Maurizio Campisi - El secreto de Julia
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Navarra se esforzó en sonreír.
«La chica, Merino: quería pedirte solo que la pases delante de los demás.»
«Eeeh, un favor. Me estaba preguntando justamente cómo es que te estabas incomodando por mí. Se te ve tan poco por estos lugares.»
Llegó el camarero con el gintónic. Navarra bebió la mitad solo con el primer trago y pidió enseguida otro.
«Necesito cerrar deprisa el caso. La chica ha sido asesinada con una ráfaga de AK-47. Necesitaría al menos los análisis preliminares.»
«Ya sabes la causa: ¿a qué la prisa?»
«Julia Terrubares.»
Merino silbó, en señal de sorpresa.
«¿Es ella?»
Navarra asintió.
«La hija de don Álvaro… ¿no había muerto su madre hace un par de años?»
«Sí. El problema es que la chica fue asesinada en otro lugar y después depositada en el parque. Quisiera saber más.»
«Feo, feo. No quisiera estar en tu lugar. La abro en cuanto vuelva dentro y te firmo la declaración.»
«Y yo te soy grato.»
«Nada nuevo.»
«Hay otra cosa.»
Merino se quedó con el vaso por el aire, a la espera.
«La chica tiene un tatuaje, una pareja de dados a la altura de la muñeca izquierda.»
«La cosa se hace aún más intrigante.»
«Si es lo que pienso yo, hay de por medio una pandilla, ¿me entiendes?, por el tipo de arma usada y por el tatuaje.»
«La perdición, ¿verdad?»
«Exacto. Solo las pandillas usan este tipo de tatuajes, de quien se juega la vida todos los días. Las cuentas no me salen. ¿Qué hace una chica de clase como Julia Terrubares con una pandilla?»
«Te toca a ti dar una respuesta.»
Se quedaron por un buen rato en silencio. No era necesario hablar. Había sol y estaban al fresco, sorbiendo el licor anegado en hielo, mientras observaban a los paseantes. Era la hora que precedía a la comida, que llevaba consigo cierta languidez debida a la temperatura en aumento. Navarra y Merino se conocían de hacía años, acomunados por la amistad que había ligado a sus padres. Solo la diferencia de edad no había permitido que se frecuentasen más de chicos, una laguna que habían colmado ya adultos.
«Se me han quemado los motores de dos celdas frigoríficas. Naturalmente no viene nadie a repararlas», dijo al final Merino. «Y los cadáveres hieden, en la administración dicen que no hay presupuesto para un técnico o para los recambios. Me dicen solo que haga deprisa, justo lo necesario: seccionar, verificar y cerrar.»
«Te mando un tipo que sabe de refrigeración. Me debe un favor.»
Merino alzó la pachita. Navarra hizo lo mismo con el vaso del gintónic.
«Para esto están los amigos, ¿no?»
Acabaron de beber, entonces Merino se levantó. Navarra hizo gesto de pagar, pero el doctor le paró.
«No es necesario. Aquí me conocen.»
«¿Cuándo me mandas el certificado?»
«Por la tarde. No sé para qué puede ayudarte, generalmente con los análisis preliminares se hace poca cosa.»
«Cualquier pista puede ayudar»
Estaba a punto de irse cuando Merino le llamó:
«¡Rodrigo! No te olvides: el técnico.»
Navarra asintió y se encaminó hacia el Jeep aparcado en la acera.
No tardó en encontrarse embotellado en el tráfico: era lo peor, bajo el sol. Asomándose podía ver algunos centenares de metros más adelante. El auto tenía el aire acondicionado roto y así se quedó con las ventanas abiertas, la radio encendida en las noticias cotidianas, boqueando y bostezando.
Escuchó al locutor anunciar la muerte de Julia Terrubares en un asalto nocturno y naturalmente pensó de nuevo en los eventos de la noche. No creía la hipótesis de que la chica pudiese ser miembro de una pandilla, pero tampoco podía excluir otras pistas, como el secuestro, el robo o incluso la venganza del crimen contra Julia o contra su familia. Más adelante lo habría comprobado. Por el momento había algunos detalles que no cuadraban.
