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Linda Howard: La Bahia Del Diamante

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Linda Howard La Bahia Del Diamante

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El calor era tan intenso que no se podía dormir. Cuando miraba las oscuras olas del océano, Rachel intuía que allí fuera había algo, aunque no lo viera. Entonces él apareció en la orilla, inconsciente. Apenas vivo. Llevaba dos balas en el cuerpo. Impulsada por su instinto, Rachel no llamó a la policía. Su sexto sentido le decía que ella era su única esperanza. Mientras él permanecía inconsciente, ella tenía que decidir el futuro de ambos. Pero alguien quería muerto a aquel hombre. ¿Estaría poniendo su propia vida en peligro por un extraño?

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Wanda se quemaba, haciendo que un humo negro ondulara hasta el cielo y brillara en los últimos momentos del día. La oscuridad ya se había extendido por la tierra firme y el mar, y él se aferró a ella porque era su único refugio posible. El otro barco estaba rodeando a Wanda, sus focos reflejándose sobre la ruina ardiente y el océano circundante. Él podía sentir como el agua vibraba por el poder de los motores. A menos que encontrasen su cuerpo – o lo que ellos pensaran que podría quedar de él- irían en su busca. Tendrían que hacerlo. No les quedaría otra alternativa. Su prioridad continuaba siendo la misma: tenía que poner toda la distancia que pudiera entre ellos y él.

Torpemente giró hasta quedar de espaldas y empezó a nadar de espalda con brazadas desiguales, sin detenerse hasta estar a bastante distancia de la luz procedente del barco en llamas. Sus oportunidades no eran demasiado buenas; había por lo menos dos millas hasta la costa, probablemente se acercaran más a las tres. Estaba débil por la perdida de sangre, y apenas podía mover el brazo y pierna izquierdos. A eso debía añadirse el hecho de que los depredadores marinos estarían siendo atraídos por sus heridas y llegarían a él mucho antes de que llegase a estar cerca de la costa. Soltó una corta risa, cínica, y una ola le golpeó en la cara ahogándolo. Estaba atrapado entre los tiburones humanos y los tiburones del mar, y maldita fuera si realmente había alguna diferencia entre lo que le sucedería si cualquiera de ellos le atrapaba, pero ambos trabajarían para lograrlo. No tenía intenciones de ponérselo fácil. Respiró profundamente y flotó mientras luchaba para quitarse los pantalones cortos, pero sus esfuerzos serpenteantes le hicieron hundirse, y tuvo que abrirse nuevamente paso hasta la superficie. Sujetó la prenda entre los dientes mientras pensaba en el mejor modo de usarla. Los pantalones vaqueros estaban viejos, delgados, casi harapientos; debería poder desgarrarlos. El problema era como mantenerse a flote mientras se los quitaba. Tendría que usar el brazo y pierna izquierdos, o nunca podría lograrlo.

No tenía otra opción; tenía que hacer lo que fuera necesario, a pesar del dolor.

Creyó que podía desmayarse nuevamente cuando comenzó a luchar contra el agua, pero si bien el momento pasó, el dolor no disminuyó. Torvamente usó los dientes en el borde de los pantalones cortos, tratando de desgarrar la tela. Alejó el dolor de su mente mientras sus dientes rasgaban los hilos, y rápidamente rompió la prenda hasta la pretina, dónde la tela reforzada y la costura doble detuvo su progreso. Empezó a desgarrar otra vez, hasta que tuvo cuatro tiras sueltas de tela hasta la pretina. Entonces empezó a morder a lo largo de la pretina. La primera tira se soltó, y la oprimió en su puño mientras liberaba la segunda tira.

Comenzó a rodar hasta su espalda y se mantuvo a flote, gimiendo a medida que su pierna herida se relajaba. Rápidamente unió con un nudo las dos tiras hasta obtener una lo bastante larga para enrollarla alrededor de su pierna. Después ató el torniquete improvisado alrededor de su muslo, asegurándose de que la tela cubría las heridas de entrada y salida de la bala. Lo apretó tanto como pudo sin cortarse la circulación, pero tenía que presionar las heridas si quería que dejaran de sangrar.

Su hombro iba a ser más difícil. Mordió y tiró hasta que desgarró las otras dos tiras de la pretina, entonces las ató juntas. ¿Cómo podía ponerse ese vendaje improvisado? Aún no sabía si había una herida en su espalda, o si la bala aún se hallaba en su hombro. Lenta, torpemente, movió su mano derecha y tocó su espalda, pero sus dedos arrugados por el agua sólo podían encontrar piel lisa, lo cual significaba la bala estaba todavía en su hombro. La herida estaba en la parte superior de su hombro, y vendarla era casi imposible con los materiales que tenía.

