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Melissa P.: Los cien golpes

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Melissa P. Los cien golpes

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A los dieciséis años se tienen pocas cosas: un cuerpo que provoca perplejidades, un espejo, un diario. Y muchas ganas de experimentar con la nostalgia de lo nunca probado: el amor. Los cien golpes es el relato estremecedor de una iniciación erótica en las profundidades de la sexofóbica Sicilia. Con precisión de entomólogo, Melissa P. describe sus encuentros sexuales, que empiezan con la acostumbrada decepción frente al gatillo mediterráneo y terminan en orgías con desconocidos experiencias lésbicas y relaciones peligrosas.

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Llegó en su coche amarillo, demasiado abrigado, con una enorme bufanda que le cubría la mitad del rostro y sólo dejaba las gafas al aire.

– Es para que no me reconozcan, ya sabes cómo es… mi novia. Iremos por calles poco concurridas, tardaremos un poco más pero al menos no correremos ningún riesgo -dijo, una vez que subí.

La lluvia golpeaba con fuerza contra los cristales del coche, como si quisiera romperlos. El sitio al que nos dirigíamos era su casa de verano, en las pendientes del Etna, fuera de la ciudad. Las ramas secas y oscuras de los árboles rasgaban unas pequeñas hendiduras en el cielo nublado; las bandadas de pájaros volaban con dificultad a través de la lluvia densa, ansiosos por llegar a un lugar más cálido. Y también yo habría querido emprender el vuelo para llegar a un lugar más cálido. No tenía ninguna ansiedad: fue como salir de casa para ir a un nuevo trabajo, nada emocionante, al contrario. Un trabajo obligado y fatigoso.

– Abre el salpicadero, debería haber algunos CD.

Cogí un par, elegí uno de Carlos Santana.

Hablamos del colegio, de la universidad y luego de nosotros.

– No quiero que me juzgues mal -dije.

– ¿Bromeas? Sería como juzgarme mal a mí mismo… en definitiva, estamos haciendo lo mismo, del mismo modo. Es más, quizá sea más deshonroso para mí, que estoy comprometido. Pero mira, ella…

– No lo hace -lo interrumpí con una sonrisa.

– Exacto -dijo él, con la misma sonrisa.

Entró por una callejuela en mal estado y se detuvo delante de un portón verde. Bajó del coche y lo abrió. Cuando subió de nuevo al coche advertí que el rostro del Che Guevara estampado en su camiseta estaba completamente empapado.

– ¡Joder! -exclamó-. Todavía es otoño y el tiempo ya da asco -luego se volvió y preguntó-: Pero tú ¿no estás un poco emocionada?

Cerré los labios, torcí el gesto y sacudí la cabeza; después de un rato, dije:

– No, para nada.

Para llegar hasta la puerta me cubrí la cabeza con el bolso y, corriendo bajo aquella lluvia nos reímos mucho, como dos imbéciles.

La casa estaba a oscuras. Luego, cuando entré, sentí un frío gélido. Me movía a duras penas en la oscuridad; él evidentemente estaba habituado, conocía todos los rincones y por eso caminaba con una cierta desenvoltura. Permanecí quieta en un sitio donde parecía que había más luz y vi un sofá sobre el que dejé mi bolso.

Roberto llegó por detrás, me rodeó y me besó con toda la lengua. Su beso me dio un poco de asco, no se parecía en nada al de Daniele. Me empapaba con su saliva, dejándola fluir un poco por los labios. Lo aparté cortésmente, sin darle a entender nada, y me sequé con la palma de la mano. Me cogió esa misma mano y me condujo al dormitorio, siempre en la misma oscuridad y en el mismo frío.

– ¿No puedes encender la luz? -pregunté, mientras me besaba el cuello.

– No, lo confieso.

Me dejó sobre la gran cama, se arrodilló delante de mi y me quitó los zapatos. No estaba excitada ni impasible. Me parecía que aceptaba todo aquello sólo porque a él le daba placer.

Me desnudó como si fuera un maniquí en un escaparate, como un dependiente rápido e indiferente que desviste al muñeco sin volver a vestirlo.

Cuando vio mis medias preguntó, asombrado:

– Pero ¿usas medias autoadherentes?

– Sí, siempre -respondí.

– ¡Menuda furcia! -exclamó.

