— De acuerdo — admitió Toranaga, sopesando esta afortunada y nueva idea—. ¿ Consideraría Anjín-san que es ésta una buena proposición?
— No, señor, si tú ordenas esta boda… Pero no creo que haya necesidad de que la ordenes.
— ¿No?
— Sin duda puedes encontrar una manera de que se le ocurra a él. Esto sería lo mejor. En cuanto a Omi-san, bastaría con que tú se lo ordenases.
— Desde luego. ¿Te gusta Midori-san? t —¡Oh, sí! Tiene diecisiete años y un hijo lleno de salud, procede de buena estirpe samurai y daría buenos hijos a Anjín-san. Además, sus padres han muerto, por consiguiente, no pueden oponerse a que ella se case con un… con Anjín-san.
Toranaga diole vueltas a la idea. «He de tener cuidado con Omi — se dijo —, ya que puede convertirse fácilmente en una espina en mi costado. Pero no tendré que hacer nada para que se divorcie de Midori. Sin duda su madre insistirá cerca de su marido, antes de que éste se haga el harakiri, para que él lo ordene en su testamento. Sí, Midon estará divorciada dentro de pocos días. Y sería una buena esposa.»
Si no fuese ella, Fujiko-san, ¿qué me dices de Kikú-san? Fujiko se quedó boquiabierta.
¡Oh! Perdona, señor, pero, ¿vas a dejarla en libertad? — Podría hacerlo. ¿Y bien?
— Creo que Kikú-san sería una perfecta consorte no oficial, señor. Pero creo que Anjín-san tardaría años en apreciar la rara calidad de su canto, su baile y su inteligencia. Como esposa…, las damas del Mundo de los Sauces no suelen ser educadas como… como las otras, señor.
— Podría aprender. Fujiko vaciló largo rato.
— Lo ideal para Anjín-san sería Midori-san como esposa y Kikú-san como consorte.
—¿Podrían aprender a vivir con… con su especial manera de ser? — Midori-san es samurai, señor. Sería su deber. Tú se lo ordenarías.
Y también a Kikú-san.
— Toda Mariko-san habría sido la esposa perfecta para él, ¿neh?
— Una idea extroardinaria, señor — dijo Fujiko, sin pestañear—. Desde luego, ambos se respetaban mutuamente.
— Sí —respondió él secamente—. Bueno, gracias, Fujiko-san. Pensaré en lo que me has dicho. El estará en Anjiro dentro de unos diez días.
Gracias, señor. ¿ Puedo sugerir que el puerto de Ito y el balneario de Yokosé se incluyan en el feudo de Anjín-san?
¿Por qué?
Porque tal vez el puerto de Anjiro no sea lo bastante grande. Yokosé, porque un hatamoto debería tener un lugar en la montaña donde pudiera recibirte como corresponde a tu persona.
Toranaga la observaba fijamente. Fujiko parecía muy dócil y modesta, pero él sabía que era inflexible y que no cedería en nada, a menos que él lo ordenase.
— Concedido. Y pensaré en lo que has dicho sobre Midori-san y Kikú-san. — Gracias, señor — dijo humildemente, contenta de haber cumplido su deber para con su señor y de haber pagado su deuda con Mariko.
«¡Bendita sea su memoria! — pensó Fujiko—. Mariko, y nadie más, había salvado a Anjín-san, ni los dioses, ni el propio Anjín-san, ni siquiera Toranaga. Sólo Toda Mariko-noh-Akechi Jinsai le había salvado.»
—¿Quieres que me marche en seguida, señor?
— Quédate esta noche, y vete mañana. No por Yokohama. Y ahora, ten la bondad de enviarme a Kikú-san.
Fujiko saludó y se alejó.
Toranaga gruñó. «¡Lástima que esa mujer vaya a destruirse! Es casi demasiado valiosa para perderla, y demasiado lista. ¿Ito y Yokosé? Ito es comprensible. ¿Por qué Yokosé? ¿Y qué más bullía en su cabeza?»
