Maurizio Campisi - El secreto de Julia
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«¿Has cambiado las flores?», preguntó Navarra.
«¿Qué?»
«Las flores», repitió indicando la estatua. «Parecen mustias.»
Vargas nunca conseguía entender el sarcasmo del comisionado. Lo tomaba todo seriamente. «Luego me ocupo y de todas formas las flores aún están frescas. Navarra: nos jugamos la reputación en esta investigación.»
Navarra suprimió una sonrisa. La Comandancia no tenía ninguna reputación que proteger y lo mismo él que Vargas lo sabían muy bien. Habría sido necesaria una buena limpieza para dar credibilidad a aquel lugar.
«¿Nunca pensaste que podrían estar implicadas las pandillas? La chica se llevó una ráfaga de AK-47, un arma que es una tarjeta de visita.»
«Sí, lo he pensado, pero no me interesa. Don Álvaro está convencido de que su hija se había mezclado con malas compañías y no quiere que se dé demasiada publicidad al caso. Por otro lado, soportó una tragedia hace poco y debemos comprender la voluntad de este hombre.»
Hizo una pausa, como buscando el hilo de un discurso que por un momento había perdido. «No me cabe aún en la cabeza que las pandillas hayan llegado a este país. Si fuese por mi les prendería fuego a esos barrios. O quizá es necesario cerrar las fronteras. Hace pocos años no sabíamos ni siquiera qué era una pandilla. Los delincuentes los conocíamos a todos por nombre y apellidos…»
El comisionado comprendió que Vargas estaba a punto de soltar uno de sus frecuentes, monótonos, panegíricos y cortó por lo sano.
«¿Hemos terminado?», interrumpió.
«Todavía no. Nuestra línea es la misma que la de Terrubares: cerrar la investigación en el menor tiempo posible. Don Álvaro me ha dado a entender que antes o después esperaba este desenlace.»
«¿Droga?»
«Lo podemos imaginar, pero en realidad esta parte no debe interesarnos, no nos mezclamos en la vida privada de la gente. Sobre todo de gente como los Terrubares. Haz el modo de encontrar un culpable más o menos, firma un informe y así nos olvidamos de esta historia.»
Navarra resopló:
«Un culpable o se encuentra o no se encuentra. No existe un culpable más o menos.»
«Sabes a lo que me refiero. Coge un pandillero y hazle confesar. Planea algo, la fantasía no te faltó nunca.»
«¿Algo más?»
«Sí. Tenme informado de cualquier novedad. Si no puedes tú, mándame a Morera, tu asistente. Por otro lado, no deberías tardar más de un par de días para cerrar el trámite.»
Navarra asintió y salió del despacho de Vargas. Intentó mantener la calma, pero le quemaba el laxismo y la subordinación del jefe. Intentó convencerse, en cualquier caso estaba claro por qué Vargas ocupaba aquella posición, mientras los que eran como él estaban en la calle corriendo peligros.
El estómago protestaba, pero descartó la idea del salpicón que tanto le había atraído desde que se había levantado. No existían ya las condiciones necesarias para sentarse en Neco y saborear aquella delicia en un día como aquel. Las cosas, desde que había salido de casa esa mañana, habían cambiado.
La ciudad nunca le había gustado. Demasiado desorden, demasiado tráfico para su gusto. Corrientes prefería el campo, donde había nacido y crecido, o los bosques, donde durante la guerra había vivido por años. En la ciudad se sentía desorientado, fuera de lugar, e intentaba venir y quedarse lo menos posible. Había tomado estancia en el centro, en una pensión que parecía ser un receptáculo de la peor humanidad. Le pareció la mejor opción porque, en el fondo, quería resultar invisible y allí era facilísimo.
La habitación, embutida entre dos pasillos internos, no tenía ventana. Disponía solo de una cama y una silla sobre la que apoyar las cosas; dos perchas de plástico pendían de un mango de escoba apoyado horizontalmente de pared a pared, sobre la puerta. El baño común quedaba en el fondo del pasillo.
