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Melissa P.: Los cien golpes

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Melissa P. Los cien golpes

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A los dieciséis años se tienen pocas cosas: un cuerpo que provoca perplejidades, un espejo, un diario. Y muchas ganas de experimentar con la nostalgia de lo nunca probado: el amor. Los cien golpes es el relato estremecedor de una iniciación erótica en las profundidades de la sexofóbica Sicilia. Con precisión de entomólogo, Melissa P. describe sus encuentros sexuales, que empiezan con la acostumbrada decepción frente al gatillo mediterráneo y terminan en orgías con desconocidos experiencias lésbicas y relaciones peligrosas.

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16,35

En la tarima montada para la asamblea, no presté atención a los precintos desbordados ni a los McDonald's incendiados, aunque había sido elegida para redactar el acta del encuentro. Estaba en el centro del largo escritorio, con los invitados de las facciones enfrentadas a cada lado. El chico del rostro angelical se había sentado junto a mí, con un boli en la boca, que roía sin decoro. Y mientras el derechista convencido se enfrentaba al izquierdista encarnizado, mis ojos estaban absortos en el boli azul encajado entre sus dientes.

– Apunta mi nombre entre los oradores -dijo, con el rostro vuelto sobre su hoja de apuntes.

– ¿Cuál es tu nombre? -pregunté con discreción.

– Roberto -dijo, esta vez mirándome, sorprendido de que no lo supiera.

Se levantó para hablar; su discurso era vigoroso y exaltante. Lo observaba mientras se movía con ademán desenvuelto manteniendo en la mano el micrófono y el boli; la platea, en vilo, le reía sus ocurrencias irónicas que golpeaban en el momento justo. Es estudiante de derecho, pensaba, es lógico que tenga ciertas habilidades oratorias. Me di cuenta de que, de vez en cuando, se volvía para mirarme y, con cierta malicia pero con absoluta normalidad, me abrí la camisa descubriendo el cuello hasta el nacimiento de los senos blancos. Quizá se percató de mi gesto porque empezó a volverse más a menudo e, incómodo y curioso a la vez, me lanzaba miradas significativas. Al menos así me pareció. Terminado el discurso, se sentó y volvió a meterse el boli en la boca sin hacer caso de los aplausos que le dedicaban. Luego se volvió hacia mí, que estaba redactando las actas, y dijo: -No recuerdo tu nombre. Tenía ganas de jugar: -Aún no te lo he dicho -respondí. Levantó ligeramente la cabeza y dijo: -¡Claro!

Volvió a sus apuntes, mientras yo me sonreía un poco, contenta de que estuviera esperando que le dijera mi nombre.

– ¿Y no quieres decirlo? -preguntó, escrutándome atentamente el rostro.

Sonreí cándidamente:

– Melissa -dije.

– Mmm… tienes nombre de abeja. ¿Te gusta la miel?

– Demasiado dulce -respondí-, prefiero los sabores más fuertes.

Sacudió la cabeza, sonrió y seguimos escribiendo cada uno por su lado. Después de un rato se levantó para fumar un cigarrillo y lo veía reír y gesticular animadamente con otro chico, también muy guapo, y a veces me miraba y sonreía llevándose el cigarrillo a la boca. Desde lejos parecía más delgado y esbelto y su cabello parecía suave y perfumado, con pequeños bucles de color bronce que le caían delicadamente sobre el rostro. Se apoyaba en el poste de la luz con todo el peso descargado sobre una cadera, que parecía levantada por la mano que tenía en el bolsillo de los pantalones: la camisa de grandes cuadros verdes salía por fuera, desaliñada, y las gafas redondas completaban su aspecto de intelectual. A su amigo lo había visto varias veces fuera del colegio distribuyendo octavillas. Siempre llevaba un purito en la boca, encendido o apagado.

Acabada la asamblea, estaba recogiendo los folios dispersos por el escritorio que debían adjuntarse a las actas, cuando llegó Roberto, me estrechó la mano y me saludó con una amplia sonrisa.

– ¡Hasta pronto, compañera!

Me dio risa y le confesé que me gusta que me llamen compañera, es divertido.

– ¡Venga, venga! ¿Qué haces ahí charlando? ¿No ves que la asamblea ha terminado? -dijo el vicedirector dando palmas.

