1994
Un hombre se ahoga mientras está nadando en la costa de Barcola, en Trieste. Una vez fuera del agua, acuden en su auxilio dos médicos que se hallaban allí por casualidad tomando el sol y bañándose, pero muere. En espera de ser evacuado, el cadáver queda tumbado en la orilla y cubierto por una toalla. Una fotografía, publicada por el Piccolo de Trieste y reproducida en el Corriere , muestra el cuerpo sin vida en medio de los bañistas que, pegados los unos a los otros, como ocurre en las abarrotadas playas de verano, no se inmutan lo más mínimo y continúan bañándose, bronceándose, hinchando la colchoneta, untándose sus fláccidas adiposidades, leyendo el periódico o tal vez hasta un libro que habla, con emoción y poesía, de la vida y la muerte.
El muerto, que debiera ser al menos durante cinco minutos protagonista de una tragedia, el centro de la atención y la consternación, no pasa de ser una ínfima comparsa marginal, irrelevante en esa imagen de verano; los cuerpos en torno a él quieren disfrutar del sol y el mar: y el suyo, que ya no puede disfrutar ni amar, queda apartado como un desecho. La toalla que le cubre da la impresión de ser no tanto un signo de respeto hacia él y el inviolable, universal misterio que ha tenido lugar y en el que ha entrado, cuanto una consideración hacia los bañistas, para que no les turbe lo intolerable e impúdico de la muerte. Sólo un niño mira con curiosidad aquella silueta en el suelo, acaso sin comprender bien lo que ha sucedido, como un perro que olfatea algo extraño.
Aquella instantánea de una cruel y absoluta indiferencia ante el acontecimiento fundamental y más escandaloso que se pueda imaginar, la muerte de un hombre, provocó como es obvio indignadas protestas, cartas y llamadas telefónicas al periódico triestino, comentarios amargos. Los bañistas, que se encontraban allí por casualidad, tienen poco que ver con esa epifanía de la miseria humana; igual que casi todos nosotros en muchos de los actos de nuestra vida, son casuales actores que obedecen a un guión estereotipado y a un director despiadado, se mueven automáticamente, como la dirección ha previsto que se moviesen en aquella mañana de verano en la playa. Se parecen casi todos (ya que casi todos somos no hombres, pero, como diría Sciascia, cuacuaracuá) a esas figuras que, cuando dan las horas, salen de la torre del reloj de algunos municipios medievales y desfilan en redondo, mientras abajo la gente, en la plaza, se para a mirarlas.
No sé lo que habría hecho si me hubiera encontrado allí en aquel momento, algo por lo demás nada inverosímil, ya que muchos días de verano voy a bañarme a esa playa. Ciertamente habría intentado socorrerlo mientras se ahogaba, pero es mucho más fácil ayudar a un vivo que tributar verdaderamente respeto a un muerto, porque ante la muerte (que, si se la mira fijamente a la cara, saca de quicio a nuestra vida bien educada y formal) nos comportamos casi siempre como azorados y reprimidos puritanos que no se atreven a echar cuentas con la gloria, la fragilidad y la vergüenza de la carne.
Me pregunto, mirando esa fotografía, qué habrían podido hacer aquellos bañistas: ¿levantarse, irse a casa, trasladarse unos cien metros más allá? No en vano los ritos existen para ayudarnos a comportarnos en situaciones en las que, como en este caso, casi todos, cada uno por separado, asistimos impotentes y estupefactos. No subestimo la insolencia de aquella promiscuidad, porque las formas encierran siempre una auténtica sustancia y no es lo mismo reírse a un metro que a quinientos metros de distancia de un hombre que se muere o está muerto. ¿Pero habría sido suficiente con apartarse, con irse de allí?
Desde luego, se podía, por ejemplo, rezar. Pero rezar en público es difícil: casi nadie, a menos que no haga profesión de devoto y sea conocido como tal, se atreve. También la oración, como la carne, provoca escándalo: no se tiene el valor de rezar, de la misma manera que no se tiene valor, en ciertas comidas, de no atiborrarse aunque no se tengan muchas ganas. Aun si no la escucha nadie, una oración puede expresar una exigencia de redención del dolor, exigencia que permanece viva aunque se considera que no hay o no habrá tal redención.
