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Linda Howard: Sombras Del Crepúsculo

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Linda Howard Sombras Del Crepúsculo

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A pesar de provenir de uno de los linajes más prósperos de Alabama, la vida no ha sido generosa con Roanna Davenport. Huérfana a edad temprana y siempre arrinconada por su propia familia, sólo los caballos y su primo Webb, por el que siente un amor secreto, le sirven de apoyo en un entorno que no la quiere ni la acepta. Tras la extraña muerte de Jessie, la esposa de Webb, el rechazo se vuelve más evidente. Miradas suspicaces, sospechas infundadas y crueles acusaciones, junto con la repentina partida de su protector, la empujan a esconderse tras un manto de hielo, a desterrar para siempre a la sensible muchacha que una vez fue. Sin embargo, diez años más tarde, la sólida máscara tallada por los años y las tragedias caerá ante la visión de Webb, que vuelve otra vez a casa dispuesto a recobrar aquello que fue suyo y a protegerla de nuevo ante un asesino que ya sembró la desdicha en una ocasión y que sólo espera una nueva oportunidad para acabar su trabajo.

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Davencourt iba a ser de él, Davencourt y todas sus vastas propiedades. Webb levantó la vista hacía la inmensa mansión blanca, asentada como una corona en medio del exuberante terciopelo verde del césped. Profundas y amplias galerías rodeaban totalmente la casa, en ambos pisos, las verjas decoradas con un forjado de hierro. Seis enormes columnas blancas enmarcaban el pórtico delantero, donde el porche se ensanchaba para formar la entrada. La casa tenía un aire de elegancia y confort, transmitida por la fresca sombra prometida por las galerías y por la ventilada amplitud indicada por la enorme extensión de ventanas. Dobles puertaventanas francesas adornaban cada dormitorio del piso superior, y una ventana de estilo Palladio se curvaba majestuosamente sobre la entrada principal.

Davencourt tenía una antigüedad de ciento veinte años, construido en la década de antes de la guerra civil. Esa era la razón de la existencia en la parte izquierda de una escalera curva, para proporcionar una discreta forma de acceso a la casa a los jóvenes embriagados, cuando antaño los solteros de la familia dormían en un ala separada. En Davencourt, ese ala había sido la izquierda. Varias reformas efectuadas durante el pasado siglo habían acabado con los dormitorios separados, pero la entrada exterior al segundo piso había permanecido. Últimamente, una o dos veces, Webb mismo había utilizado la escalera.

Y todo eso iba a ser suyo.

No sentía culpable por haber sido el elegido para heredar. Aun con catorce años, Webb era consciente del empuje y la fuerza de la ambición que llevaba en su interior. Deseaba la presión y el poder de todo lo que conllevaba Davencourt. Sería como montar al más salvaje de los sementales pero domándolo con la fuerza de su voluntad.

No era como si Jessie y Roanna hubiesen sido desheredadas, ni mucho menos. Ambas seguirían siendo mujeres ricas por derecho propio cuando cumplieran la mayoría de edad. Pero la mayoría de las acciones, la mayoría del poder -y toda la responsabilidad- serían suyas. Más que sentirse intimidado por los años de duro trabajo que le quedaban por delante, Webb sentía una feroz alegría ante la perspectiva. No sólo poseería Davencourt, sino que Jessie venía con el paquete. Tía Lucinda, lo había insinuado más o menos, pero no había sido hasta hacía un momento cuando se había dado cuenta de lo que significaba.

Quería que se casase con Jessie.

Casi estalló en exultantes carcajadas. Oh, conocía bien a su Jessie, y Tía Lucinda también. Cuando se supiera que iba a heredar Davencourt, Jessie decidiría al instante que ella, y ninguna otra, se casaría con él. No le importaba; sabía como manejarla, y no se hacia ilusiones con respecto a ella. Gran parte del mal carácter de Jessie radicaba en el gran peso que llevaba sobre sus hombros, la carga de su ilegitimidad. Se resentía profundamente de la certeza de legitimidad de Roanna y era odiosa con ella a causa de ello. Eso, no obstante, cambiaría, cuando se casaran. El se encargaría de ello, porque ahora Jessie había encontrado en él la horma de su zapato.

Lucinda Davenport ignoró la cháchara que se desarrollaba a sus espaldas mientras permanecía de pie ante la ventana y observaba a los tres jóvenes en el columpio. Ellos le pertenecían; su sangre corría por todos. Eran el futuro, la esperanza de Davencourt, lo único que quedaba.

