Jennifer Crusie - Mujeres Audaces

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Nell, Suze y Margie se casaron con los hermanos Dysart, con desigual fortuna. Deprimida tras su divorcio, Nell deambula por la vida hasta que Suze le consigue empleo en una pequeña y modesta agencia de detectives, con un jefe a primera vista fácil de manejar.
Gabe tampoco está satisfecho con su vida. Su agencia está perdiendo dinero con un caso de extorsión y su mujer lo ha dejado… otra vez. Lo único bueno es su nueva secretaria, que parece eficiente y dócil. Pero una cosa lleva a la otra, y pronto Nell y Gabe están felices. Hasta que de pronto alguien empieza a matar gente. Y poco después, comienza el amor…
Mujeres audaces es la divertida historia de tres amigas que se confiesan todo y que luchan cada día por vivir intensamente. Un bestseller audaz para lectoras dinámicas.

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– ¿Desde cuándo? -Gabe miró a su socio con irritación-. Si sabías que era corrupta…

– Oh, diablos, Gabe, se le notaba en los ojos. No que iba a robar dinero -agregó rápidamente cuando la arruga de irritación de Gabe se profundizó-. Que iba a engañar. Lynnie no era la clase de mujer que uno dejaría sola durante el fin de semana.

– O con un talonario de cheques, evidentemente -dijo Gabe.

– Bueno, de eso no me di cuenta -dijo Riley-, aunque le gustaba el lujo. Todos sus muebles eran alquilados, pero todo lo demás que tenía en el dúplex era de primera clase y de marca, incluyendo las sábanas… -Su voz fue perdiéndose cuando Gabe sacudió la cabeza.

– Tenemos tres reglas en Investigaciones McKenna -dijo, recitando las palabras de su padre-. No hablamos sobre los clientes. No violamos la ley. Y…

– No nos cogemos a nuestros empleados -terminó Riley-. Fue sólo una vez. Estábamos haciendo un trabajo de señuelo y la llevé a su casa, y ella me invitó a entrar y se me abalanzó. Tuve la nítida impresión de que lo hacía sólo para practicar.

– ¿Alguna vez se te ocurre no dormir con mujeres?

– No -dijo Riley.

– Bueno, trata de contenerte con la nueva secretaria. Ella ya tiene bastantes problemas. -Gabe pensó en el rostro tenso y fruncido de Nell-. Y ahora los comparte conmigo.

– Si estás tan descontento, despídela, pero no hagas regresar a mi madre de Florida.

– Por Dios, no -dijo Gabe, imaginándose a su tía detrás de la recepción otra vez. La quería, como era su obligación, pero esa obligación tenía sus límites. Había sido una secretaria detestable durante diez años, y una madre peor durante mucho más.

– Trae a Chloe de regreso. De todas maneras, ella está harta de vender té. Me preguntó si conocía a alguien que quisiera ocuparse de The Cup en su lugar.

– Grandioso. -Chloe y las estrellas-. Me casé con una idiota.

– No, no es cierto -dijo Riley-. Simplemente tiene el cableado diferente del de la mayoría de las personas. ¿Qué pasó?

– Me dejó -dijo Gabe, y decidió no mencionar que lo había hecho en favor de Eleanor Dysart. Riley se habría hecho un picnic con eso.

– Ahora veamos, eso es lo que detesto de las mujeres -dijo éste-. Se divorcian de ti, y entonces, diez años más tarde, de la nada, dejan de tener sexo contigo. ¿Tiene alguna razón?

– Los astros le dijeron que lo hiciera.

– Bueno, entonces, te acostaron -dijo Riley de buen humor-. O, en este caso, no.

– Gracias -dijo Gabe-. Vete.

La nueva secretaria golpeó a la puerta y entró.

– Ya arreglé lo de la limpieza -dijo.

– Gracias.

– Ahora, respecto de las tarjetas de presentación, hay una nota en el archivo de Lynnie que dice que es hora de volver a encargarlas. -Estaba frunciendo el entrecejo, como si fuera un problema importante.

Gabe se encogió de hombros.

– Vuelva a encargarlas.

– ¿Las mismas tarjetas?

– Sí, las mismas tarjetas.

– Porque, si bien son adorables, por supuesto, podrían ser mejores…

– Las mismas tarjetas, señora Dysart -dijo Gabe.

Ella parecía querer decir algo más; después levantó su puntiaguda barbilla, respiró profundo y dijo: «Bien», y salió, dando un respingo cuando la puerta de la oficina crujió a sus espaldas. Probablemente hacía años que crujía, pero Gabe no lo había notado hasta que Eleanor Dysart se presentó y empezó a dar respingos.

– Me parece que no le gustan nuestras tarjetas de presentación -dijo Riley.

– No me importa -dijo Gabe-. Tengo que ir a ver a su cuñado y después lidiar con Lynnie. Encima de todo no voy a ocuparme de unas tarjetas de presentación que están perfectamente bien. Y tú tienes el Almuerzo Caliente. Ve y compórtate como un detective así podemos sacar adelante algún trabajo.

