Si el barco está perfectamente construido, como quiere Anjín-san, en un plazo de seis meses, a contar desde que empiecen, haré samurai a tu hijo.
Ella se inclinó profundamente y, de momento, se quedó sin habla.
— Perdona a esta pobre estúpida, señor. Gracias, gracias.
— Tiene que aprender todo lo que sabe Anjín-san sobre construcción de barcos, para que pueda enseñar a otros cuando él se marche. ¿Neh?
— Así lo hará.
— Hablemos ahora de Kikú-san. Su talento merece un futuro mejor que estar sola en una jaula.
Gyoko le miró, esperando de nuevo lo peor.
¿Vas a vender su contrato?
No, no volverá a ser una cortesana, ni siquiera una de tus gei-sbas. Debería estar en un hogar, entre pocas mujeres.
— Pero, señor, aunque sólo te vea ocasionalmente, ¿puede haber mejor vida para ella?
— Francamente, Gyoko-san, me estoy aficionando demasiado a ella, y no puedo permitirme distracciones. Es demasiado bonita para mí, demasiado perfecta… Perdona, pero éste debe ser otro de nuestros secretos.
— De acuerdo, señor, con todo lo que digas — dijo, fervientemente, Gyoko, pensando que era mentira y estrujándose el cerebro para descubrir la verdadera razón—. Si la persona fuese alguien a quien Kikú pudiese admirar, yo moriría contenta.
— Pero sólo después de que vea el barco de Anjín-san en condiciones de navegar, dentro de los seis meses — replicó secamente él.
— Sí, ¡oh sí…! Aunque Kikú-san quedará desolada al tener que abandonar tu casa.
— Desde luego. Pero ya encontraré la manera de recompensarla por su obediencia. Déjalo en mis manos… y no le digas nada de momento.
Ella se inclinó y se alejó renqueando. Toranaga fue a nadar un rato. Vio que el cielo hacia el Norte, estaba muy oscuro, y comprendió que la lluvia debía de ser muy fuerte por allí. Volvió cuando vio un grupito de jinetes que venían de la dirección de Yokohama.
Omi desmontó y desenvolvió la cabeza.
— El señor Kasigi Yabú obedeció, señor, justo antes del mediodía. La cabeza había sido lavada y peinada y clavada en la espiga de un pequeño pedestal, como solía hacerse para su exhibición. Toranaga la observó y dijo:
—¿Murió bien?
La mejor muerte que he visto, señor. El señor Hiro-matsu dijo lo mismo. Los dos cortes, y un tercero en el cuello. Sin ayuda y sin el menor sonido. — Y añadió:— Aquí está su testamento.
¿Cortaste la cabeza de un solo golpe?
Sí, señor. Pedí permiso a Anjín-san para usar el sable del señor Yabú.
¿ El Yoshimoto? ¿El que yo le había regalado? ¿ Lo dio a Anjín-san?
Sí, señor. Le habló por medio de Tsukku-san. Al principio, Anjín-san se resistió a tomarlo, pero Yabú insistió y le dijo: «Ninguno de esos comedores de estiércol es digno de esta hoja.» Por fin, aquél lo aceptó.
«Es curioso — pensó Toranaga—. Esperaba que Yabú daría el sable a Omi.»
—¿Cuáles fueron sus últimas instrucciones? — preguntó.
Omi se lo dijo. Exactamente. Porque estaban escritas en el testamento público y atestiguado por Buntaro, pues, en otro caso, se habría saltado algunas e inventado otras.
— Para honrar la bravura de tu tío, cumpliré sus últimos deseos.
Todos y sin cambio alguno, ¿neh? — dijo Toranaga, poniéndole a prueba.
— Sí, señor.
-¡Yuki!
—¿Qué, señor? — dijo la doncella. — Trae cha, por favor.
Ella se alejó a toda prisa, y Toranaga reflexionó sobre las últimas voluntades de Yabú. Todas eran prudentes. Mizuno era un estúpido, y la madre, una vieja e irritante arpía, y ambos eran un estorbo para Omi. Dijo a éste:
Como recompensa por tu abnegación, te nombro Jefe del Regimiento de Mosqueteros. Naga será segundo en el mando. Otrosí: te nombro jefe de los Kasigi, y tu nuevo feudo lo constituirán las tierras fronterizas de Izú, desde Atami, al Este, hasta Nimazo, al Oeste, comprendida la capital, Mishima, y con una renta anual de treinta mil kokús.
