Jennifer Crusie - Mujeres Audaces

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Nell, Suze y Margie se casaron con los hermanos Dysart, con desigual fortuna. Deprimida tras su divorcio, Nell deambula por la vida hasta que Suze le consigue empleo en una pequeña y modesta agencia de detectives, con un jefe a primera vista fácil de manejar.
Gabe tampoco está satisfecho con su vida. Su agencia está perdiendo dinero con un caso de extorsión y su mujer lo ha dejado… otra vez. Lo único bueno es su nueva secretaria, que parece eficiente y dócil. Pero una cosa lleva a la otra, y pronto Nell y Gabe están felices. Hasta que de pronto alguien empieza a matar gente. Y poco después, comienza el amor…
Mujeres audaces es la divertida historia de tres amigas que se confiesan todo y que luchan cada día por vivir intensamente. Un bestseller audaz para lectoras dinámicas.

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– Siempre es un placer -dijo Gabe, lo que no era cierto. O & D casi nunca era un placer, pero siempre era rentable. Se puso de pie y agregó-: Avísenme si pasa algo.

– Por cierto -respondió Trevor, pero su rostro decía: De ninguna manera.

– Fue maravilloso volver a verlos a todos ustedes -dijo Gabe y se marchó, preguntándose qué demonios estaría sucediendo pero sin que le interesara demasiado.

Cuando estuvo de regreso en la agencia, Riley cerró la puerta de un golpe, arrojó un expediente sobre el escritorio de Nell, y dijo:

– No me gusta esa mujer.

– ¿Qué mujer? -Nell tomó la carpeta y se sentó en su escritorio para leer la etiqueta, tratando de recuperarse después del espejo-. El Almuerzo Caliente -leyó-. ¿Qué es esto?

– Uno de nuestros clientes habituales. -Riley se arrojó sobre el sofá y lo hizo crujir de angustia-. Tiene una esposa que consigue un nuevo amante un par de veces por año. Siempre se lo encuentra en el Hyatt los lunes y miércoles al mediodía, por eso la llamamos el Almuerzo Caliente.

Nell miró la carpeta, confundida.

– ¿Y hace cuánto de eso?

– Alrededor de cinco años. -Riley estiró las piernas y extendió las manos detrás de la cabeza, sin dejar de fruncir el entrecejo-. Y yo estoy harto.

– ¿ Usted está harto? -Nell abrió el expediente-. ¿Cómo se siente el cliente al respecto?

– Lo único que él quiere son los informes. -Riley cerró los ojos-. Es una farsa. Ella nos conoce a nosotros dos, así que no es precisamente una operación clandestina. Hoy me saludó con la mano camino al ascensor.

– Por lo menos tiene sentido del humor. -Nell miró el informe y se encogió de hombros-. Entonces usted hizo su trabajo. ¿Cuál es el problema?

– Me siento como un consejero matrimonial. -Riley se movió en el sofá, que volvió a crujir-. Mi suposición es la siguiente: nosotros le entregamos el informe al cliente, él se lo muestra a ella, se pelean, y entonces tienen una ardiente sesión de sexo posreconciliación durante un tiempo. Luego comienza a volverse aburrido, y él nos vuelve a llamar y dice: «Creo que mi esposa tiene un romance». ¿En serio, Sherlock? -suspiró-. Eso no es un matrimonio.

– ¿Usted está casado? -preguntó Nell, sorprendida.

– No -respondió Riley-. Pero sé lo que es un matrimonio.

– Y eso sería…

– Compromiso de por vida sin quejas -dijo Riley-. Que es la razón por la que no estoy casado. Yo soy más de la clase de tipos que viven el momento. ¿Puede tipearme ese informe?

– Claro -dijo Nell-. ¿Puede pasarme su agenda así cargo las citas en la computadora? -Cuando Riley asintió, ella dijo-: Muy bien, entonces, una cosa más. ¿Cuándo fue la última vez que usted tomó dinero de la caja chica?

Riley se encogió de hombros.

– Cuando dice ahí. El mes pasado, en algún momento. ¿Por qué?

Nell sacó la caja chica y le pasó los recibos.

Él los revisó, frunciendo el entrecejo.

– Éstos no son míos.

– Ya sé. Mi teoría es que Lynnie los firmó en su lugar.

Riley lanzó un silbido.

– ¿Cuánto sacó?

– Con los otros cheques, más de cinco mil dólares.

– Y Gabe dice que lo olvidemos y nos traguemos la pérdida. -Riley volvió a arrojar los recibos en la caja-. Sabe, en otros tiempos él la habría perseguido sólo por el ejercicio. Ahora él es práctico.

