Linda Howard
La Bahia Del Diamante
Diamond Bay
Midnight Rainbow 2
Aunque la caída del sol estaba próxima, el brillante sol dorado aún quemaba su carne, a lo largo de su pecho desnudo y sus largas piernas. Los rayos prolongados lanzaban destellos danzantes sobre las puntas de las olas, logrando que se quedara mirándolas fascinado. No, no era el agua brillante lo que lo mantenía tan fascinado, lo que ocurría era que no tenía nada mejor que hacer que clavar los ojos en eso. Había olvidado cómo sonaba la paz, como se sentía. Durante un largo mes, en una maravillosa soledad pudo relajarse y ser sólo un hombre. Pescaría cuando lo desease, o navegaría por las calientes e hipnóticas aguas del Golfo si se sentía inquieto. Las aguas lo cautivaban continuamente. Aquí eran de un azul medianoche; allí eran de un turquesa brillante; por allí había un verde que brillaba pálidamente. Tenía dinero para el combustible y la comida, y sólo había dos personas en el mundo que sabían donde se encontraba o cómo alcanzarlo. Cuando las vacaciones del mes terminaran, volvería al mundo gris que había escogido y se perdería en las sombras, pero ahora podía yacer al sol, y eso era todo lo que quería. Kell Sabin estaba cansado, cansado de la lucha interminable, del secreto y la manipulación, del peligro y la mentira de su trabajo.
Era un trabajo de suma importancia, pero durante este mes permitiría que otra persona lo realizara. Este mes era suyo; casi podía entender lo que tentó a Grant Sullivan, su viejo amigo y el mejor agente que alguna vez había tenido, para marcharse a las tranquilas y misteriosas montañas de Tennessee. Sabin había sido un agente sobresaliente por sí mismo, una leyenda en el Golden Triangle y, más tarde, en Oriente Medio y América del Sur, en todas las situaciones criticas del mundo. Ahora él era jefe del departamento, la figura oscura detrás de un grupo de agentes que seguían sus instrucciones y su entrenamiento. Poco se sabía sobre él; la seguridad que le rodeaba era casi absoluta. Sabin lo prefería así; era un solitario, un hombre oscuro que enfrentaba la dura realidad de la vida con cinismo y resignación. Conocía los inconvenientes y los peligros de la carrera que eligió, sabía que podía ser sucia y cruel, pero era realista y aceptó todo eso cuando escogió su trabajo.
Aunque algunas veces se acercaba demasiado y tenía que alejarse de todo eso, vivir durante un corto periodo de tiempo como una persona normal. Su válvula personal de escape era su yate personalizado. Sus vacaciones, como todo lo demás sobre él, eran secretos sumamente protegidos, pero los días y noches en el mar eran lo que conservaban su humanidad, las únicas ocasiones en las que podía relajarse y pensar, cuando podía yacer desnudo al sol y reconstruir su lazo con la humanidad, o mirar las estrellas por la noche y recobrar la perspectiva.
Una gaviota blanca ascendió en lo alto, dando un grito lastimero. Ociosamente él la miró, libre y grácil, enmarcada contra el tazón azul libre de nubes del cielo. La brisa marina pasó rozando levemente sobre su piel desnuda, y el placer trajo una sonrisa rara a sus ojos oscuros. Había una vena salvaje e indómita en él, que tenía que mantener bajo un estrecho control, pero aquí fuera, con la única compañía del sol y el viento, podía permitirse que esa parte de si mismo saliera a la superficie. Las restricciones de la ropa parecían casi un sacrilegio aquí fuera, y se resintió de tener que vestirse cada vez que salía a un puerto en busca de combustible, o cuando otro barco se paraba cerca para tener una charla, como era la costumbre de la gente.