– Tal vez Nell pueda hacerlo -dijo Riley-. Tú estabas entrenando a Lynnie. Nell…

– Ella se vería desde más de un kilómetro de distancia. La gente se detendría y trataría de alimentarla.

– Sólo porque a ti te gustan las mujeres con tapizado no quiere decir que eso sea igual para todos. Tienes que ampliar tus gustos. Que en tu caso significaría cualquiera además de Chloe. Sabes, te hizo un favor abandonándote…

– Y Dios sabe que estoy agradecido -dijo Gabe-. Ahora tengo que trabajar, y tú también. Vete.

– Bien -dijo Riley-. Resístete al cambio. Te alcanzará de todas maneras.

Cinco minutos después de que Riley se marchó, Eleanor Dysart golpeó a la puerta y entró, haciéndola crujir nuevamente, y Gabe cerró los ojos y pensó: Al diablo con sus huesos. Va a volverme loco.

– ¿Sí?

– Respecto de esas tarjetas…

– No. -Gabe se echó hacia atrás apartándose del escritorio-. No vamos a cambiar nuestras tarjetas de presentación. Las eligió mi padre. -Se puso el saco de su traje sobre los hombros. Ahora voy a salir. Estaré en Ogilvie y Dysart y no regresaré hasta después del almuerzo. -Giró alrededor de ella para llegar a la puerta, y agregó-: Limítese a atender el teléfono, señora Dysart. No cambie nada. No cause problemas.

– Sí, señor McKenna -dijo ella, y Gabe le devolvió la mirada para ver si estaba burlándose de él.

Ella estaba de pie en el umbral, mirando la tarjeta de presentación con una potente mezcla de desagrado y frustración en la cara. A él no le importó. Su tarjeta iba a mantenerse como era.

Ella levantó la mirada y lo sorprendió observándola.

– ¿Algo más? -preguntó con voz cortés y profesional.

Por lo menos era obediente. Eso era algo.

– Buen café -dijo Gabe y cerró la puerta de la calle después de salir.

Nell regresó a su escritorio y se sentó, sintiendo un intenso desagrado por Gabe McKenna. Lo observó a través de la gran puerta vidriada mientras él se ponía los anteojos de sol y se subía a un auto deportivo negro de modelo antiguo. Parecía el epítome del retro cool -un tipo de gran tamaño, traje elegante, anteojos oscuros, auto vistoso- cuando hizo avanzar el auto por la calle y se alejó.

Bueno, las apariencias engañan. Después de todo, había contratado a una secretaria que le había robado mil dólares y había dejado el lugar como si fuera un agujero del infierno. ¿Cuan inteligente podría ser? Y después la había desdeñado a ella misma con esos ojos oscuros como si no fuera más que… una secretaria. Bueno, al diablo contigo, señor McKenna. Frustrada más allá de toda medida, Nell recogió sus toallas de papel y su limpiador en aerosol y atacó la sala de recepción, agradecida por el hecho de que el apuesto socio más joven no era tan irritante como él. Hasta ahora el intelecto o la energía de Riley no la habían impresionado mucho, pero era robusto, rubio y de ojos azules, así que por lo menos era divertido mirarlo.

Una hora más tarde, el teléfono aún no había sonado, pero la sala estaba limpia, incluso el gran ventanal del frente que decía, con letras antiguas, gastadas y doradas, Investigaciones McKenna: Respuestas discretas a preguntas difíciles. Nell lo había frotado con entusiasmo hasta que se dio que cuenta de que estaba quitando parte de la pintura descascarada y se refrenó. Tampoco hubiera sido tan grave si la quitaba del todo; la inscripción debía de llevar cincuenta años allí, o por lo menos el mismo tiempo que esas feas tarjetas de presentación.

Cuando regresó al interior de la oficina, la ventana dejaba pasar la suficiente luz como para que las deficiencias del resto de la decoración fueran obvias. El escritorio de Nell era un desorden lleno de marcas, el sofá donde los clientes presumiblemente esperaban era una pesadilla de tapizado plástico color marrón que descansaba sobre unas frágiles patas, un mueble que parecía salido de un motel del Mediterráneo, y la alfombra oriental del piso estaba tan deshilachada que en ciertos sitios era transparente. Las bibliotecas y los archiveros de madera eran de buena calidad y probablemente habían estado en la oficina desde el principio, pero el gabinete del medio tenía encima la desafortunada estatuita negra de un pájaro, acechando como en un cuento de Poe. Dedicó un pensamiento desesperado a la oficina que había perdido en el divorcio -las paredes oro pálido y las fotografías enmarcadas en dorado, los escritorios de madera clara y los mullidos sillones grises- y después volvió a hundirse en la destartalada silla giratoria de madera -su silla en la agencia de seguros había sido ergonómica- y pensó: al menos son sólo seis semanas.

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