Maurizio Campisi - El secreto de Julia

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El secreto de Julia: краткое содержание, описание и аннотация

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Una muchacha ejecutada en las calles de Managua, un policía indisciplinado y oscuro. El improbable cocktail depara una investigación intensa durante la cual se revelan los secretos de Julia, la inquieta hija de uno de los hombres más poderosos de Nicaragua y los del comisionado Navarra, encargado del caso.

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Había comido un ceviche velozmente en una soda que había encontrado en su camino. No había sido excepcional y ahora estaba de mal humor. Odiaba no encontrar el tiempo para comer de manera decente, pero había recibido la llamada de Morera que le pedía volver a la Comandancia lo antes posible. Al menos, se dijo, aquella era la mejor manera de conservar la línea. Con sus cuarenta y cinco años y la casi completa ausencia de ejercicio, Navarra a malas penas mantenía el físico enjuto que siempre le había distinguido y tenía miedo de terminar como ciertos colegas de su edad, que eran ya fenómenos de circo, redondos, flácidos y con una serie de enfermedades cardiovasculares destinadas a volverse crónicas. No quería terminar como Rondón, que había caído al suelo durante una reunión fulminado por un infarto, o de Alpízar, que no pasaba por la puerta.

Mientras conducía en el tráfico se limpió los dientes con los dedos. Definitivamente le daba igual la decencia. En el semáforo una señora de tiros largos en un Nissan Pathfinder nuevo nuevo lo observaba con expresión de fastidio, él se llevó la mano a la frente para saludarla. Conozco las de ese tipo, se dijo Navarra. Estuve casado con una durante ocho años.

La señora dirigió la mirada hacia otro lugar.

Todo pasa, acabó por pensar.

De vuelta a la Comandancia, sin embargo, fue a lavarse los dientes incluso antes de buscar a Morera. A veces, no soportando el calor incipiente, se refrescaba cambiándose la camisa. Tenía una colección de guayaberas diseminada por el despacho y el apartamento, para tener siempre una muda lista y bien planchada por Yahaira: una camisa planchada –el algodón fresco sobre la piel– daba siempre una sensación placentera en medio de una jornada húmeda. Aquel día, sin embargo, no se cambió de camisa. Se lavó los dientes, sumergió la cara en agua y pensó que bastaba. Tenía curiosidad por saber qué noticias le daría el asistente. Se fiaba de Morera, lo tenía a su lado desde hacía cinco años y, gracias a su temperamento constante y meticuloso, conseguía poner orden en el frenético desarrollo de sus jornadas. Redactaba informes, archivaba, le hacía las veces de secretario y de camarero. Era un chico que no pasaba de veintiséis, redondo y pacífico, que Navarra casi había adoptado desde que entró en la Comandancia. Estaba disponible a cualquier hora, siempre listo para cualquier solicitud. No parecía particularmente despierto, pero suplía esta carencia con la meticulosidad de los gestos, la repetición de las acciones. Navarra, si bien odiase a los burócratas, apreciaba aquellas cualidades de funcionario aplicado de Morera, que le agilizaba el trabajo y le evitaba perder tiempo precioso con los legajos y la redacción de informes para sus superiores.

Lo encontró en el despacho, curvo y silencioso, mientras escribía en limpio la copia de una denuncia.

«Comisionado, hay una novedad», dijo, poniéndose en pie de un salto.

«Espero que sea buena.»

«Debemos ir a Barrio Dimitrov.»

«¿A Barrio Dimitrov? ¿Qué vamos a hacer, desencadenar una guerra entre bandas?»

«No, aparentemente está todo tranquilo. Una especie de tregua.»

«¿Y por qué vamos?»

«Han matado a La Nacha y quieren que nos llevemos el cadáver.»

Navarra silbó por la sorpresa.

«¿A qué se debe tanta ceremonia?»

«Justo por eso hay que ir allá.»

Navarra suspiró. Fue a su despacho, abrió el cajón del escritorio donde conservaba sus dos pistolas, controló la Glock, puso la cartuchera bajo la axila y aseguró el arma: a Barrio Dimitrov no podían presentarse desarmados.

El Dimitrov era uno de los barrios que se erigían en la zona norte de la capital. Por lo general eran barracas amontonadas sin una lógica en la planicie seca. Si había un pedazo de terreno libre, se plantaban cuatro maderas y se construía un refugio, que poco a poco tomaba la forma de un lugar habitable; no era una casa, pero al menos servía para dormir, cocinar algo y protegerse de los elementos. La apariencia de una vida normal para centenares de familias que no sabían adonde ir.