Vio que Kikú se acercaba cruzando el patio quemado por el sol, calzados sus menudos pies con tabis blancos, casi bailando, dulce y elegante con sus sedas y su sombrilla carmesí, codiciada por todos los hombres. «¡ Ah, Kikú! —pensó—, no puedo permitir ese afán, lo siento. No puedo permitir tu presencia en esta vida, los siento. Deberías haberte quedado donde estabas, en el Mundo Flotante, como cortesana de Primera Clase. O, mejor aún, como gei-sha. ¡ Buena idea la de la vieja arpía! Entonces estarías a salvo, propiedad de muchos, adorada por muchos, causa principal de trágicos suicidios, y querellas violentas, y maravillosas hazañas, adulada y temida, con abundancia de dinero, que tratarías con desdén, una leyenda…, mientras durase tu hermosura. Pero, ¿ahora? No puedo conservarte, lo siento. Cualquier samurai a quien te diese como consorte, metería en su lecho un cuchillo de doble filo: una distracción total, y la envidia de todos los demás hombres. ¿Neh? Pocos se avendrían a casarse contigo, lo siento, pero ésta es la verdad, y hoy es día de verdades.
«Guárdala para ti durante el resto de tus días — le decía en secreto su corazón—. Ella lo merece. No te engañes como engañas a los otros. La verdad es que podrías conservarla fácilmente, tomando un poco de ella, dejándole mucho, igual que a tu favorita Tetsu-ko o a Kogo. ¿No es Kikú un halcón para ti? Valioso, sí, único, sí, pero sólo un halcón, al que alimentas en tu puño, al que lanzas contra una presa y atraes después con un señuelo, al que abandonas a su suerte después de un par de temporadas, y desaparece para siempre. No te engañes a ti mismo, esto es fatal. ¿Por qué no la conservas? Sólo es un halcón más, aunque muy especial, de altos vuelos, muy bello para observarlo, pero nada más, raro, sí, único, sí, y bueno para los juegos de almohada…»
—¿Por qué te ríes? ¿Por qué estás tan contento, señor?
— Porque da gusto verte, señora.
Blackthorne cargó todo su peso en uno de los tres cables sujetos a la quilla del buque naufragado.
—¡Hipparuuu! (¡Tirad!) — gritó.
Había un centenar de samurais, sin más ropa que el taparrabo, tiranda fuertemente de las cuerdas. Era por la tarde, la marea estaba baja, y Blackthorne confiaba en arrastrar el barco hasta la playa y salvar todo lo posible. Había adoptado su primer plan al descubrir, entusiasmado, que todos los cañones habían sido pescados el día después del holocausto y estaban casi tan bien como cuando salieron de la fundición, cerca de Chatman, en su natal condado de Kent. Y también habían sido recuperadas casi mil balas de cañón, metralla, cadenas y muchos objetos de metal. Muchos de ellos estaban torcidos y averiados, pero él tenía los elementos de un barco, más de los que había considerado posibles.
¡Maravilloso, Naga-san! ¡Maravilloso! — lo había felicitado, al enterarse de la importancia de lo recuperado.
Gracias, Anjín-san. Hemos hecho lo que hemos podido.
¡Magnífico! Ahora, ¡todo irá bien!
Sí, se había alegrado. Ahora La Dama podía ser una pizca más largo y una pizca más ancho, pero conservaría su aspecto ágil y sería capaz de vencer a cualquier otro barco.
«¡Ah, Rodrigues! — había pensado, sin rencor—. Me alegro de que estés lejos y a salvo este año, y de que el año próximo tenga que hundir a otro. Si Ferriera volviese a ser capitán general, lo consideraría un don del cielo, pero no cuento con ello y me alegro de que tú estés a salvo. Te debo la vida y eres un gran marino.»
—¡HipparuMuuuuu! — gritó de nuevo, y las cuerdas se tensaron chorreando agua, pero el buque naufragado no se movió.
—¡Hipparuuuuuuu!
De nuevo se dispusieron los samurais a arrancar su presa a la arena y al mar, y, entonando una canción, tiraron al unísono. El pecio se movió un poco, y ellos redoblaron su esfuerzo, entonces, aquél se desprendió y ellos rodaron por el suelo. Se levantaron, riendo y felicitándose, y tiraron de nuevo de las cuerdas. Pero la nave había encallado de nuevo.
Blackthorne les enseñó a tirar de las cuerdas hacia un lado y después hacia el otro, pero ahora la nave parecía haber quedado anclada.
— Tendré que boyarla y esperar a que la pleamar la ponga a flote — dijo en inglés.
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