Maurizio Campisi - El secreto de Julia
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Navarra era un óptimo bailarín. Aprendió de chico, instigado por el padre que lo obligó a tomar lecciones. «En este país si no se sabe bailar uno se convierte en un marginado social», le dijo, y le impuso una institutriz, una chica un poco más grande que él, Teresita, pero que le sacaba cinco centímetros y muchos puntos de descaro. Teresita tenía la piel que olía a mango y Navarra, atraído por aquel perfume de fruta fresca, ya no se separó. Aprendió, uno tras otro, salsa, merengue, bachata y también un poco de bossa nova. El comisionado entonces tenía trece años y Teresita apenas dieciséis, pero desde las primeras lecciones fue verdadera y auténtica pasión. Navarra seguía el instinto y este le decía que en aquellos movimientos había algo que iba más allá del baile por sí mismo. Obedecía a las instrucciones de la muchacha y permanecía encantado por las sinuosidades de aquel cuerpo femenino que dibujaba líneas invisibles entre la tierra y el cielo. Estaba hipnotizado por los movimientos de Teresita. Al principio torpe y reluctante, Navarra aprendió a sostener a la chica en los momentos más enérgicos de la danza y a dejar que su abrazo se fundiese en un único elemento con la música. Le rozaba la piel y se sentía arrollado por el cuerpo de Teresita, sin saber aún qué era lo que le confundía. Lo supo una tarde caliente y sinuosa, en la soledad de la casa vacía, con la luz del día que iba extinguiéndose, cuando la chica se descubrió los pechos y bailó para él. Para Navarra fue como una revelación. Teresita le enseñó la sensualidad, el mensaje intrínseco contenido en los movimientos del cuerpo, el arte de aquel cortejo especial que del baile desemboca en el erotismo y la pasión. Desde aquel momento bailaron menos y se amaron más. El padre se dio cuenta pronto del cambio que habían sufrido las lecciones de baile. Dejó pasar un tiempo prudente y después anunció que consideraba terminado su aprendizaje: se había convertido en un auténtico bailarín.
No vio nunca más a Teresita, pero desde entonces Navarra se volcó en el baile con un compromiso único, que le hacía caer en trance apenas aferraba una mujer por la cintura para transportarla con sus expertos pasos. No era un amante de la música, pero sentía correr en la sangre la llamada incesante del ritmo, que lo atraía a las pistas en la búsqueda continua de una compañera con la cual compartir aquel sentimiento común. Si luego aquellos pasos de baile lo llevaban directo a una cama, aún mejor.
Terminó deprisa el gintónic. El Real estaba aún en el happy hour y Navarra aprovechó para repetir. Miró alrededor. No había mucha gente. Vio un par de parejas que se hundían en los sofás, mientras otros clientes conversaban entre sí en el mostrador en torno al barman. Alzaban la voz para superar el volumen de la música, pero aún así no conseguía entender el asunto de la conversación. Si el tema hubiese sido de su interés probablemente se habría sumado a la conversación, pero tal y como estaban las cosas temía solo parecer un curioso. Se hizo traer cuatro conchas a la parmesana y solo cuando ingirió los frutos del mar empezó a sentirse mejor. La entrada le abrió el apetito. Llamó al camarero y pagó la cuenta, dejándole una propina abundante para que le avisase en el caso en que la misteriosa mulata hiciese aparición.
