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Linda Howard: Sombras Del Crepúsculo

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Linda Howard Sombras Del Crepúsculo

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A pesar de provenir de uno de los linajes más prósperos de Alabama, la vida no ha sido generosa con Roanna Davenport. Huérfana a edad temprana y siempre arrinconada por su propia familia, sólo los caballos y su primo Webb, por el que siente un amor secreto, le sirven de apoyo en un entorno que no la quiere ni la acepta. Tras la extraña muerte de Jessie, la esposa de Webb, el rechazo se vuelve más evidente. Miradas suspicaces, sospechas infundadas y crueles acusaciones, junto con la repentina partida de su protector, la empujan a esconderse tras un manto de hielo, a desterrar para siempre a la sensible muchacha que una vez fue. Sin embargo, diez años más tarde, la sólida máscara tallada por los años y las tragedias caerá ante la visión de Webb, que vuelve otra vez a casa dispuesto a recobrar aquello que fue suyo y a protegerla de nuevo ante un asesino que ya sembró la desdicha en una ocasión y que sólo espera una nueva oportunidad para acabar su trabajo.

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Pero cumpliría su deber con Roanna, y trataría de modelarla con un barniz de civilización, para convertirla en alguien que hiciera honor al apellido Davenport.

Aún así, su esperanza, y el futuro, recaían en Jessie y Webb.

Capítulo 2

Lucinda se enjugó las lágrimas mientras sentada en el dormitorio de Janet doblaba y guardaba lentamente las ropas de su hija. Tanto Yvonne como Sandra se habían ofrecido en hacerlo por ella, pero había insistido en hacerlo sola. No quería que nadie viera sus lágrimas y su dolor; solo ella sabría qué cosas desearía conservar por los recuerdos, y cuales podían descartarse. Ya había llevado a cabo esta tarea en casa de David, guardando con cariño las camisas que aún conservaban un débil rastro de su colonia. También había llorado por su nuera; Karen había sido muy querida, una mujer joven, alegre y cariñosa que hizo muy feliz a David. Sus cosas habían sido guardadas en baúles en Davencourt para que Roanna las tuviese cuando fuera mayor.

Ya había pasado un mes desde el accidente. Las formalidades legales habían sido llevadas a cabo rápidamente, Jessie y Roanna quedaron instaladas en Davencourt con Lucinda como su tutora legal. Jessie, por supuesto, se acomodó de inmediato, eligiendo para ella el dormitorio más bonito y persuadiendo a Lucinda para que lo redecorara según sus especificaciones. Lucinda admitió que no le hizo falta mucha persuasión, ya que entendía la feroz necesidad de Jessie de recuperar el control de su vida e imponer de nuevo el orden a su alrededor. El dormitorio era sólo un símbolo. Había mimado a Jessie desvergonzadamente, haciéndole saber que aunque su madre había muerto, aún tenía una familia que la apoyaba y la quería, que la seguridad no se había esfumado de su mundo.

Roanna, sin embargo, no se había aclimatado en absoluto. Lucinda suspiró, llevándose una de las blusas de Janet a la mejilla, mientras reflexionaba sobre la hija de David. Sencillamente, no sabía como acercarse a la muchacha. Roanna se había mostrado indiferente a todos sus intentos de que eligiese un dormitorio y, finalmente Lucinda había claudicado y elegido por ella. Por equidad parecía necesario que Roanna tuviese un dormitorio al menos tan grande como el de Jessie, y lo era, pero a la niña se le veía perdida y abrumada en el. La primera noche durmió allí. La segunda noche, había dormido en uno de los otros dormitorios, arrastrando su manta tras ella y haciéndose un ovillo sobre el colchón. La tercera noche, de nuevo, había escapado a otro dormitorio vació, a otro colchón. Había dormido sobre una silla en el estudio, encima de la alfombra de la biblioteca, incluso se acurrucó sobre el suelo de uno de los baños. Estaba inquieta, un pequeño y desolado espíritu, que vagaba por la mansión, tratando de encontrar un sitio que hacer suyo. Lucinda juzgó que la chiquilla había dormido ya en todas y cada una de las habitaciones de la casa excepto en los dormitorios ocupados por otras personas.

Cuando Webb se levantaba cada mañana, lo primero que hacía era ir en busca de Roanna, siguiéndole la pista hasta el rincón o recoveco que hubiera elegido para pasar la noche, persuadiéndola de salir de su escondrijo. Era hosca y retraída, excepto con Webb, y no mostraba interés por nada excepto por los caballos. Frustrada y sin saber que más hacer, Lucinda le había dado acceso ilimitado a los caballos, por lo menos durante el verano. Loyal cuidaría de la chica, y, además, Roanna tenía buena mano con estos animales.