Hoy estoy contenta, he conocido a una persona agradable y espero que no acabe aquí. Ya lo sabes, diario, yo persevero mucho si quiero conseguir algo. Ahora quiero su número y estoy segura de que lo obtendré. Después de su número querré lo que ya sabes, o sea ocupar un espacio en sus pensamientos. Pero antes de eso ya sabes qué debo dar…

10 de octubre

17,15

Hoy es un día húmedo y triste, el cielo está gris y el sol es una mancha pálida y fuera de foco. Esta mañana ha caído una llovizna, mientras que ahora los relámpagos amenazan con hacer saltar la corriente. Pero no me importa el tiempo, yo soy muy feliz.

A la salida del colegio los buitres habituales, que quieren venderte algún libro o convencerte con alguna octavilla, indiferentes incluso a la lluvia. Protegido con un impermeable verde y con el punto en la boca, estaba el amigo de Roberto, distribuyendo unas hojas rojas con la sonrisa estampada en el rostro. Cuando se acercó para dármela también a mí lo miré, pasmada, porque no sabía qué hacer, cómo comportarme. Susurré un tímido «gracias» y seguí caminando muy lentamente pensando que no volvería a tener una ocasión tan propicia. Escribí mi número sobre la hoja y, volviendo sobre mis pasos, se la restituí.

– ¿Qué haces, me la devuelves en vez de tirarla como hacen los demás? -me preguntó, sonriente.

– No, quiero que se la des a Roberto -dije.

Asombrado, exclamó:

– Pero Roberto tiene centenares de estas hojas.

Me mordí los labios y dije:

– A Roberto le interesará lo que está escrito detrás…

– Ah… entiendo… -dijo aún más asombrado-, tranquila, lo veré más tarde y se la daré.

– ¡Muchas gracias! -le habría dado un sonoro beso en la mejilla.

Cuando me marchaba oí que me llamaban, me volví y era él, que venía corriendo.

– Me llamo Pino, es un placer. Tú eres Melissa, ¿verdad? -dijo, jadeando.

– Sí, Melissa… veo que no has tardado en leer el envés de la hoja.

– Eh… qué quieres… -dijo sonriendo-, la curiosidad es propia de la inteligencia. ¿Tú eres curiosa?

Cerré los ojos y dije:

– Muchísimo.

– ¿Ves? Entonces eres inteligente.

Con mi ego satisfecho y desbordante de alegría, lo saludé y fui hacia la plazoleta de encuentro frente al colegio, medio vacía por culpa del día desapacible. Tardé un poco en coger la moto, el tráfico en la hora punta es horrible incluso para quien conduce un scooter. Unos minutos después, suena el móvil.

– Hola.

– Ehm… hola, soy Roberto.

– Hey, hola.

– ¿Me has sorprendido, sabes?

– Soy atrevida. Habrías podido no llamarme, he corrido el riesgo de recibir un portazo en la cara.

– Has hecho muy bien. En cualquier ocasión habría ido a pedírtelo yo. Sólo que, sabes… mi chica va a tu mismo colegio.

– Ah, tienes novia…

– Sí, pero… no importa.

– …tampoco a mí me importa.

– Pero dime, ¿por qué me has buscado?

– ¿Y tú, por qué me habrías buscado?

– Bien… yo te lo he preguntado primero.

– Porque quiero conocerte mejor y pasar algún tiempo contigo…

Silencio.

– Ahora te toca a ti.

– Idem. Aunque sabes las condiciones: ya estoy comprometido.

– No creo en los compromisos, dejan de serlo en cuanto se termina de creer en ellos.

– ¿Te va bien que nos encontremos mañana por la mañana?

– No, mañana no, tengo clase. Quedemos el viernes, hay huelga. ¿Dónde?

– Delante del comedor universitario a las diez y media.

– De acuerdo.

– Chau, entonces, hasta el viernes.

– Hasta el viernes, un beso.

14 de octubre

17,30

Como de costumbre, llegué con una anticipación increíble; el tiempo no ha mejorado en cuatro días, una monotonía increíble.

El comedor exhalaba un fuerte olor a ajo y, desde donde estaba, podía oír a las cocineras metiendo ruido con las cacerolas y chismorreando sobre alguna compañera. Un estudiante que otro pasaba y me miraba, guiñándome el ojo y yo fingía no verlo. Estaba más atenta a las cocineras y a sus conversaciones que a mis pensamientos. Estaba tranquila, nada de nervios, y me dejé llevar por el mundo exterior y no me preocupé demasiado de mí.

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