La ley no tiene que correr detrás de la evolución de la realidad para modificar los principios que la inspiran, como querría un malentendido sociologismo según el cual la ética y el derecho tendrían que adecuarse pasivamente a la evolución de la realidad, término vago que no dice nada concreto, porque no está claro lo que es esa realidad, a la que los individuos – que estarían por ende fuera de ella – tendrían en cualquier caso que conformarse. Los principios que inspiran la ética y el derecho – la igualdad de la dignidad de todos los hombres, la tutela de cada uno de ellos ante toda violencia – no tienen que modificarse al paso de los tiempos; si se difunde el hábito de las agresiones racistas, la moral no debe cesar de condenarlas ni el código civil de perseguirlas. Pero precisamente a causa de la fidelidad a los principios que la fundan, la ley tiene que adecuar sus normas para atajar las nuevas formas de violencia que puedan surgir, para afrontar los nuevos problemas que puedan crearse. Los embriones congelados y descongelados se convierten en individuos, cuyos derechos hereditarios hay que tutelar y así sucesivamente.
Pedir nuevas leyes ante nuevos problemas no significa abdicar de la moral y del compromiso personal, sino que significa dar realidad concreta a los imperativos y mandamientos de la moral. Ciertamente no hay que crear nuevas leyes superfluas cuando para resolver los problemas se puede recurrir a las ya existentes y a las potencialidades implícitas en ellas. Pero cuando un individuo puede ser perjudicado por otro, tal vez en formas y modos nuevos, no se puede dejar a la conciencia moral individual la decisión sobre ese perjuicio. Todo homicidio es también un hecho moral antes que un hecho jurídico, un pecado antes aun que un delito, pero la ley que lo persigue – y que desde luego no extingue ni absorbe o supera su dimensión moral, como enseña Crimen y castigo – no es arbitraria respecto a la conciencia. Las nuevas posibilidades técnicas de dar a luz un hijo son solamente técnicas, pero esos hijos tienen derecho luego a ser asistidos por parte de quien los ha generado y si éstos se niegan a ello, ocasionándoles un daño, la ley debe obligarles a la fuerza.
Toda ley, con sus formalidades y autoridad, se nos antoja fácilmente antipática; a don Quijote no le gustaba que unos hombres de honor se hicieran jueces de los pecados de otros hombres y hubiera preferido que la defensa de los débiles perseguidos corriera a cargo de su lanza de caballero, pero los débiles perseguidos seguramente no se sentirían suficientemente protegidos por su nobilísima y frágil lanza. Una buena parte de la literatura, incluso grande pero injusta, ha mirado con frialdad al derecho, considerándolo árido y prosaico respecto a la luz de la poesía y la moral. La ley sin embargo tiene una profunda y melancólica poesía; es el intento de hacer descender concretamente las exigencias de la conciencia a la realidad vivida – fatalmente un intento de compromiso, puesto que está obligado a echar cuentas con los límites de lo real, pero grande precisamente por esa ardua e ingrata confrontación con la dura prosa del mundo.
Si las "no escritas leyes de los dioses" se limitan a contraponerse abstractamente a la ley positiva, pueden revelarse extremamente peligrosas; si para Antígona se identifican con un valor que todos consideramos universal, un fanático puede por su parte considerar mandamiento divino la voz interior que le impulsa, en nombre de su moral o de su religión, a impedir estudiar a las mujeres o a dispararle a Rabin. En el plano político, una pura moralidad, incluso noble pero no mediada por la ley, puede convertirse en violencia justicialista, hasta acabar en el linchamiento. Quien roba, y poco importa que lo haya hecho para sí o para su partido, tiene que ir a la cárcel, pero debe pagar su deuda a la justicia en base a la tipificación jurídica de su delito, no al sentimiento o a la indignación moral.