Su comentario fuera de lugar me dio vergüenza, pero aún más me impresionó su cambio de chico educado a hombre rudo y vulgar. Tenía los ojos encendidos y famélicos, las manos hurgaban debajo de mi camiseta, debajo de la braguita.

– ¿Quieres que me deje puestas las medias? -pregunté, para secundar su deseo.

– Desde luego, déjatelas, así eres más puerca.

Otra vez se me encendieron las mejillas, pero luego sentí que mi hogar se calentaba poco a poco y la realidad se alejaba gradualmente. La Pasión tomaba la delantera.

Bajé de la cama y sentí el suelo increíblemente frío y liso bajo los pies. Esperaba que él me cogiera e hiciera conmigo lo que le viniera en gana.

– Chúpamela, zorra -susurró.

La vergüenza no me lo impidió; la eché fuera de mí en seguida e hice lo que me pedía. Cuando su miembro se volvió duro y grande, me cogió por las axilas y me llevó en volandas hacia la cama.

Como una muñeca inerme, me colocó encima de él y dirigió su larga asta hacia mi sexo, tan poco abierto y tan poco húmedo.

– Quiero hacerte sentir dolor. Venga, aúlla, hazme ceer que te estoy haciendo daño.

En efecto, me hizo daño, las paredes de la vagina me escocían y la dilatación se produjo con desgana.

Gritaba mientras la habitación vacía daba vueltas a mi alrededor. La vergüenza había desaparecido y en su lugar sólo quedaba el deseo de hacerlo mío.

«Si grito -pensé-, estará contento, me lo ha pedido. Haré todo lo que me diga.»Gritaba y sentía dolor, ningún filamento de placer me atravesaba. Él, en cambio, estalló, su voz se transformó y sus palabras se volvieron obscenas y vulgares.

Las lanzó contra mí y me entraban con tal violencia que incluso superaban la penetración de su sexo.

Luego, todo volvió a ser como antes. Cogió las gafas que había dejado en la mesilla, tiró el preservativo cogiéndolo con un pañuelo, se vistió con calma y me acarició la cabeza. En el coche hablamos de Bin Laden y de Bush, como si nada hubiera sucedido…

25 de octubre

Roberto me llama a menudo, dice que oírme lo llena de alegría y le da ganas de hacer el amor. Esto último lo dice en voz baja, no quiere que lo oigan y, además, se avergüenza un poco de admitirlo. Le digo que a mí me pasa lo mismo y que a menudo, mientras me toco, pienso en él. No es verdad, diario. Lo digo sólo para adularlo; él, engreído, siempre dice: «Ya sé que soy bueno en la cama. Las mujeres se vuelven locas.»Es un ángel presuntuoso, es irresistible. Su imagen me persigue durante el día, pero cuando pienso en él aparece como el chico educado y no como el amante apasionado. Y cuando se transforma me provoca una sonrisa, pienso que sabe mantener el equilibrio y ser personas distintas en momentos distintos. Al contrario de mí, que soy siempre la misma, siempre igual. Mi pasión está por todas partes, como mi malicia.

1 de diciembre

Le dije que pasado mañana será mi cumpleaños y exclamó:

– Bien, entonces lo festejaremos de la manera apropiada.

Sonreí y le dije:

– Roby, ayer ya lo festejamos bastante bien. ¿No estás satisfecho?

– Eh, no… dije que el día de tu cumpleaños será especial. Conoces a Pino, ¿verdad?

– Sí, desde luego -respondí.

– ¿Te gusta?

Temerosa de responder algo que lo hiciera alejarse, vacilé un poco, luego decidí decir la verdad:

– Sí, mucho.

– Muy bien. Entonces vengo a recogerte pasado mañana.

– Está bien… -colgué.

Me picaba la curiosidad por esta extraña iniciativa suya. Confio en él.

3 de diciembre

4,30 de la mañana

Mi decimosexto cumpleaños. Quiero detenerme ahora y no seguir adelante. A los dieciséis años soy dueña de mis actos, pero también víctima del azar y la imprudencia.

Cuando salí a la puerta de casa advertí que, en el coche amarillo, Roberto no estaba solo. Vi el cigarro oscuro confundiéndose con las sombras y en seguida lo entendí todo.

– Podrías quedarte al menos por el día de tu cumpleaños -me había dicho mi madre antes de salir y no le había hecho caso, cerrando la puerta de entrada sin responderle.

El ángel presuntuoso me miró sonriente y yo subí fingiendo no haberme percatado de que Pino estaba detrás.

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