Con el Jeep se dirigió a La Cueva del Lobo. Aquí encontró a Igor, el propietario del restaurante, ocupado en una discusión con uno de los camareros. El ruso no tenía un carácter fácil. Había sido una especie de soldado mercenario moderno y llegó al país durante la guerra que siguió a la revolución. En teoría debía ser un asesor, pero en la práctica enseñó las tácticas de guerrilla a pelotones enteros de soldados improvisados, jóvenes e inexpertos, que veían en él una especie de Rambo soviético materializado en la luz del este para guiarlos hacia la victoria. Para algunos había sido un héroe, para otros una pesadilla. Igor, sin embargo, solía presentarse como un idealista cuya tarea era la de esparcir la semilla de la revolución sobre la tierra. Una vez firmados los acuerdos de paz, la lánguida tibieza de los trópicos debilitó toda voluntad guerrera e ideológica, hasta inducirle a retrasar la vuelta a la patria. Debía quedarse poco tiempo, y por el contrario ya iban para quince años que dirigía aquel restaurante que conseguía salir adelante solo gracias a las habilidades culinarias de Dantón Maduro, el cocinero antillano. Igor se movía entre las mesas como un animal enjaulado y encontraba motivos para pelearse con todos, quizá porque no se había acostumbrado aún a aquella vida sedentaria hecha de cuentas y clientes que servir. Solo con Navarra no había peleado jamás. Los dos solían sentarse aparte, en la terraza, y perderse en densas conversaciones, regadas con abundantes dosis de sus bebidas preferidas, vodka para el ruso, gintónic para el comisionado.
Cuando Igor vio a Navarra liquidó sumariamente al camarero.
«Rodriguito, estaba pensando que te habías olvidado de tu amigo ruso», inició, con un español de marcado acento extranjero.
Navarra sonrió y lo abrazó.
«Necesito algo sólido que masticar».
En la Cueva se comía casi exclusivamente carne. El ruso había empezado años atrás su actividad con un menú internacional que no le había traído fortuna. Cercano al fracaso, encontró a Dantón Maduro, apenas desembarcado de Aruba. Ciento diez kilos, reservado y sombrío, maduro, cambió la fortuna de La Cueva gracias a las recetas de las islas, que acompañaba con generosas dosis de zumo de coco o de ananás y un número infinito de otros frutos tropicales. La carne adquirió de este modo sabores hasta entonces desconocidos en una ciudad acostumbrada a las privaciones de diez años de guerra. Para algunos, La Cueva había contribuido al proceso de paz y a la democracia, reclamando en su local ritos y sabores que se habían perdido entre dictaduras y revoluciones. Fue el periodo de mayor fulgor del local, después con el tiempo el restaurante perdió clientela –la competencia crecía aguerrida– y solo entonces Navarra, que buscaba privacidad y calidad, pasó a ser un cliente asiduo. Conversando con el alborotado propietario, había encontrado muchas cosas en común, empezando por los lugares y las personas que habían conocido y frecuentado durante la guerra a la Contra. Así se convirtieron en amigos y para ambos, reservados y de pocas palabras, fue decididamente una novedad.
El comisionado, aquella noche, tenía hambre. Los bocadillos del Real, en vez de mitigar el apetito, le habían abierto el estómago. Ordenó un filete poco hecho, con las patatas hervidas ahogadas en natilla.
«Y tráeme un tinto», añadió, esperando el chileno de siempre que se servía en La Cueva.
Igor se sentó en la mesa de la terraza con él.
«¿Un aperitivo?», preguntó.
«Naturalmente.»
El gintónic no tardó en llegar.
«¿Cansado?»
«No más que de costumbre.»
Navarra observó a Igor. El ruso había engordado con los años. La inactividad y el ocio lo habían redondeado en forma exagerada. Era un hombre de casi un metro noventa que había superado hacía tiempo su peso. Incluso la respiración era afanosa y los carrillos mostraban capilares rotos que indicaban altos niveles de triglicéridos y colesterol.
«Igor, me parece que eres tú quien necesita reposo. Y ejercicio: ¿Has engordado aún?»
El ruso se defendió.
«Mentira. Puedo seguir así hasta el infinito. La única cosa que necesito es mi gasolina especial», respondió, indicando la botella de Smirnoff. «¿Qué te ocupa?», preguntó a Navarra.
«Un caso nuevo. Han asesinado a la hija de un terrateniente.»
Igor hizo una mueca.
«No sé cómo soportas esta mierda.»
«No es más que trabajo, Igor. Cuando tienes un trabajo lo haces, no te preguntas muchas cosas.»
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