En una humanidad fraterna y libre, esa fotografía podría ser incluso una imagen buena, la imagen de una solidaridad entre los vivos y los muertos, de una capacidad de estar junto a los muertos sin sentir miedo o repulsión, acogiéndolos con caridad y simplicidad, integrando la muerte en el camino, como hace Eros, que no teme a la muerte porque sabe abrazarla y estrecharla contra sí, y enseña a amar y desear a quien se ama incluso más allá de la muerte.
Pero en aquella orilla nadie abrazaba al muerto, sino que se procuraba no verlo, y de este modo esa fotografía es el retrato veraz de la indiferencia de la vida y del triunfo de la muerte, del déficit del universo, de la oscuridad insensata que lo absorbe incluso en los días de verano – cuando se intenta olvidarla dejándose deslumbrar por la luz -, del azar accidental y fortuito que gobierna la existencia y asesta sus golpes sin significado ni piedad. Hay que seguir viviendo, se dice después de cada muerte: y Bernanos se preguntaba si no era eso precisamente lo horrible. A aquel hermano nuestro de debajo de la toalla, nosotros, más o menos presentes todos en esa fotografía, solamente podemos pedirle perdón.
1997
Delante de un bar de la costa triestina de Barcola, frente al mar, hay, durante un par de semanas z caballo del año, dos grandes ángeles hechos con estrechas tiras azul celeste, plateadas y doradas, que susurran como alas en el aire; las trompetas tendidas hacia adelante tendrían que anunciar, según las Escrituras, gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad, pero lo que se oye es vibrar a las cintas en el viento.
Tal vez exista esa gloria, pero desde luego no la paz y mucho menos para los hombres de buena voluntad, si acaso aún más atormentados por la mala voluntad de los otros. ¿Cómo se puede hablar de los oficios de Navidad, o del año que acaba y comienza sin sentir bochorno? Una definición muy del gusto de Strindberg, injuriosa pero apropiada, era: "falso como un orador oficial" y sirve para deplorar todo sermón, todo elaborado comentario y deseo, desde cualquiera que sea el pedestal, alto o bajo, desde el que se pronuncie; los pequeños autores de artículos de fondo no están más a resguardo de esas involuntarias y solemnes falsedades de lo que se hallan quienes hablan desde pulpitos y escaños augustos. ¿Es acaso posible hablar de la Navidad a esos niños sórdida y brutalmente esclavizados para fabricar, con unos costes de trabajo tan bajos que se les hace la boca agua a sus indecentes explotadores, juguetes navideños destinados obviamente a otros, como leímos en el Corriere el otro día? Tal vez la única forma decente de hablar de la Navidad sea, como en muchos otros casos, contar, porque el relato no tiene edificantes pretensiones de enseñar o tranquilizar, sino que sólo aspira a dar testimonio de la verdad de una experiencia o una epifanía del mundo, que no presume de excluir a otras, pero tampoco acepta ser negada o borrada por otras distintas y opuestas.
También la Navidad es en primer lugar una historia y de ella deriva su fuerza imborrable, que se transmite y continúa épicamente a lo largo del tiempo: la historia de María, de su orgullo y valentía al aceptar una maternidad escandalosa; de una cueva en la que se encuentra refugio a la intemperie de la vida; de un niño que nace para un destino grandioso hasta lo inconcebible y a la vez para una vida de juegos de infancia, vagabundeos por las callejas de Galilea y ratos alegres con los amigos; de un borriquillo y un buey, cuyo cálido aliento resulta necesario para el proyecto de la redención del mundo; de una noche de pastores y del trayecto de unos sabios orientados por una estrella que ha seguido siendo durante siglos el símbolo de la verdadera vida y que inducía a un poeta, no por cierto pío como Rimbaud, a llamar "Navidad en la tierra" a esos momentos en que la existencia parece liberada, iluminada por un significado en el que no es posible distinguir la verdad del gozo.
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