Hay en la literatura mundial, escribió Paul Valéry, figuras y personajes de tal magnitud que escapan de algún modo al control de su creador, hasta el extremo de "poder convertirse, por mediación de él, en instrumentos del espíritu universal"; éstos, proseguía el poeta francés, "van más allá de lo que fueron en la obra de su autor […] consagrados para siempre a la expresión de algunos extremos de lo humano y lo inhumano […] y, por consiguiente, desvinculados de cualquier aventura particular". Valéry escribió estas palabras para justificar la audacia de haberse atrevido a retomar el personaje de Fausto, pero pensaba también en otras grandes figuras – Ulises, Antígona, Medea, Edipo, Electra, don Juan – susceptibles de nuevas encarnaciones cada vez y por lo tanto inmortales a través de las perennes metamorfosis capaces de representar en cada ocasión simbólicamente, en clave distinta, el sentido y el destino de la humanidad y de expresar, no en la vaga abstracción de la alegoría sino en la concreción histórica de unos avatares individuales, anhelos y significados universales. Personajes semejantes producen la ilusión de tener una existencia por sí mismos, como independiente de su creador, de modo que Miguel de Unamuno podía fingir encolerizarse con Cervantes, acusándole de no haber entendido la grandeza de don Quijote…
P aradojas aparte, no es casual – ni mucho menos un misterio inefable e irracional – que estas figuras no se hayan convertido sólo en creaciones individuales, sino que hayan fascinado a generaciones y generaciones en los tiempos y los países más diversos, interpretando las más profundas razones históricas y existenciales de la civilización, y que continúen presentándose en cada época enriquecidas por la atmósfera de los siglos, por los acentos de las muchas voces, grandes y pequeñas, que renovaron y transformaron su carácter. Esta poliédrica riqueza parece darles un margen de inacabamiento, de espacio dejado a la fantasía del lector para la invención, la continuación ideal o la identificación personal.
Antígona es una de las más grandes de estas grandísimas figuras – que, observa George Steiner, proceden todas del imaginario colectivo del mito griego, con la sola excepción de don Juan, el único de los personajes míticos universales creado por la civilización posclásica, cristiana, puesto que incluso Fausto, si bien se mira, es una reelaboración, genial y poliédrica, de Prometeo. Además don Juan parece ser el único personaje mítico, convertido en patrimonio colectivo y por ende disponible para la reelaboración por parte de otros muchos artistas y potencialmente de todo artista, que ha sido inventado por un creador individual concreto, Tirso de Molina. Los demás – por ejemplo Ulises o Jasón – parecen nacidos de los oscuros albores de una fantasía mitopoiética colectiva; los primeros poetas que les dieron una forma destinada a permanecer indestructible a lo largo de los siglos, como Homero en el caso de Ulises, no los inventaron, sino que los extrajeron de leyendas y tradiciones que ya para ellos – ya para Homero – pertenecían a una antigüedad confusa y remota.
Antígona, destinada a revivir en decenas, en centenares de obras a lo largo de los siglos sucesivos – en una proliferación que desde luego no ha terminado sino que continúa todavía hoy -, es más antigua que la homónima tragedia de Sófocles, obra maestra absoluta de la literatura universal con la que la fantasía y la conciencia de la humanidad no han cesado y no cesan de medirse. Al igual que las demás grandes obras poéticas, Antígona no pertenece sólo a la literatura; es una obra que afronta en sus raíces las pasiones, las contradicciones y desgarros de la existencia y es también por ende una obra filosófica y religiosa. Antígona es un texto de esa filosofía y esa religión que, para entender concretamente la vida, no pueden limitarse a la formulación teorética de la verdad, sino que hunden la verdad y su búsqueda en la ardiente realidad de la vida misma, allí donde los problemas y los interrogantes se entrelazan con los deseos, las esperanzas o los miedos y se convierten en destino, historia concreta y viva de un hombre, de su amar, padecer y morir.