Lucinda dobló la última blusa, y la guardó. Solo quedaban los objetos de la mesilla de noche y dudó antes de abrir los cajones. Cuando hubiera acabado con eso, todo estaría finalizado; la casa de la ciudad se vaciaría, se cerraría y se vendería. Y todo rastro de Janet desaparecería.

Excepto por Jessie. Janet había dejado tras de si un precioso trocito de ella. Después de quedarse embarazada, la mayoría de sus risas se apagaron, y siempre había tristeza en sus ojos. Aunque nunca dijo quién había engendrado a Jessie, Lucinda sospechaba del mayor de los Leath, Dwight. El y Janet habían salido juntos, pero él tuvo una pelea con su padre y se alistó y de alguna forma terminó en Vietnam al comienzo de la guerra. Al cabo de dos semanas de haber pisado ese pequeño país, le habían matado. Durante los años pasados, Lucinda se había fijado muchas veces en la cara de Jessi, buscando cualquier parecido con los Leath pero sólo había visto la inmaculada belleza de los Davenport. Si Dwight había sido el amante de Janet, entonces ella había llorado su muerte hasta el día en que murió, ya que jamás había salido con nadie más desde el nacimiento de Jessie. Y no fue porque no hubiera tenido oportunidades; a pesar de la ilegitimidad de Jessie, Janet seguía siendo una Davenport, y había bastantes hombres que la hubiesen cortejado. La falta de interés radicaba sólo en Janet.

Lucinda habría querido algo mejor para su hija. Ella había conocido un profundo amor con Marshall Davenport y había deseado lo mismo para sus hijos. David lo había encontrado con Karen; Janet sólo había conocido pena y decepción. A Lucinda no le gustaba admitirlo, pero siempre había notado una cierta contención en su actitud hacía Jessie, como si estuviese avergonzada. Así era como Lucinda pensó que ella misma se iba a sentir pero no fue así. Deseó que Janet hubiese superado la pena, pero nunca lo hizo.

Bueno, postergar la desagradable tarea no la iba a hacer menos ingrata, pensó Lucinda, enderezando inconscientemente la espalda. Podía quedarse todo el día aquí sentada meditando sobre las complicaciones de la vida, o podía seguir adelante. Lucinda Tallant Davenport no era de las que se quedaban sentadas sin hacer nada; para bien o para mal, resolvía sus problemas.

Abrió el primer cajón de la mesita de noche, y de nuevo las lágrimas le inundaron los ojos al ver la pulcritud del contenido. Así era Janet, ordenada hasta la médula. Ahí estaba el libro que estaba leyendo, una pequeña linterna, una caja de pañuelos, una cajita de sus caramelos de menta favoritos, y un diario de piel con el lápiz aun sujeto entre las páginas. Curiosa, Lucinda se limpió las lágrimas y cogió el diario. No sabía que Janet tuviera uno.

Acaricio con la mano el diario, sabiendo a ciencia cierta el tipo de información que podrían contener las páginas. Sólo podían ser anotaciones privados sobre el día a día, pero cabía la posibilidad de que Janet divulgara en él el secreto que se había llevado a la tumba. A estas alturas, ¿de verdad importaría mucho quien pudiera ser el padre de Jessie?

La verdad es que no, pensó Lucinda. Querría a Jessie igual, sin importarle que sangre corriera por sus venas.

Aún así, después de tantos años preguntándoselo y sin saber, era imposible no ceder a la tentación. Abrió el diario por la primera página y empezó a leer.

Media hora después, secó sus ojos con un pañuelo y lentamente cerró el diario; a continuación lo puso encima de la ropa apilada en la última caja. No había mucho que leer: algunas páginas angustiosas, escritas hace catorce años, y después de eso poco mas. Janet había hecho algunas anotaciones, destacando el primer cumpleaños de Jessie, sus primeros pasos, el primer día de colegio, pero la mayor parte de las hojas estaban vacías. Daba la impresión de que Janet había dejado de vivir hacía catorce años y no hace tan solo un mes. Pobre Janet, haber esperado tanto y tener que conformarse con tan poco.

Lucinda acaricio con la mano la tapa de piel del diario. Bueno, ahora ya lo sabía, Y había tenido razón: no tenía ninguna importancia.

Cogió el rollo de embalar y rápidamente cerró la caja.

LIBRO SEGUNDO. Devastación.

Capítulo 3

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