— Perdona, señor, pero…
— Primero tienes que ser su consone.
—¿Primero, señor?
— Tal vez puedas ser su esposa. Fujiko-san me dijo que ella no volvería a casarse nunca, pero creo que él debería hacerlo. ¿Por qué no contigo? Si le gustas lo bastante, y creo que puedes gustarle…, ¿neh?Sí, creo que podrías ser su esposa.
-¡Oh, sí! ¡Oh, sí! ¡Oh, sí!
Ella lo abrazó y se disculpó por sus impulsivos modales, por interrumpirlo y no escucharle sumisamente, y se marchó, apartándose cuatro pasos del risco donde momentos antes había estado a punto de arrojarse.
«¡Ah, señoras! — pensó Toranaga, satisfecho —. Ahora, ella tiene todo lo que quiere, y también Gyoko, si el barco es construido a tiempo, y lo estará, y también los curas, y también…»
—¡Señor! — exclamó uno de los cazadores, señalando hacia unos arbustos próximos al camino.
Toranaga detuvo su caballo y preparó a Kogo, aflojando las correas que lo sujetaban a su puño.
—¡Ahora! — ordenó, en voz baja.
Soltaron al perro. La liebre salió de los matorrales, corrió en busca de refugio y, en el mismo instante, él soltó a Kogo. Este, con grandes y fuertes aletazos, voló en su persecución, como una flecha. Más adelante, a unos cien pasos sobre el ondulado campo, había unos espesos matorrales, a los que se dirigió la liebre a toda velocidad, buscando su salvación, mientras Kogo acortaba distancias, atajando en los ángulos y acercándose más y más, a pocos pies del suelo. Cuando estuvo sobre su presa, se dejó caer, y la liebre chilló, se detuvo y corrió hacia atrás, todavía perseguida por Kogo, que graznaba iracundo por haber fallado. La liebre giró de nuevo y emprendió su última carrera en busca de refugio, pero Kogo atacó de nuevo, clavándole las garras en el cuello y la cabeza. Un último chillido. Kogo soltó la presa, dio un salto en el aire, sacudió las erizadas plumas y volvió a posarse sobre el cuerpo palpitante y cálido, clavándole de nuevo sus mortíferas garras. Entonces, y sólo entonces, lanzó su grito de triunfo y miró a Toranaga.
Este se acercó al trote, desmontó y mostró el señuelo. El azor, obediente, soltó su presa y se posó en el guante, mientras el hombre escondía hábilmente el señuelo y recompensaba al ave con un pedazo de oreja de la liebre que el batidor había cortado para Kogo.
El batidor sonrió y levantó la liebre.
—¡Señor! Debe de pesar tres o cuatro veces más que el halcón. El mejor ejemplar que he visto desde hace semanas, ¿neh?
— Sí, envíala al campamento para Anjín-san.
Toranaga saltó de nuevo sobre la silla e hizo ademán a los otros para que siguiese la caza.
Sí, había sido una buena presa, pero sin la emoción de la caza por el halcón peregrino. El azor no era más que esto: un ave de cocinero, un asesino, hecho para matar cualquier cosa que se moviese.
«Como tú, Anjín-san, ¿neh?
«Sí, tú eres un azor de alas cortas. En cambio, Mariko era un peregrino.»
La recordaba con toda claridad y lamentaba sin querer, que hubiese sido necesario enviarla a Osaka y al Vacío.
«Pero no había más remedio — se dijo, con paciencia—. Había que liberar a los rehenes. No sólo a los de mi familia, sino a todos los demás. Ahora tengo otros cincuenta aliados en secreto. Tu valor y el valor y el sacrificio de dama Etsú los han atraído, con todos los Maedas, a mi bando, y, con ellos, a toda la costa occidental. Había que sacar a Ishido de su inexpugnable madriguera, dividir a los regentes y tener en un puño a Ochiba y a Kiyama. Tú hiciste todo esto y más: me diste tiempo. Y sólo el tiempo fabrica cepos y proporciona señuelos. Con un solo ataque en picado, como Tetsu-ko, matastes a todas tus presas, que eran las mías.
«Lástima que ya no existas. Pero tu lealtad merece una recompensa especial.»
Toranaga estaba ahora en la cresta, se detuvo y ordenó que le trajesen a Tetsu-ko. El halconero se llevó a Kogo, y Toranaga acarició por última vez al peregrino encapuchado, le quitó el capirote y lo lanzó al aire.