Corrientes se estiró en la cama y se quedó adormilado por casi una hora, a pesar del calor que le oprimía en aquel espacio cerrado y viciado. Escuchaba las voces que penetraban por las delgadas paredes de cartón y que le traían ecos de discusiones entre una prostituta y su cliente. Corrientes pensaba en lugares y personas que ya no existían. No conseguía liberarse de las caras de la gente que había matado y las de los compañeros muertos. Al menos le hacían compañía. Bebió largos tragos de la pacha de aguardiente económico que había comprado en la licorería, dejando que le quemasen la garganta. Estaba estirado en la cama y, cuando no cerraba los ojos, observaba el techo. Entre el calor de aquel agujero y el licor sudaba copiosamente. Sacó del bolsillo de los pantalones un ejemplar del Nuevo Testamento que llevaba siempre consigo y lo abrió en la Epístola a los Romanos. Leyó atenta y lentamente, teniendo el dedo sobre la línea mientras intentaba compenetrarse con el sentido de las palabras: «… castigará con ira y violencia a los rebeldes, aquellos que no se someten a la verdad y obedecen a la injusticia, tribulación y angustia para todo hombre que obra el mal».
Desde hacía tiempo, más que en los lemas revolucionarios que le habían inculcado de joven, encontraba consuelo en aquella parte de la Biblia. Por alguna razón que no alcanzaba a explicarse le resultaba más comprensible y sincera. Se la hizo conocer una pareja de misionarios extranjeros que había abierto una casa de oración en el poblado donde él y sus compañeros solían ir a procurarse provisiones. Los dos –debían ser marido y mujer– le parecían los seres más pacíficos de la tierra. Habían llegado a aquella región donde aún se combatía y se habían propuesto llevar la palabra de Dios. Los habitantes del poblado les acogieron de inmediato; después también sus compañeros, al principio desconfiados, se acercaron a lo que llamaban enfáticamente el Templo. Corrientes siempre había imaginado que un templo debía ser un edificio enorme, de mármol y piedra dura, estatuas y grandes candelabros. Al contrario, la pareja recibía a los fieles en una cabaña de troncos pulidos a duras penas, donde ni tan siquiera había sillas. De imágenes de santos ni la sombra.
Al inicio había sido reticente en seguir a sus compañeros, pero al final le convencieron. Eran un grupo de desesperados, obligados a la fuga, desbandados, en busca de una respuesta –¿qué hacer de ellos mismos?– tras la firma de los tratados el ejército los buscaba y Corrientes había pensado que por último habría podido encomendarse a un dios. La pareja de misionarios lo había acogido sin preguntas, lo invitaba a las reuniones y le explicaba un mensaje simple y directo. Fue gracias a ellos que Corrientes aprendió a leer y escribir con más desenvoltura y a creer que, en el fondo, en el mundo había quedado alguna persona buena. Con los suyos abandonó gradualmente el bosque para instalarse definitivamente en el poblado. Con fortuna y plegarias ni el ejército ni la justicia llegaron jamás a pedirles una rendición o a reclamar justicia. Corrientes volvió a hacer de peón, a destripar la tierra dura y a esperar la cosecha. Se rompía la espalda bajo el sol o bajo los aguaceros tropicales, mientras meditaba las implicaciones de aquella rendición. No había acabado, no para él. Pensaba que los hombres debían responder de sus acciones. A cada error correspondía un culpable y él había empezado a hacer pagar a quien lo había abandonado y traicionado primero: «Castigar a los rebeldes», recitaba el texto.
El Nuevo Testamento se convirtió en el único libro que había leído en su vida. Todos los días leía un fragmento, obteniendo confianza, inspiración y guía. Aquel día no era una excepción: con la pacha en una mano y el libro en la otra, permaneció en aquella posición durante toda la tarde, esperando el atardecer antes de salir a la calle.
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