Sí, señor. Gracias, señor… No sé cómo agradecértelo. No merezco tantos honores.
— Haz por merecerlos, Omi-sama — dijo Toranaga, en tono bonachón—. Toma inmediatamente posesión del castillo de Mishima. Sal hoy mismo de Yokohama. Preséntate al señor Sudara en Mishima. El Regimiento de Mosqueteros será enviado a Hakoné y estará allí dentro de cuatro días. Otra cosa, en privado y sólo para tu conocimiento: envío a Anjín-san a Anjiro. Allí construirá un nuevo barco. Le transferirás tu feudo actual. En seguida.
— Sí, señor. ¿Puedo darle mi casa?
— Sí, puedes hacerlo — respondió Toranaga, aunque, desde luego, un feudo contenía todo lo que estaba dentro de él, casas, tierras, campesinos, pescadores y barcas.
Ambos desviaron la mirada al llegar hasta ellos la risa de Kikú, y vieron que estaba jugando a tirar el abanico en el lejano patio, con su doncella, Suisen, cuyo contrato había sido comprado también por Toranaga, como un regalo para consolar a Kikú después de su infortunado aborto.
La adoración de Omi se manifestó claramente, por más que tratase de disimularla, ante su súbita e inesperada aparición. Los miró. Una adorable sonrisa se pintó en su cara, y los saludó alegremente con la mano. Toranaga la saludó a su vez, y ella volvió a su juego.
— Es bonita, ¿neh?
— Sí —admitió Omi, sintiendo que le ardían las orejas.
Toranaga había comprado en principio su contrato para apartarla de Omi — porque era uno de los puntos flacos de éste, y un premio para dar o retener—, hasta que Omi hubiese declarado y probado su fidelidad y le hubiese ayudado o no a eliminar a Yabú. Y le había ayudado, milagrosamente, y había probado muchas veces su fidelidad. El interrogatorio de los criados había sido una sugerencia de Omi. Si no todas las buenas ideas de Yabú, muchas habían sido de Omi. Y hacía un mes, Omi había descubierto los detalles del complot de Yabú con algunos oficiales del Regimiento de Mosqueteros de Izú, para asesinar a Naga y a los otros oficiales Pardos durante la batalla.
Toranaga se había preguntado entonces si Mizuno y Omi no habrían inventado el complot para desacreditar a Yabú. Inmediatamente había encargado a sus propios espías que averiguasen la verdad. Pero el complot había sido auténtico, y el incendio del barco fue un magnífico pretexto para eliminar a los cincuenta y tres traidores, todos los cuales habían sido colocados entre los guardias de Izú aquella noche.
«Sí —pensó Toranaga, con gran satisfacción—, ciertamente mereces un premio, Omi.»
— Escucha, Omi-san, la batalla empezará dentro de pocos días. Me has servido lealmente. En el último campo de batalla, después de mi victoria, te nombraré señor de Izú y haré de nuevo hereditaria la estirpe de los daimíos Kasigi.
— Perdóname, señor, pero no merezco tanto honor — dijo Omi. — Eres joven, pero prometes mucho, para los años que tienes. Tu abuelo se parecía mucho a ti, era muy listo, pero no tenía paciencia. De nuevo sonaron las risas de las damas, y Toranaga observó a Kikú, tratando de resolver lo tocante a ella, tras descartar el plan primitivo.
—¿Puedo preguntar qué entiendes por paciencia, señor? — dijo Omi, sintiendo instintivamente que Toranaga quería que le hiciese esta pregunta.
Toranaga siguió mirando a la joven, atraído por ella.
— Paciencia significa dominarse. Hay siete emociones, ¿neh? Alegría, cólera, angustia, adoración, dolor, miedo y odio. El hombre que no se deja arrastrar por ellas es paciente. Yo no soy tan vigoroso como podría ser, pero soy paciente. ¿Comprendes?
— Sí, señor. Con toda claridad.
— La paciencia es muy necesaria en un caudillo. — Sí.
— Esa dama, por ejemplo. Es una distracción para mí, demasiado hermosa, demasiado perfecta. Yo soy demasiado sencillo para una criatura tan extraña. Por consiguiente, he decidido que no me corresponde.
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