Linda Howard - Sombras Del Crepúsculo

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Sombras Del Crepúsculo: краткое содержание, описание и аннотация

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A pesar de provenir de uno de los linajes más prósperos de Alabama, la vida no ha sido generosa con Roanna Davenport. Huérfana a edad temprana y siempre arrinconada por su propia familia, sólo los caballos y su primo Webb, por el que siente un amor secreto, le sirven de apoyo en un entorno que no la quiere ni la acepta. Tras la extraña muerte de Jessie, la esposa de Webb, el rechazo se vuelve más evidente. Miradas suspicaces, sospechas infundadas y crueles acusaciones, junto con la repentina partida de su protector, la empujan a esconderse tras un manto de hielo, a desterrar para siempre a la sensible muchacha que una vez fue. Sin embargo, diez años más tarde, la sólida máscara tallada por los años y las tragedias caerá ante la visión de Webb, que vuelve otra vez a casa dispuesto a recobrar aquello que fue suyo y a protegerla de nuevo ante un asesino que ya sembró la desdicha en una ocasión y que sólo espera una nueva oportunidad para acabar su trabajo.

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Pero no había salido así, en absoluto. Sus mejillas ardían de humillación mientras dirigía el caballo a través de un riachuelo, teniendo cuidado de que el agua no salpicase sus brillantes botas. Por un lado, era a ella a quien la dejaba normalmente agotada. Webb podía estar haciéndolo durante horas, con ojos fríos y observadores sin importar lo mucho que ella jadeara y levantara las caderas y lo trabajara, como si supiese que ella consideraba eso como una competición y que le condenaran si la iba a dejar ganar. No tardó mucho en aprender que él podía aguantar más, y que sería ella la que quedaría allí, agotada y tirada sobre las sábanas retorcidas, con sus partes intimas palpitando dolorosamente por el duro uso. Y no importaba lo ardiente que fuera el sexo, no importaba si lo chupaba o acariciaba o le hacía cualquier otra cosa, una vez que habían acabado, Webb abandonaba la cama, y volvía a sus asuntos, y a ella sólo le restaba poner buena cara. ¡Bueno, maldita fuera, si lo hacía!

Su mejor arma, el sexo, había resultado inefectiva contra él, y quería gritar por la injusticia de ello. La trataba como si fuese una niña desobediente y no como una adulta; su mujer. Era más atento con esa mocosa, Roanna, que con ella. Por Dios, estaba harta de que la dejara abandonada sola en casa mientras que él recorría todo el país. Decía que eran negocios, pero estaba segura que la mitad de sus “urgentes” viajes surgían en el último momento sólo para evitar que ella se divirtiera. Precisamente el mes pasado tuvo que volar a Chicago justo la mañana antes que fueran a marcharse de vacaciones a las Bahamas. Y después, la semana pasada, fue ese viaje a Nueva York.

Se marchó durante tres días. Le había pedido que la llevase con él, muriéndose de ganas, pensando en las tiendas y teatros y restaurantes, pero le contestó que no tendría tiempo para ella y se fue dejándola allí. Así de simple. El bastardo arrogante; seguramente estaría follándose alguna tonta y pequeña secretaria y no quería a su mujer alrededor para que le estropease los planes.

Pero ella se vengó. Una sonrisa apareció en su cara mientras tiraba de las riendas del caballo y reconocía al hombre que ya estaba tumbado sobre la manta debajo del gran árbol, casi escondido en el pequeño y solitario claro. Era la venganza más deliciosa que podía imaginar, resultando aun más dulce por su propia e incontrolable respuesta. A veces la asustaba desearlo tan salvajemente. Él era un animal, totalmente inmoral, tan rudo en sus modales como Webb, pero sin la fría y cortante inteligencia.

Recordó la primera vez que lo vio. Había sido muy poco después del funeral de Mamá, después que se hubiese mudado a Davencourt y engatusado a la Abuela para que la dejase redecorar el dormitorio que había elegido. Ella y la Abuela estaban en la ciudad eligiendo telas, pero la Abuela se había encontrado en la tienda con una de sus amigas y Jessie enseguida se había aburrido. Ya había elegido la tela que le gustaba, así que no había ninguna razón para permanecer allí, escuchando a dos viejas cotillear. Le había dicho a la Abuela que iba al restaurante de al lado a comprar una Coca Cola y huyó.

Y lo había hecho; había aprendido pronto que podía conseguir mucho más, si hacía lo que realmente quería hacer después de haber hecho lo que había dicho que iba a hacer. De esa manera no podía ser acusada de mentir . Y la gente sabía lo impulsivos que eran los adolescentes. Así que, con la Coca helada en la mano, Jessie se había encaminado hacia el quiosco de periódicos donde se vendían las revistas guarras.