El sol se había desplazado hacía abajo, sumergiendo su borde dorado en el agua, cuando oyó el sonido de otro motor. Volvió la cabeza para observar el yate, un poco más grande que el suyo, que cortaba las olas despacio. Esa era la única forma para moverse por allí: despacio. Mientras más caluroso era el clima, más lento el tiempo. Sabin mantuvo su mirada fija en el barco, admirando las líneas gráciles y el sonido suave, poderoso del motor. A él le gustaban los barcos, y le gustaba el mar. Su barco era una posesión apreciada, y un secreto estrechamente guardado. Nadie sabía que lo tenía; estaba registrado a nombre de un vendedor de seguros de Nueva Orleans que no sabía nada de Kell Sabin. Ni siquiera el nombre del barco, Wanda, significaba algo. Sabin no había conocido a nadie llamado Wanda; era simplemente el nombre que había escogido. Pero Wanda era completamente suya, con sus secretos y sorpresas. Alguien que realmente le conociera no habría esperado nada distinto, pero el único hombre que realmente conocía al hombre que se escondía tras la mascara era Grant Sullivan, y él no reveló ninguno de sus secretos.
A medida que el otro barco reducía y viraba en su dirección, el sonido del motor cambio. Sabin maldijo irritado, mirando alrededor en busca de los pantalones vaqueros desteñidos que solía tener en la cubierta para esas situaciones. Una voz flotó suavemente hasta él sobre el agua, y miró al otro barco nuevamente. Una mujer estaba de pie contra la barandilla, ondeando su brazo de acá para allá sobre su cabeza de manera que demostraba que no se trataba de una emergencia, de modo que él imagino que lo que buscaba era una conversación y que no tenía ningún problema. La luz del sol del atardecer arranco destellos a su cabello rojo, y por un momento Sabin clavó los ojos en ella, su atención atrapada por esa sombra inusual, encendida de rojo.
Frunció el ceño mientras se ponía los pantalones y cerraba la cremallera. El barco estaba todavía demasiado lejos para que él pudiera verla bien, pero ese pelo rojo que ella tenía exasperó alguna parte de su memoria, que trataba ahora de salir a la luz. Clavó los ojos en ella a medida que el otro barco se dirigía hacia él, sus ojos negros brillando intensamente. Había algo en ese cabello…
Repentinamente cada instinto de Sabin gritó una alarma y se tiró contra la cubierta, sin poner en duda el instinto que hizo que su columna vertebral se estremeciera; su vida había sido salvada muchas veces por él como para que vacilara. Desplegó sus dedos en la madera caliente de la cubierta, admitiendo que podía quedar como un tonto, pero prefería ser un tonto vivo que un gran sabio. El sonido del otro motor se redujo totalmente, como si hubiera desacelerado aún más, y Sabin tomó otra decisión. Silenciosamente sobre su estómago, con el perfume de cera en sus fosas nasales y arañándose la carne desnuda, repto hasta el compartimiento que usaba de almacén.
Nunca iba a ningún sitio sin nada para protegerse. El rifle que sacó del compartimiento de almacén era poderoso y preciso, aunque sabía que incluso en el mejor de los casos, solo sería un impedimento temporal. Si sus instintos estaban equivocados, después de todo no tendría que utilizarlo; Si sus instintos estaban en lo correcto, entonces ellos tendrían armas de fuego más poderosas que ese rifle, ya que habrían venido preparados para esto.
Maldiciendo bajo su respiración, Sabin comprobó que el rifle estaba en modo automático y se arrastró sobre su pecho hasta la barandilla. Serenamente escogió su refugio, dejó que el rifle se viera, y movió la cabeza sólo lo necesario como para ver el otro barco. Seguía acercándose a él, ya estaba a menos de noventa metros.
– ¡Está lo bastante cerca! -gritó, sin saber si su voz llegaría lo bastante clara sobre el ruido del motor. Pero eso carecía de importancia, mientras les dijeran a los demás que estaba gritando algo.
El barco redujo la velocidad, moviéndose apenas a través del agua ahora, a sesenta y ocho metros. Repentinamente pareció abarrotarse de personas, y ninguno de ellos se parecía a los pescadores normales del Golfo o a los que disfrutaban pasando sus horas de ocio en el mar, pues todos iban armados, al igual que la mujer pelirroja. Sabin los escudriñó rápidamente, su vista extraordinaria adquiriendo los detalles de sus formas y tamaños. Pudo identificar los tipos armados sin detenerse a pensar en ello, de tan familiarizado que estaba con ellos. Era la gente que había estado vigilando, y sus ojos volvieron rápidamente a uno de los hombres. Aun a esa distancia, y aunque estaba lejos de todos ellos, había algo familiar en ese hombre, al igual que en la mujer.
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