— Juro que lo intentaré, señor.
— Escúchame, Omi-san. Estas son mis últimas órdenes como señor de los Kasigi. Aceptarás a mi hijo en tu casa, y te servirás de él, si es merecedor de ello. Segundo: busca buenos maridos para mi esposa y mi consorte, y dales a ellas las gracias por haberme servido tan bien. En cuanto a tu padre, Mizuno, ordeno que se haga inmediatamente el harakiri.
¿Puedo pedir la alternativa de que se afeite la cabeza, y se haga monje?
No. Es demasiado estúpido, y nunca podrías confiar en él. En cuanto a tu madre… — Mostró los dientes. — Ordeno que se afeite la cabeza, se haga monja e ingrese en un monasterio fuera de Izú, donde pasará la vida rezando por el futuro de los Kasigi. Budista o shintoísta, aun que prefiero el shintoísta. ¿Te parece bien un monasterio shintoísta?
Sí, señor.
— Bien. Así —añadió con malicioso regocijo—, no te distraerá de los negocios de los Kasigi con sus continuos lamentos.
— Así se hará.
— Bien. Te ordeno que vengues los embustes de Kosami y de los criados traidores contra mí. Antes o después, lo mismo da, con tal de que lo hagas.
Serás obedecido.
¿He olvidado algo?
Omi se aseguró de que nadie podía oírlos.
—¿Qué dices sobre el Heredero? — preguntó, cautelosamente—. Si el Heredero está frente a nosotros en el campo de batalla, perderemos, ¿neh?
—Ábrete paso con el Regimiento de Mosqueteros, y mátalo, diga lo que diga Toranaga. Yaemón debe ser tu primer blanco.
— Lo mismo pensaba yo. Gracias.
— Bien. Pero, en vez de esperar todo ese tiempo, sería mejor poner precio a su cabeza en secreto y ahora mismo, valiéndote de los ninja, o del Amida Tong.
—¿Cómo encontrarlos? — preguntó Omi con la voz temblorosa. — Esa vieja arpía, Gyoko Mamá-san, es una de las personas que lo sabe.
-¿Ella?
— Sí. Pero ten cuidado con ella y con los Amidas. No trates a éstos con ligereza, Omi-san. Y a ella, no la toques y protégela. Sabe demasiados secretos, y la pluma es un arma de largo alcance después de la muerte. Fue consorte oficial de mi padre durante un año… Quizá su hijo sea mi medio hermano.
— Pero, ¿dónde conseguiré el dinero?
— Eso es problema tuyo. Pero consigúelo. Donde sea, y como sea.
Yabú se acercó más a él.
— Entierra profundamente este secreto y escucha, sobrino: conserva la buena amistad con Anjín-san. Trata de dominar la flota que traerá un día. Toranaga no sabe el verdadero valor de Anjín-san, pero hace bien en quedarse detrás de los montes. Esto le da tiempo y también te da tiempo a ti. Tenemos que salir al mar con nuestras tripulaciones en sus barcos y con los Kasigi ostentando el mando supremo. Los Kasigi deben hacerse a la mar, dominar el mar. Es una orden.
— Sí, ¡oh, sí! —exclamó Omi—. Confía en mí. Así será.
— Por último, no confíes nunca en Toranaga.
— No confío en él, señor. No he confiado nunca, y nunca confiaré. —Bien — suspiró Yabú, en paz consigo mismo—. Y ahora, discúlpame. Tengo que pensar mi poema funerario.
Omi se puso de pie, retrocedió de espaldas y, cuando estuvo a respetable distancia, saludó y se alejó otros veinte pasos. Ya seguro entre sus guardias, se sentó de nuevo y esperó.
Toranaga y su grupo trotaban a lo largo de la ruta de la costa que circundaba la amplia bahía, con el mar a la derecha y alcanzando casi la carretera. Aquí, el terreno era bajo y pantanoso. Unos cuantos ri al Norte, este camino se juntaba con la arteria principal de la carretera de Tokaido. A veinte ri más al Norte estaba Yedo.
Lo acompañaban cien samurais y diez halconeros, con otras tantas aves sobre los enguantados puños. Sudara iba con veinte guardias y tres halcones, y cabalgaba en vanguardia.
—¡Sudara! — gritó Toranaga, como si se le acabase de ocurrir la idea—. Detente en la próxima posada. Quiero desayunar.
