Claudio Magris - Utopía Y Desencanto

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El escritor italiano Claudio Magris propone no rendirse frente al estado de cosas tal como están, sabiendo que, quizás, el mundo no cambie ni mejore. El libro reúne una selección de la obra ensayística del autor entre 1974 y 1998.
Utopía y desencanto: historias, esperanzas e ilusiones de la modernidad reúne casi 50 ensayos escritos por Claudio Magris, ganador del Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2004. Sus ensayos peregrinan por diferentes temas de la actualidad trazando un mapa del mundo contemporáneo en el que, según Magris, deben convivir los conceptos, aparentemente contradictorios, de utopía y desencanto.
“Utopía significa no rendirse a las cosas tal como son y luchar por las cosas tal como debieran ser: saber que al mundo, como dice un verso de Brecht, le hace buena falte que lo cambien y lo rediman”, dice Magris en el ensayo de las primeras páginas del libro.
Sin abandonar una mirada crítica sobre el mundo, Magris encuentra la fórmula para mantener la ilusión sin caer en la ingenuidad. Su concepto de utopía no expresa un ideal de mundo, sino más bien una dirección, una utopía de la voluntad. De una voluntad que se resiste a abandonar la lucha por, ahora sí, “un mundo mejor”.
Utopía y desencanto propone, siguiendo la íntima relación entre los dos conceptos, una travesía que se dedica a entrar y salir de los libros para visitar todo tipo de temas: los compromisos y traiciones en el seno de los clanes intelectuales, las trampas del discurso sobre la identidad, las disputas sobre el libre albedrío, el cambio de milenio o el sentido de la Navidad. Magris alterna el trabajo minucioso sobre las obras de Linneo, Goethe, Dostoievski, Nietzsche, Stevenson, Montale, Broch o Hesse con artículos referidos a hechos recogidos de la crónica cotidiana y otras reflexiones.
Uno de los motivos predilectos de este libro, y de la obra de Magris en general, consiste en señalar la relación entre la escritura y la existencia. La literatura no salva la vida, como se lee en el artículo escrito en ocasión de la muerte de Borges, pero es la mejor indicada para contaminarla de sentidos posibles.

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El Estado moderno, que nace autoritario, irá poco a poco evolucionando – por influjo también de otras tradiciones políticas, especialmente inglesas – hacia formas liberales y democráticas, que tendrán que afirmarse contra sus estructuras autoritarias y absolutistas, pero que no podrían existir sin la formación de la unidad estatal en perjuicio del anárquico particularismo feudal. Los países que llegan con retraso a esta unidad, como Alemania, sufren sus nefastas consecuencias y se convierten en más fáciles presas de las dictaduras.

Hoy la aversión por los guardias del Cardenal, tan inferiores en los duelos con los intrépidos mosqueteros, es todavía más fácil, porque asistimos a una descomposición y desvalorización del Estado, que no tiene nada que ver con la crítica del Estado social, con la que se confunde arbitrariamente. También ésta es con frecuencia ambigua, porque hace un batiburrillo de tres planos sustancialmente distintos. Una cosa es oponerse a las degeneraciones del Estado social, como las pensiones adjudicadas – por superficialidad o estafa – a falsos inválidos y demás parasitismos. Estas críticas, por sí mismas, no niegan al Estado social, de la misma forma que denunciar a un policía corrupto, brutal o ineficaz no supone negar la necesidad de la policía.

Y otra cosa distinta es medir, con la debida responsabilidad, los límites materiales más allá de los cuales, en la situación y el momento en que nos encontramos, no se puede ir en lo tocante a la asistencia a los ciudadanos, sin caer en una demagogia nefasta para todos. Este sentido del límite – y la disponibilidad para franquearlo cuando sea concretamente posible – tampoco es un rechazo del Estado social. Pero otra cosa bien distinta – y ésta sí que implica su programática negación – es afirmar que cada uno debe pensar sólo en sí mismo y que si alguien muere de hambre a mi lado no hay por qué plantearse cuánto es legítimo desembolsar para ayudarle, sino simplemente dejar que cada uno vaya por su camino y él hacia su muerte. Esta posición tiene orígenes muy antiguos, desde cuando Caín decía enojado: "¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?"

Pero ni siquiera la más ácida crítica al Estado social ha de confundirse con esa creciente denigración del Estado que contrapone por un lado los localismos tribales, auténtica caricatura e insulto al verdadero amor al lugar de nacimiento, y por otro y sobre todo los cuerpos sociales y los poderes económicos emancipados de la igualdad ante la ley. Todo esto hace que nuestra época se parezca al final de la edad antigua y del imperio romano; no por azar la negación del Estado va unida a la del derecho, al deseo de que éste sea cada vez más sustituido – en la reglamentación y el gobierno de las cosas – por la economía. Los mercados, que tan mal soportan unas fronteras por lo demás cada vez más superadas, tienden a reclamar su autonomía de las leyes y las ordenanzas generales; propenden a debilitar las constituciones formales en favor de su sustitución por las "materiales", o sea por el conjunto de los comportamientos, reacciones e intereses que articulan la vida social.