Con el tiempo toda la superficie había sido ocupada, tanto que ahora las barracas parecían querer devorarse las unas a las otras, construidas sobre perímetros irregulares por cuyo centro pasa una calle apenas trazada, de asfalto erosionado por las lluvias y con la basura a cielo abierto como contrafuerte de las paredes. Tejados de metal y muros improvisados tenían en pie a aquellas construcciones durante el verano, que después se deshacían y acababan literalmente en trozos con la llegada del invierno tropical. Barrio Dimitrov había sido señalado en el programa urbanístico del gobierno como «zona de alto riesgo», un eufemismo para quien, como Navarra, conocía la realidad de aquel lugar. Para entrar era necesario pedir el permiso a las bandas, o bien, entrar a la fuerza con decenas de patrullas y disparando más rápido que el resto. Todos los días se registraban agresiones y homicidios que la mayor parte de las veces ni siquiera eran investigados, tan evidentes eran los culpables. Las bandas se mataban, disparándose aunque solo fuese por haberse asomado por los alrededores, una praxis esta, ya que el rito de iniciación consistía justamente en dar prueba de valentía entrando en el territorio del rival y dispararle. Idioteces, según Navarra, pero una cuestión de increíble seriedad para aquellos chicos, cuyo mundo giraba en torno a los asuntos del barrio, al orgullo y al sentido de pertenencia a la banda.

Por eso se preguntaba por qué ahora casi se les invitaba a venir a recoger a La Nacha, o mejor, lo que quedaba. No eran invitaciones que se recibiesen todos los días.

La Nacha era uno de los jefes de la Barra de Arriba, una de las bandas más peligrosas y potentes que infestaban la periferia de la ciudad. Navarra lo había visto un par de veces en la Comandancia, esposado. Había intentado hablarle, en un interrogatorio consternado de improperios, insultos y desprecio recíproco. Al final, lo habían soltado. El comisionado, tras haber recibido su dosis de amenazas, lo mandó a la mierda, como hacía siempre con los delincuentes de aquella ralea.

«¿Te acuerdas de La Nacha?», preguntó a Morera.

El asistente permaneció en silencio por algunos segundos mientras manejaba. Habían tomando el auto de servicio porque Navarra jamás habría puesto en peligro el Jeep Cherokee del 88 para ir a Barrio Dimitrov. Morera manejaba un Nissan Sentra azul, anónimo, y con los amortiguadores destrozados, el único carro que había disponible en el aparcamiento de la Comandancia. Observaba la carretera, tenso y preocupado, como si esperase una emboscada de un momento a otro.

«Tenía una calavera tatuada en la frente», respondió finalmente.

«Bien. ¿Qué más?»

«Era un loco.»

“¿Por qué?»

«Porque solo un loco va por ahí con una calavera tatuada en la frente.»

Navarra se limitó a asentir. Miraba fuera de la ventanilla la carretera que embocaba a una periferia devastada. No eran solo las casas, era todo el abandono que observaba alrededor, era un grupo de niños que jugaba en las aguas negras de una cloaca y eran dos mujeres sentadas en tierra que se intercambiaban la piedra, el crack que fumaban con ostentación, en medio de la gente, lo que le deprimía. Se sintió invadido por una profunda tristeza porque, en el fondo, lo que veía era el espejo de su derrota y de su degeneración. Habían intentado cambiar las cosas, pero aquel era el resultado. Ya casi no pensaba en la guerra. Había conseguido, como casi todos, sofocar los recuerdos. Y, sin embargo, cuando se encontraba en situaciones como aquella, sentía claro el peso de los errores.

«¿Sabes cuál es el problema de los jóvenes?» Morera se limitó a escuchar, ya sabía que Navarra estaba hablando para sí mismo. «El idealismo. Ponlo en política, en religión o en la criminalidad, como estos desgraciados, pero al final es solo idealismo. Incluso con el dinero: haces dinero solo por idealismo.» Se quedó callado por unos segundos, como repensando en lo que había dicho. «¿Sabes en vez qué es necesario en la vida? Pragmatismo. Pragmatismo, concreción. Es decir, pocas tonterías.»

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