En realidad no era un quiosco, sino una pequeña y lúgubre tienda que vendía revistas de pasatiempos, algo de maquillaje y artículos de aseo, algunos artículos “higiénicos” como condones, así como periódicos, bolsas de papel, y una gran variedad de revistas. “Newsweeks” y “Good Housekeeping” estaban visiblemente expuestas en la parte delantera con todas demás revistas aceptables, pero las que estaban prohibidas las mantenían en un estante en el fondo detrás del mostrador, donde los niños supuestamente no deberían entrar. Pero el viejo encargado, McElroy, tenía artritis, y se pasaba la mayor parte del tiempo sentado en una silla detrás de la caja. En realidad no podía ver quién estaba en el área de atrás si no se levantaba, y no lo hacía casi nunca.

Jessie le lanzó al viejo McElroy una dulce sonrisa y caminó hacía la sección de cosméticos, donde tranquilamente inspeccionó unos cuantos pintalabios y escogió un brillo rosa transparente; si la pillaban esa seria su excusa para estar en esa zona. Cuando un cliente acaparaba su atención, ella se escabullía fuera de su vista y se deslizaba a la parte de atrás.

Mujeres desnudas retozaban en varias portadas, pero Jessie sólo les dispensaba una breve y desdeñosa mirada. Si querías ver a una mujer desnuda, lo único que tenías que hacer era quitarse la ropa. Lo que le gustaba eran las revistas donde podía ver hombres desnudos. La mayoría de las veces sus pollas eran pequeñas y flácidas, lo que no le interesaba para nada, pero a veces había una foto de un hombre con una bonita, larga, gruesa y empalmada polla. Los nudistas decían que no había nada sexy en corretear por ahí desnudo, pero Jessie pensaba que mentían. De lo contrario, ¿por qué esos hombres se ponían duros como el semental de la Abuela cuando estaba a punto de montar a una yegua? Siempre que podía, se escondía en los establos para mirar, aunque todos se sentirían horrorizados, sencillamente horrorizados si se enteraban.

Jessie sonrió con satisfacción. No lo sabían, y nunca lo harán. Era demasiado lista para ellos. Era dos personas distintas, y ni siguiera lo sospechaban. Estaba la Jessie pública, la princesa de los Davenports, la chica mas popular del colegio que embrujaba a todos con su alegría y que rechazaba experimentar con alcohol y cigarrillos, tal como hacían otros chicos. Y luego estaba la verdadera Jessie, la que mantenía oculta, la que se escondía las revistas porno debajo de la ropa y sonreía amablemente al señor McElroy cuando salía de la tienda. La verdadera Jessie robaba dinero del monedero de su abuela, no porque hubiese algo que no pudiera tener con solo pedirlo, sino porque le gustaba la emoción.

La verdadera Jessie adoraba atormentar a esa pequeña mocosa, Roanna, le encantaba pellizcarla cuando nadie la veía, le gustaba hacerla llorar. Roanna era un blanco seguro, porque en realidad a nadie le gustaba y siempre creerían antes a Jessie que a ella si iba con el cuento. Últimamente, Jessie había empezado a odiar de verdad a la mocosa, era más que una simple antipatía. Webb siempre la estaba defendiendo, por cualquier cosa, y eso la enfurecía. ¿Cómo se atrevía a ponerse de parte de Roanna en vez de de parte de ella?

Una sonrisita secreta curvo su boca. Ya le enseñaría quién era el jefe. Últimamente había descubierto una nueva arma, ya que su cuerpo había madurado y cambiado. Se había sentido fascinada por el sexo durante años, pero ahora físicamente empezaba a igualarse a su madurez mental. Lo único que tenía que hacer era arquear la espalda y respirar profundamente, empujando sus pechos hacia fuera, y Webb los miraba tan fijamente que le costaba muchísimo aguantarse la risa. También la besaba, y cuando frotaba su delantera contra la de él, empezaba a respirar con fuerza, y su vara se ponía muy dura. Pensó en dejarle hacerlo con ella, pero una innata astucia la había detenido. Ella y Webb vivían en la misma casa; corría demasiado riesgo de que los demás lo descubrieran, y eso podría cambiar la opinión que tenían de ella.

Acababa de coger una de las revistas porno cuando un hombre habló detrás de ella, con voz baja y ronca. -¿Qué hace una bonita chavalita como tú aquí atrás?

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