Incluso atadas juntas, las dos tiras no bastaban. Empezó a morder otra vez, rasgó dos tiras más, después las ató a las otras dos. Lo mejor que podría hacer era lanzar la tira sobre su espalda, pasarla bajo su axila y atarla fuertemente sobre su hombro. Después dobló el resto de las tiras creando un trozo suave y lo puso bajo el lazo, situándolo sobre la herida. A lo sumo era un vendaje torpe, sólo su cabeza sobresalía del agua, y una mortífera inconsciencia se extendía por sus extremidades. Torvamente, Sabin rechazó a la fuerza ambas sensaciones, clavando fijamente los ojos en las estrellas en un esfuerzo por orientarse. No iba a rendirse. Podía flotar, y lograría nadar durante cortos periodos de tiempo. Podría llevar algún tiempo, pero a menos que un tiburón le atrapase, estaba lo malditamente bien como para llegar a la costa. Se puso boca arriba y descansó durante unos pocos minutos antes de que empezase el lento y atormentador proceso, de nadar hasta la playa.

Era una calida noche, incluso para ser mediados de julio y estar en la parte central de Florida. Rachel Jones mecánicamente había ajustado sus hábitos para el clima, tomándoselo con calma, ya fuera haciendo sus labores por la mañana temprano o postergándolas hasta el atardecer. Se había levantado al salir el sol, segado las malas hiervas que crecían en su pequeño huerto, alimentado a los gansos, lavado su coche. Cuando la temperatura aumentaba, entraba en la casa y ponía una lavadora, luego dedicaba unas pocas horas a investigar y preparar el curso de periodismo que se había comprometido a impartir en la escuela de enseñanza nocturna de Gainesville cuando comenzaba la caída de la noche. Con el ventilador del techo ronroneando tranquilamente sobre su cabeza, su pelo oscuro recogido sobre su cabeza, y llevando solo un top y unos viejos pantalones cortos, Rachel estaba a gusto a pesar del calor. Había un vaso de té helado junto a su codo, y bebía mientras leía.

Los gansos cacareaban pacíficamente mientras iban de una parte a otra de la hierba, reunidos en manada por Ebenezer Duck, el viejo líder irritable. Antes había habido un alboroto cuando Ebenezer y Joe, el perro, pelearon por quien tenía el derecho al trozo de pasto fresco y verde bajo el arbusto de la adelfa. Rachel fue a la puerta de tela metálica y gritó a sus mascotas que se estuvieran quietas, y ese fue el acontecimiento más excitante del día. Así eran la mayoría de sus días durante el verano. Las cosas mejoraban durante el otoño, cuando la época turística comenzaba y sus dos tiendas de objetos de recuerdo en Treasure Island y Tarpon Springs empezaban a tener clientes. Con el curso de periodismo sus días estaban aún más ocupados de lo normal, pero los veranos eran el momento de relajarse. Trabajaba intermitentemente en su tercer libro, sin sentir una gran preocupación por terminarlo, pues la fecha limite de entrega era en Navidad e iba muy adelantada en su trabajo. La vitalidad de Rachel era engañosa, porque ella conseguía lograr mucho, sin parecer que se diera prisa.

Se sentía en casa allí, había echado profundas raíces en ese terreno arenoso. La casa en la que vivía había pertenecido a sus abuelos, y la tierra había estado en manos de su familia durante cien años. La casa había sido remodelada en los años cincuenta y no guardaba mucho parecido con la estructura original. Cuando Rachel se había instalado había renovado el interior, pero el lugar todavía le daba un sentido de permanencia. Ella conocía la casa y la tierra que la rodeaba tanto como su rostro al mirarse en un espejo. Probablemente mejor, porque Rachel no era dada a clavar los ojos en sí misma. Conocía el bosque de pinos que había delante y el pastizal que se hallaba a su espalda, cada colina, cada árbol y cada arbusto. Un camino serpenteante iba a través de los pinos y llegaba hasta la playa donde se encontraban las aguas del Golfo. No había construcciones en la playa, en parte por la escabrosidad inusual de la orilla, en parte porque los dueños de las tierras eran gente que no quería ver como se construían bloques de apartamentos y hoteles en frente de sus casas. Ése era antes un condado ganadero; un gigantesco rancho, propiedad de John Rafferty, rodeaba la propiedad de Rachel, y Rafferty era tan reacio como ella a vender cualquier parte de sus tierras para la construcción.

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