El locutor daba la noticia de manera sobria, con seguridad aleccionado por una llamada de los abogados de los Terrubares, acostumbrados a domesticar a los periodistas. Y no solo a estos. También a los policías, pensó. Quizá debía esperar presiones, quizá Vargas lo habría llamado a capítulo para reprocharle con su voz tronante: «Te lo encomiendo, Navarra: tráeme a los culpables en el menor tiempo posible». O quizá, quién sabe, Terrubares se habría tomado la justicia por su mano y así le habrían ahorrado tiempo y fatiga.
Me encomiendo. El comisario Vargas se encomendaba siempre. A la estatua de la Virgen de Guadalupe, antes de nada, que tenía bien en vista en su pequeño altar a sus espaldas en el despacho de la Comandancia; después, en orden, a la Divina Providencia, a San Judas Tadeo y solo en último lugar a sus colaboradores, que consideraba inútiles e ineficaces para desenvolverse y concluir una investigación. La administración de justicia, en definitiva, era una cosa de santos y vírgenes, no para policías.
Cuando hubo vuelto al Palacio, la primera cosa que le dijo Morera fue justamente esa: Vargas lo estaba esperando. Ahora que lo tenía delante, recordó de repente cuánto detestaba a aquel hombre. Había llegado a ser jefe de la Comandancia sin realizar jamás una investigación, gracias a una tupida red de parentescos y conocidos que lo había promovido de secretario de la sección técnica del ayuntamiento a comandante de la escuadra de investigación. Los dos eran coetáneos y habían ido al mismo instituto. Navarra conocía la mediocridad e indolencia de Vargas desde su adolescencia, un hombre que se mostraba fuerte con los débiles y remisivo y condescendiente con los fuertes, un instrumento en las manos del poder, las que decidían la suerte del país.
«Por esto estamos como estamos», solía comentar Navarra cada vez que llegaban al despacho las instrucciones con las directivas de Vargas, con las decisiones y las indicaciones más disparatadas.
Vargas, alindado y perfumado, jugaba con una carpeta sobre su escritorio y de reojo miraba a Navarra, la última persona a la cual habría querido asignar la investigación de la muerte de Julia Terrubares. Conocía las cualidades y los defectos del comisionado y sabía que, entre sus investigadores, era el más preparado para resolver el caso. Y era justo esto lo que le asustaba, porque durante la investigación habría debido secundar los caprichos de don Álvaro Terrubares y Navarra se habría revelado un obstáculo, impregnado como estaba de aquella idea visionaria de la justicia, para nada conforme a la realidad de las cosas.
«Escucha, Navarra», empezó diciendo. Se tuteaban sin llamarse jamás por el nombre, a pesar de conocerse de hacía tanto tiempo.
«El caso Terrubares. Ya sabes que es necesario ir con pies de plomo.»
«Nada nuevo.»
«He hablado esta mañana con don Álvaro para darle el pésame y ofrecerle un trabajo de profesionales en la investigación. Ha pedido la máxima celeridad en la investigación y, sobre todo, la máxima discreción. O sea, los menos detalles posibles a la prensa y una línea directa con la familia Terrubares.»
«Sí, he oído la radio. Prácticamente no han dicho nada.»
«Exacto, adelante así. Por otro lado, hay poco que investigar: la chica murió a causa de un robo.»
«¿Qué dices?»
«De otro modo, ¿por qué la habrían asesinado?»
«Hay más hipótesis, ¿no? El secuestro, por ejemplo, algún lado oscuro de su vida privada.»
«Navarra, en el lugar del delito estaba el bolso del cual se habían llevado todo: dinero, joyas, tarjetas de crédito, incluso los pañuelos de papel. No se ha encontrado nada. Hazme caso: los que cogieron a Julia le robaron y la mataron para evitar ser reconocidos.»
«Bravo, Vargas: caso resuelto.»
El comisario en jefe continuaba jugando con las hojas de la carpeta. Detrás de él, la Virgen de Guadalupe daba al despacho del comisario el aura de una oficina parroquial.
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