La retirada del Estado de la economía exige por el contrario una más sólida certeza de la ley. Paradójicamente, un Estado comunista podría tener menor necesidad del derecho, toda vez que, al gestionar por sí mismo toda la vida económica y social, no necesitaría leyes que regularan los conflictos de intereses, sino como mucho reglas organizativas, algo así como un reglamento escolar que prescribe el horario de las clases y el reparto de las aulas pero que no es todavía un código. No es casual que una de las debilidades del pensamiento marxista haya sido su subestimación del derecho, a menudo considerado como una mera sobrestructura o un formalismo conservador por naturaleza.

Cuanto más renuncie el Estado a ser un sujeto económico, tanto más debe garantizar, con la certeza de la ley y la fuerza para aplicarla, el ordenado desarrollo de actividades que, al ser cada vez más complejas, se convertirían en caso contrario en una anarquía incontrolable, fuente de conflictos y abusos sin fin. El simple contrato, el acuerdo entre las partes, no puede sustituir a la ley, que permite valorar su validez, impugnarlo si no es válido e imponer su cumplimiento si uno de los contrayentes no lo respeta. Para el caso de grandes acuerdos concretos se podría confiar en el automático reglamento de las costumbres no escritas y de los mecanismos de reacción y contrarreacción de la dinámica social; un pacto entre una gran industria y un sindicato grande cabe que esté ya suficientemente garantizado por las desastrosas consecuencias que, para ambas partes, acarrearía su incumplimiento. Pero en una red cada vez más compleja de relaciones directas e indirectas entre agentes de diversa índole y fuerza, se hace difícil pensar que un mecanismo autorregulativo sea suficiente para tutelar a todas las partes, algunas con mayor y otras con menor capacidad para defenderse, y para evitar repercusiones indeseables; por poner sólo algún ejemplo de lo más banal, pensemos en las relaciones entre las industrias y la contaminación o en el trabajo negro, que la "constitución material", o sea la situación del momento, a menudo favorece.

Hoy el Estado está puesto en entredicho por los anarco-capitalistas (a los que quizás por otra parte les falta luego tiempo para pedir una intervención ante una muchedumbre enfurecida, pero son reacios a pagar los impuestos necesarios para la sin embargo deseada potenciación de la policía).

El anti-Estado cuenta con múltiples tradiciones. En la Prusia de Federico II, escritores como Herder soñaban con la disolución del Estado-máquina federiquista en las comunidades rurales de las parroquias. Los anarquistas propiamente dichos siempre desearon el abatimiento del Estado y su sustitución por asociaciones humanitarias e igualitarias. Pero el actual anti-Estado de los ultras libelistas tiene rasgos distintos, porque ensalza la desigualdad y rechaza cualquier tipo de tutela del débil en la jungla o el Lejano Oeste de la vida, rechazando por ello al Estado y tratando de debilitar el control de la ley y el derecho.

Ciertamente, Estado y derecho se nos antojan prosaicos, melancólicos; las cosas esenciales de la vida – el amor, la amistad, la aventura, la muerte – suceden sin códigos y el vaquero es más fascinante que el burócrata, aunque la literatura austriaca nos haya dado inolvidables retratos de burócratas y de su profunda y ambigua poesía existencial. Pero si el Lejano Oeste es seductor, con ese héroe generoso que defiende a la muchacha inerme de los malvados pistoleros que quieren robarle el rancho, cabe preguntarse qué ocurriría si por ventura no llegase ese héroe providencial, que en la realidad por cierto no llega casi nunca. Y las películas del Oeste muestran la necesidad del shérif, con el que da comienzo la obra de la ley y el Estado, sin la que los débiles están expuestos a la violencia de los fuertes.

El liberalismo dice que la libertad de un individuo cesa allí donde empieza la de otro; los anarco-capitalistas, que no se preocupan por estos límites y tutelas, no pueden declararse más liberales de cuanto pueda hacer un estalinista. La reputación del Estado está desde luego echada a perder por los estatólatras, que hacen de él un valor absoluto y olvidan que está al servicio del individuo – de todos los ciudadanos – y no a la inversa y que nace para mayor garantía del individuo, cosa que no sucede en las dictaduras de Hitler o de Stalin. Pero las dictaduras son la negación del Estado, que con ellas cae en manos de grupos exentos de toda legitimación, en manos de aquellos poderes que los romanos llamaban globalmente latrones .

La diversidad de la vida, bien inestimable, no tiene por qué estar necesariamente humillada, sino que puede ser protegida por el Estado. Los grandes estados del mundo – desde el imperio romano al habsbúrgico – son ejemplos de una riquísima diversidad de naciones, culturas, paisajes humanos, usos y tradiciones. Esa variedad estuvo defendida por la lex romana, vigente tanto en la Galia como en África, por la efigie de Francisco José grabada en las monedas usadas en Galitzia o en la región de Salzburgo o por el paso cadencioso del gendarme imperial, que impedía a los señores feudales maltratar al campesino y a las nacionalidades más potentes oprimir a las más débiles.

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