La poesía se eleva a la altura del pensamiento y de la fe, que tienen necesidad de ella para penetrar en la vida de los hombres y abarcarla por completo, superando el aislamiento abstracto de la mera especulación intelectual y metafísica. En los grandes textos de los orígenes, como por ejemplo los de los presocráticos, no hay distinción entre poesía, ciencia, reflexión y religión, sino que un único discurso poético intenta captar la totalidad del mundo, decir qué es lo que es y cuál es su significado. La filosofía, para comprender la realidad y su sentido, necesita de los poetas; el pensamiento platónico necesita dialogar con la poesía homérica, el aristotélico con la tragedia y el hegeliano – y también el de Heidegger – con Antígona .
Gran parte de la filosofía y la literatura de los últimos doscientos años es, como documenta Steiner, una continua confrontación con Antígona, un intento de recrearla y de encontrar en ella las respuestas a las cuestiones radicales de la existencia y la historia. Sólo el Libro de Job va tan a fondo en el reflejo de la aflicción de existir. Para Hegel, «de todo lo que de exquisito hay en el mundo antiguo y moderno – y lo conozco casi todo […] – Antígona se me aparece como la obra de arte más excelente, la más satisfactoria» y su protagonista, la «divina Antígona», es «la más radiante figura humana que haya hecho jamás su aparición en la tierra», mientras que para De Quincey es «hija de Dios antes de que Dios fuera conocido» y Friedrich Hebbel la define como «la obra maestra entre las obras maestras, al lado de la cual no se puede colocar nada de lo antiguo ni de lo moderno». La lectura de Sófocles, y en particular de Antígona , constituye un nudo de la relación entre Hegel, Hölderlin y Schelling, relación de la que nace un momento fundante, de auténtico viraje, en la historia y el pensamiento de la civilización contemporánea, y Hegel parece poner a veces la figura de Antígona por encima de la de Sócrates e incluso de Jesucristo y habla, a propósito de Antígona, de un «momento de Getsemaní».
Goethe, que en su búsqueda de la conciliación parece a menudo eludir lo trágico – aunque defina como "tragedia" su Fausto, a pesar de la salvación final, por lo demás ambigua -, hace que Antígona resuene en su Ingenia, figura de purísima humanidad que obedece, como la heroína de Sófocles, a un "mandamiento más antiguo" que la bárbara ley positiva que requiere acciones inhumanas, y evoca un inquietante conflicto entre civilización "griega" y "barbarie", en el que el bien y el mal no se hallan unívocamente en ninguna de las dos partes. Para Kierkegaard, Antígona es la figura de la "culpa inocente" y de la radicalización trágica de las relaciones ético-familiares; para Hölderlin es la figura de ese enfrentamiento trágico que contempla la irrupción lancinante de lo divino – y de las violentas y numinosas revoluciones históricas – en el círculo de la vida del individuo, determinando un enfrentamiento entre éste y los dioses que es la esencia más profunda y desgarrada de lo trágico, porque provoca la destrucción salvaje del individuo puro y divinamente poseído, que tiene que alzarse contra Dios aunque sea – o mejor, precisamente porque es – su hijo más digno.
Durante dos siglos se han sucedido muchas Antígonas, desde la de Alfieri a la de Brecht, desde la de Anouilh a la de Smolé, desde la apelación de Romain Rolland a la "eterna Antígona" contra la guerra al texto de Heinrich Boíl que se sirve de esa tragedia griega para representar las relaciones existentes entre piedad, terror y mentira en la Alemania trastornada por el terrorismo y su represión. Toda reelaboración, comentario y reposición es una interpretación del nudo central de la tragedia, el conflicto entre la ley del estado – en este caso representada por el decreto de Creonte, que prohíbe dar sepultura al cadáver de Polinice, muerto mientras luchaba contra su ciudad y su patria – y las "leyes no escritas de los dioses", el mandamiento ético absoluto que le impone a Antígona la obligación de enterrar al hermano caído en la guerra fratricida, de observar la eterna ley del amor fraterno y universal y la pietas debida a los muertos, ley que ningún derecho positivo puede infringir sin perder con ello su legitimidad.
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