– ¿Qué sucedió que lo hizo cambiar?

– Su papá murió, nosotros heredamos la agencia, y él se volvió demasiado serio. Ya había empezado a bajar la velocidad debido a Chloe y Lu, y porque Patrick era el peor gerente del mundo, pero ésa fue la última gota.

Nell frunció el entrecejo, tratando de entender.

– ¿Chloe y Lu?

– La esposa y la hija. En una época él era un tipo especial. Era como Nick Charles.

– ¿Quién es Nick Charles?

– Ya nadie lee. -Riley señaló el pájaro negro sobre la biblioteca-. ¿Sabe lo que es eso?

– El cuervo de Poe -adivinó Nell-. «Nunca más».

– Y usted trabaja en una agencia de detectives. -Riley suspiró y se dirigió a su propia oficina-. Usted no sabe nada de literatura y Gabe ha abandonado la cacería. Lo único que puedo decir es que ojalá yo nunca llegue a ser así de viejo.

– No somos tan viejos -le dijo Nell a su espalda, pero él cerró la puerta de la oficina antes de que ella pudiera terminar la oración-. ¡Oiga! -dijo ella, pero como él no volvió a abrir la puerta, ella llamó a su oficina y le contó el caso Farnsworth, omitiendo la parte sobre robar el perro. Que se lo contara la clienta.

Después volvió a sentarse y procesó la nueva información. Entonces Gabe McKenna estaba casado con Chloe. Trató de imaginárselos juntos, pero era demasiado absurdo, como Satanás con una muñequita de juguete. Y tenían una hija. ¿Cómo podían mezclarse esos dos grupos de ADN? Ella y Tim habían sido perfectos el uno para el otro, habían hecho un hijo perfecto, y su matrimonio estaba terminado. McKenna y Chloe estaban en extremos opuestos del espectro humano y todavía seguían juntos. El matrimonio era un misterio, eso era todo.

Recogió las notas sobre el Almuerzo Caliente que Riley había escrito, sobre una mujer de nombre Gina Taggart que cometía adulterio sin ningún problema de manera regular. Eso era lo que andaba mal en el mundo. La gente hacía cosas que sabía que estaban mal porque sabía que podía salirse con la suya y otras personas no los detenían. El Almuerzo Caliente engañaba, y Lynnie robaba, y el tipo de New Albany atormentaba a una perra, y Tim la abandonaba y la dejaba con el aspecto de tener un millón de años de edad -su corazón se encogió ante el recuerdo del espejo- y nadie recibía ningún castigo. Salvo que no podía enfurecerse con Tim; él había actuado con honestidad, era culpa de ella que se viera como un demonio, no podía enfurecerse.

Allí sentada en las penumbras de la oficina, se dio cuenta de que quería enfurecerse, quería decir: «No, no puedes simplemente cambiar de idea después de veintidós años de matrimonio, tú, maldita comadreja con huesos de fideo». Pero eso no sería productivo, haría las cosas más difíciles para todos, no le haría ningún bien a nadie en ningún caso. Imaginemos si le hubiera gritado a Tim cuando él le dijo que se iba; el divorcio habría sido un infierno en vez de civilizado y justo. Imaginemos si hubiera gritado y arrojado cosas; jamás podrían haber mantenido la amable relación que tenían ahora. Imaginemos si hubiera gritado y arrojado cosas y lo hubiera agarrado de las…

¡Nell! -dijo Riley y ella giró en la silla para enfrentar la puerta de la oficina de él.

– Sí. ¿Qué? -Lo miró con el entrecejo fruncido-. No grite. ¿Por qué no me llamó por el intercomunicador?

– Lo hice. Me voy. Vuelvo a las cinco.

– Está bien -dijo Nell, y entonces frunció el entrecejo, transfiriéndole a él su frustración con Tim y Lynnie-. Explíqueme esto. Ustedes hacen investigaciones de antecedentes todo el tiempo. ¿Por qué no lo hicieron con Lynnie?

– Lo hicimos, o al menos lo hizo mi madre cuando la contrató. Tenía excelentes referencias. -Riley arrojó su agenda sobre el escritorio-. Ogilvie y Dysart, igual que usted. Se suponía que estaría aquí sólo un mes, hasta que mi madre regresara. Por eso las citas nunca se cargaron en la computadora. A mi madre no le gustan las computadoras.

– Eso explica muchas cosas -dijo Nell-. ¿Entonces su madre renunció?

– Decidió hacer un viaje de dos semanas a Florida a mediados de julio, contrató a Lynnie, y cuando llegó allí decidió quedarse. En ese momento tomamos a Lynnie en forma permanente. No había ninguna razón para no confiar en ella.

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