La legitimidad moral calienta la sangre más que la fría legalidad, pero la democracia, ha escrito Norberto Bobbio, se basa en valores "fríos" como la legalidad. O mejor, se basa en la legitimidad sólo cuando ésta se ha traducido en legalidad, en leyes positivas más justas y capaces de tutelar a los hombres. Por consiguiente será no sólo inevitable sino también un bien promulgar todas las leyes que el curso de las cosas haga necesarias. No es una tarea divertida; puede parecer capcioso, pero requiere fantasía. Los antiguos, que lo habían comprendido ya casi todo, sabían que puede haber poesía en legislar; muchos mitos nos dicen que los poetas fundadores fueron también los primeros legisladores.
1996
En una escena de ¡ Feliz Navidad, mister Lawrence !, la espléndida película de Oshima, uno de los protagonistas, un oficial inglés prisionero de los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial, dice, con desesperada y terca energía, que no quiere acabar odiando a todos los japoneses. Dice estas palabras mientras lo golpean cruelmente sus carceleros, que se ensañan con él con repugnante brutalidad, obedeciendo a un antiguo código de ferocidad y violencia ritual. El prisionero torturado resiste a la más peligrosa de las tentaciones, la que induce a un hombre a identificar el mal cometido por algunos individuos con todo el pueblo al que éstos pertenecen, con su raza, con su civilización; quien cede a esta tentación cae a merced de un odio ciego y obtuso, que le ofusca cualquier facultad de juicio y cualquier capacidad de distinguir, cualquier libertad de la inteligencia y el sentimiento, cualquier posibilidad de dialogar con los hombres. Ese furor le hace tan reo de la bestialidad como sus abyectos perseguidores, que le instilaron, con sus vejaciones, el veneno del odio. Los violentos, sostenía Manzoni, son responsables no sólo del mal que infligen a sus víctimas, sino asimismo de la perversión a la que les inducen, arrastrándoles a su vez a cometer ellos también un mal.
El oficial, en la película de Oshima, resiste a esa tentación del odio indiscriminado en el momento más difícil, o sea en el mismo momento en el que está sufriendo una violencia; musita esas palabras bajo los golpes de sus torturadores. Oshima es un artista, no un predicador; con la sobriedad épica de los verdaderos narradores, que hacen hablar a los hechos sin tener necesidad de comentarlos con énfasis didáctica, deja que el espectador viva por sí solo la complejidad de ese proceso moral y psicológico, asistiendo a la película y dejándose implicar inconscientemente, igual que se asiste a la vida y se deja uno implicar, a menudo sin saberlo, en sus contradicciones.
El espectador se da cuenta de repente, no sin turbación, de la torva e indefensa oscuridad que anida en él, de lo expuesto que está también él a los salvajes y retrógrados impulsos de revancha incontrolada, a la excitación de la venganza. Asistiendo a las vejaciones infligidas por los soldados japoneses a los prisioneros ingleses, advierte que algo, en el fondo de sí mismo, se complace al pensar en la derrota japonesa, con sus hecatombes y tragedias, con sus ciudades destruidas, al final de la Segunda Guerra Mundial, de forma atroz. Cae en la cuenta de que también él, en potencia, puede dejarse apresar por una espiral de venganza y convertirse en un ciego instrumento de ella, cómplice y apologista de la barbarie más abyecta.
La película de Oshima posee una gran fuerza moral, puesto que ésta estriba en la capacidad de mirar, sin ilusiones edificantes ni idílicos sentimientos pastoriles, a la totalidad de la persona humana en todos sus entresijos, a las posibilidades de grandeza pero también de infamia latentes en todo individuo. Esta fuerza moral es indisoluble de la intensidad poética del estilo; si el imperturbable y lacónico narrador se convirtiese en un locuaz y sentencioso pedagogo, prodigando nobles admoniciones y comprometidas denuncias, su relato perdería esa cortante verdad que lo estampa en el ánimo del espectador y éste no accedería por sí mismo a la experiencia de una revelación que le afecta en lo más íntimo, sino que se sentiría como mucho exhortado y puesto en guardia, como un escolar por el director de la escuela.
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