Se dedicó entonces a la lectura, con la idea de encontrar una referencia a lo ocurrido durante la noche, pero en los periódicos no había salido nada sobre el homicidio de la chica. Ni siquiera en el más amarillista, una hoja que parecía más un tratado de antropología criminal que un cotidiano, aparecía escrito algo. Ciertamente por la hora en que se produjo el hecho no había dado tiempo a publicar la noticia. Mejor así, cuanto más lejos estaban los periodistas mejor.
Navarra terminó el pinto y se sintió satisfecho. De buen humor, llamó a Tabo. El niño se le acercó, desconfiado. El comisionado lo miró de arriba abajo.
«¿Sabes que soy un policía?»
Tabo asintió con la cabeza.
«Te puedo llevar preso si continúas cogiéndole dinero a tu madre.»
El niño tenía una expresión sorprendida.
«Pero sé que te comportarás bien, ¿verdad?» Navarra le dio un billete de cien córdobas, escogió una orquídea solitaria y le entregó la dirección de La Negra. «De eso cógete la propina», le gritó girándose antes de volver al automóvil.
La Comandancia era una serie de edificios de diferentes pisos, que se repartían en ordenada sucesión en un área polvorienta, sobre la cual resaltaban unos enjutos árboles solitarios que proyectaban una sombra deslucida sobre los carros parqueados de los policías. Se entraba a través de un portón fuertemente custodiado, donde unos agentes de guardia controlaban documentos y papeleos de quienes debían entrar a resolver alguna diligencia.
En las afueras las hileras de pedigüeños llegaban hasta la calle, vocingleras y fastidiosas, seguidas en su recorrido por un séquito de vendedores ambulantes y embaucadores de todo tipo. Centenares de tráficos ilícitos se desarrollaban en las narices de la policía, con frecuencia con la colusión de los mismos funcionarios que se metían en el bolsillo algunos pesos por desbloquear un trámite. Los córdobas pasaban de mano en mano en los pasillos de la Comandancia o en sus inmediaciones, alimentando la economía informal que era el motor del país.
Navarra tenía un despacho pequeño en el segundo piso, donde todo funcionaba con ordenadores obsoletos donados por gobiernos extranjeros. En la Comandancia la revolución tecnológica aún tardaría en llegar y miles de folios llenaban hasta estallar cartapacios archivados por doquier, de los sótanos a los pasillos. Los funcionarios menos afortunados debían confiar aún en las máquinas de escribir. Él, para evitar aquel desorden, se había comprado un año antes una portátil que llevaba siempre consigo y que protegía como un tesoro.
El aire sabía a moho, a humedad antigua y mientras Navarra no mantuviese abiertas las ventanas no conseguía librarse de aquel olor. El comisionado intentaba pasar en el despacho el menor tiempo posible, prefiriendo, para estudiar los fascículos y recibir visitas la soda de Neco que se erigía en las proximidades de la Comandancia. Comía con frecuencia allí y se había hecho hacer una llave del baño: no del destinado a los clientes, maloliente y nauseabundo, sino del que usaba el amigo, más cómodo y limpio, con la última edición de los periódicos y de la revista Puromotor a disposición. Antes de entrar en el Palacio, pasó a saludar a Neco y lo encontró en discusión con dos proveedores. Con gestos le hizo saber que había pasado a comer: le había venido gana de salpicón y la mujer de Neco era la única persona en el mundo que conociese capaz de prepararlo según las reglas. De ternera, naturalmente, bien desmenuzada de manera que el vinagre y el chile penetrasen cada molécula de todos los trocitos de carne. La filosofía del salpicón tenía su razón de ser en aquella mañana que hacía presagiar una larga jornada de calor y humedad. El vinagre, que humedecía el plato, de la cebolla a las patatas, de la carne al apio, tenía la virtud de romper la supremacía de la alta temperatura, que se insinuaba en el cuerpo y lo debilitaba en la constante búsqueda de líquido. El salpicón se imponía a la humedad y al sudor acompañado de una –¡una sola!– lata de cerveza, que no podía ser más que una Toña de exportación.
Saludó y atravesó la calle aprovechando un semáforo rojo para los automóviles. Los pasillos de la Comandancia mostraban el caos de siempre. Navarra se abrió paso entre vendedores ambulantes y las filas de personas que venían a hacer denuncias. Era un recorrido obligatorio que le forzaba a zigzaguear por el pasillo y a librarse de los que, reconociéndolo, se le pegaban fastidiosos para pedirle un favor.
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