«La libertad de Tetsu-ko es el regalo que te hago, Mariko-san», dijo al espíritu de ésta, mientras el halcón trazaba círculos en el cielo, elevándose más y más.
— Sabia medida, señor — dijo el halconero. -¿Qué?
— Soltar a Tetsu-ko, liberarla. La última vez que lo echaste a volar, pensé que no volvería, pero no estaba seguro. ¡ Ah, señor! Eres el mejor halconero del Reino, el más grande, pues sabes cuándo hay que devolver un ave al cielo.
Toranaga emitió una risita burlona. El halconero palideció, no comprendiendo el motivo de aquélla, y se apresuró a devolver a Kogo y alejarse rápidamente.
El pueblo aparecía diáfano a la luz del Sol poniente, Anjín-san seguía en su mesa, los samurais hacían ejercicios, y surgía humo de las fogatas. Al otro lado de la bahía, a unos veinte ri, estaba Yedo. A cuarenta n al Sudoeste se hallaba Anjiro. A doscientos noventa ri al Oeste, Osaka, y al norte de ésta, apenas a treinta ri, Kioto.
«Allí es donde debería desarrollarse la batalla principal — pensó—. Cerca de la capital. Hacia el Norte, alrededor de Gifú, Ogaki o Hashima, sobre la Nakasendó, la Gran Carretera del Norte. Tal vez donde la carretera tuerce al Sur, hacia la capital, cerca del pequeño pueblo de Segikahara, en la montaña. Por uno de esos lugares. ¡Oh! Podría estar años a salvo detrás de mis montes, pero ésta es la ocasión que estaba esperando: la yugular de Ishido está sin protección.
«Mi principal ataque será a lo largo de la Carretera del Norte, no de la costera de Tokaido, aunque fingiré cambiar cincuenta veces. Mi hermano cabalgará a mi lado. Sí, creo que Zataki se convencerá de que Ishido lo ha traicionado en favor de Kiyama. Mi hermano no es tonto. Y yo cumpliré mi solemne juramento de llevarle a Ochiba. Creo que Kiyama cambiará de bando durante la batalla. Creo que lo hará, y, si lo hace, caerá sobre Onoshi, su odiado rival. Esta será la señal para el ataque con los cañones. Envolveré los flancos de sus ejércitos y triunfaré. ¡ Oh, sí! Triunfaré, porque Ochiba, prudentemente, nunca permitirá que el Heredero se alce contra mí. Sabe que, si lo hiciese y aun sintiéndolo mucho, me vería obligado a matarlo.»
Toranaga empezó a sonreír para sus adentros.
«En cuanto haya vencido, daré a Kiyama todas las tierras de Onoshi y lo invitaré a nombrar heredero suyo a Saruji. Tan pronto como yo sea presidente del nuevo Consejo de Regencia, transmitiremos la petición de Zataki a dama Ochiba, la cual se indignará tanto por esta impertinencia que, para aplacar a la primera dama del país y al Heredero, los regentes no tendrán más remedio que invitar a mi hermano a pasar al Más Allá. ¿Y quién ocupará su puesto de regente? Kasigi Omi. Kiyama será la presa de Omi… Sí, esto es lógico, y muy fácil, porque seguramente, en aquellos tiempos, Kiyama, señor de todos los cristianos, hará ostentación de su religión, que sigue siendo contraria a nuestra ley. Los Decretos de Expulsión del Taiko sigue en vigor, ¿neh? Y, sin duda, Omi y los demás dirán:»Voto por que se apliquen los Decretos.» Y cuando Kiyama se haya ido y no vuelva a haber ningún regente cristiano, apretaremos pacientemente las clavijas sobre el peligroso dogma extranjero, que es una amenaza para el País de los Dioses, que siempre ha amenazado nuestro wa… y que, por tanto, debe ser destruido. Los regentes animaremos a los paisanos de Anjín-san a apoderarse del comercio portugués. Lo antes posible, los regentes ordenaremos que todo el comercio y todos los extranjeros queden confinados en Nagasaki, en una pequeña parte de Nagasaki, sometidos a severa vigilancia. Y nuestro país quedará cerrado definitivamente… para ellos, para sus cañones y para sus venenos.
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