Cuando le informaron del accidente, durante unas aciagas horas, la pena había sido tan enorme que se había sentido aplastada por ella, incapaz de funcionar, de sentir. Aun se sentía como si le hubieran arrancado una parte de ella, dejando tan solo en su lugar una profunda herida sangrante. Sus nombres resonaban en su corazón de madre. David. Janet. Los recuerdos asaeteaban su mente, viéndolos como bebes pegados a su pecho, como niños fuertes y activos, como difíciles adolescentes y como maravillosos adultos. Tenía sesenta y tres años y había perdido a muchos seres queridos, pero este último golpe fue casi mortal. Una madre nunca debería sobrevivir a sus hijos.

Pero en el momento más oscuro, Webb había estado allí, ofreciéndole su silencioso consuelo. Sólo tenía catorce años, pero ya se estaba forjando el hombre en el cuerpo del niño. Le recordaba muchísimo a su hermano, el primer Webb; poseía el mismo núcleo de acero, una energía casi temeraria, y una madurez interior que lo hacia parecer mucho más mayor de su edad. Su pena no le había acobardado sino que la compartió con ella, haciéndole saber que a pesar de su enorme pérdida, no estaba sola. Fue en esa hora más oscura cuando atisbó un rayo de esperanza, sabiendo lo que debía hacer. Cuando lo abordó por primera vez para que estudiara la idea de hacerse cargo de las empresas Davenport, de poseer finalmente Davencourt, no se había sentido intimidado por ello. En cambio sus verdes ojos habían brillado ante la perspectiva, ante el desafío.

Había hecho una buena elección. Algunos de los otros pondrían el grito en el cielo; Gloria y su grupo se pondrían fuera de si al haber sido Webb el elegido por encima de cualquiera de los Ames, cuando después de todo, ambas ramas tenían el mismo grado de parentesco con Lucinda. Jessie sí que tendría una buena razón para estar enfadada, ya que ella era una Davenport y familia directa, pero aunque quería mucho a la muchacha, Lucinda sabía que, con ella, Davencourt no estaría en buenas manos. Webb era la mejor elección, y además cuidaría de Jessie.

Veía como el asiento del columpio se balanceaba en silencio y supo que Webb había ganado esa batalla. El chico ya tenía los instintos de un hombre, y además de un hombre dominante. Jessie estaba enfurruñada, pero él no cedió. Siguió consolando a Roanna, quien como era habitual en ella se las había arreglado para causar algún tipo de problema.

Roanna. Lucinda suspiró. No se veía capaz de asumir el cuidado de una pequeña de siete años, pero la niña era la hija de David, y simplemente no podía consentir que se fuese a ninguna otra parte. Aunque lo había intentado, por equidad, no podía querer a Roanna tanto como quería a Jessie, o a Webb, quien ni siguiera era su nieto, sino su sobrino-nieto.

A pesar de su fiero apoyo a su hija cuando Janet se quedó embarazada sin la ventaja de un marido, Lucinda, a lo más, había esperado tolerar al bebé cuando llegara. Tenía miedo de que le desagradara, por la vergüenza que representaba. Sin embargo había mirado la diminuta cara de flor de su nieta y se había enamorado. Oh, Jessie era un fogoso manojo de travesuras, pero el amor de Lucinda nunca flaqueo. Jessie necesitaba amor, mucho amor, absorbiendo hasta la última gota de afecto y elogios que le llegaba. No es que sufriera carencia de ninguno de ellos; desde su nacimiento, había sido abrazada y besada y mimada, pero por alguna razón nunca era suficiente. Los niños notaban desde muy temprana edad cuando algo en su vida estaba fuera de lugar, y Jessie era especialmente brillante; tenía unos dos años cuando empezó a preguntar por qué ella no tenía un papá.

Y luego estaba Roanna. Lucinda volvió a suspirar. Fue tan difícil amar a Roanna como fácil amar a Jessie. Las dos primas eran totalmente opuestas. Roanna nunca había estado quieta el tiempo suficiente para poderla abrazar. La aupabas para darle un abrazo, y se retorcía para que la soltases. Tampoco era bonita de la forma en que lo era Jessie. La extraña mezcla de facciones no encajaba en su pequeña cara. Su nariz era demasiado grande, su boca muy ancha, sus ojos estrechos y rasgados. Su pelo, con su carencia del matiz caoba de los Davenport, siempre estaba despeinado. No importaba lo que le pusieran para vestir, a los cinco minutos la prenda estaría manchada y desgarrada. Por supuesto, era la preferida de la familia de su madre, pero definitivamente era una mala hierba en el jardín de Davenport. Lucinda la había escudriñado atentamente, pero no veía en la chica nada de David, y ahora cualquier parecido habría sido doblemente atesorado si existiera.

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