Sudara hizo un ademán de asentimiento y emprendió el galope. Cuando llegó Toranaga, las doncellas esperaban, sonriendo y haciendo reverencias, lo mismo que el posadero y toda su gente.
— Buenos días, señor — dijo el posadero—, ¿qué quieres para comer? Gracias por honrar mi pobre posada.
— Cha… y unos fideos con un poco de soja, por favor.
Casi instantáneamente le trajeron la comida en un delicado tazón, cocinada tal como a él le gustaba, pues el posadero había sido previamente advertido por Sudara. Mientras tanto, Sudara recorrió los puestos de vigilancia, para asegurarse de que todo estaba en orden. Al terminar su ronda, informó a Toranaga.
¿Te parece bien, señor? ¿Ordenas algo más?
No, gracias. — Toranaga acabó de comer y sorbió lo que quedaba en la sopa. Después, dijo con naturalidad — Tenías razón en lo referente al Heredero.
— Perdóname, señor, pero temía haberte ofendido sin proponérmelo. — Tenías razón. ¿Por qué había de ofenderme? Cuando el Heredero se enfrente conmigo, ¿qué harás tú?
— Obedeceré tus órdenes.
— Por favor, ve a buscar a mi secretario y vuelve con él.
Sudara obedeció. Kawanabi, el secretario, ex samurai y sacerdote, que viajaba siempre con Toranaga, acudió inmediatamente con su estuche de viaje, lleno de papeles, tinta, sellos y pinceles.
—¿Señor?
— Escribe esto: «Yo, Yoshi Toranaga-noh-Minowara, vuelvo a nombrar heredero mío a mi hijo Yoshi Sudara-noh-Minowara, y le devuelvo todos sus títulos y rentas.»
Sudara se inclinó.
— Gracias, padre — dijo, con voz firme, pero preguntándose: ¿por qué?
— Jura formalmente cumplir todos mis decretos, mi testamento… y tus deberes de heredero.
Sudara obedeció. Toranaga esperó en silencio a que Kawanabi hubiese escrito su declaración. Después la firmó y la legalizó con el sello.
Gracias, Kawanabi-san, ponle fecha de ayer. Esto es todo, de momento.
Sí, señor.
El secretario se marchó. Toranaga miró a Sudara y estudió su cara afilada e inexpresiva. Cuando hizo su deliberadamente súbita declaración, la cara y las manos de Sudara no revelaron ninguna emoción: ni alegría, ni agradecimiento, ni orgullo, ni siquiera sorpresa, y esto lo entristeció. «Pero, ¿por qué estar triste? — pensó Toranaga—, tienes otros hijos que sonríen y ríen, que cometen errores, y gritan, y se refocilan, y tienen muchas mujeres. Hijos normales. Este hijo seguirá tus pasos, gobernará cuando hayas muerto, tendrá a los Minowara en un puño y transmitirá el Kwanto y el poder a otros Minowara. Será frío y calculador, como tú. No, no como yo — se dijo, reflexivamente—. Yo puedo reír a veces y, en ocasiones, sentir compasión, y me gustan la juerga, el baile, y jugar al ajedrez y al Noh, y hay personas que me regocijan, como Naga y Kiri y Chano y Anjín-san, y me divierte cazar y triunfar, triunfar, triunfar. A ti, nada te alegra, Sudara, y lo siento. Nada, salvo tu esposa, dama Genjiko, es el único eslabón débil a tu cadena.»
—¿Cuánto tardarás en asegurarte de que Jikkyu está realmente muerto?
— Antes de salir del campamento, envié un mensaje urgente a Mishi-ma, para el caso de que tú no supieses ya si era verdad o mentira, padre. Recibiré la respuesta dentro de tres días.
Toranaga bendijo a los dioses por haber tenido conocimiento anticipado del complot de Jikkyu, por Kasigi Mizuno, y rápida noticia de la muerte de aquel enemigo. Durante un momento, recapituló su plan y no encontró en él el menor fallo. Después, sintiéndose ligeramente mareado, tomó su decisión:
— Pon inmediatamente en pie de guerra a los Regimientos Once, Dieciséis, Noventa y Cuatro y Noventa y Cinco, de Mishima, y, dentro de cuatro días, lánzalos a la carretera de Tokaido.
—¿Cielo Carmesí? —preguntó Sudara, sorprendido—. ¿ Vas a atacar?
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