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Melissa P.: Los cien golpes

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Melissa P. Los cien golpes

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A los dieciséis años se tienen pocas cosas: un cuerpo que provoca perplejidades, un espejo, un diario. Y muchas ganas de experimentar con la nostalgia de lo nunca probado: el amor. Los cien golpes es el relato estremecedor de una iniciación erótica en las profundidades de la sexofóbica Sicilia. Con precisión de entomólogo, Melissa P. describe sus encuentros sexuales, que empiezan con la acostumbrada decepción frente al gatillo mediterráneo y terminan en orgías con desconocidos experiencias lésbicas y relaciones peligrosas.

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Melissa P Los cien golpes A Anna 2000 6 de julio de 2000 - фото 1

Melissa P.

Los cien golpes

A Anna

2000

6 de julio de 2000

15,25

Diario:

Escribo en la penumbra de mi cuarto tapizado por las estampas de Gustave Klimt y los pósters de Marlene Dietrich. Ella me atisba con su mirada lánguida y soberbia mientras garabateo la hoja blanca sobre la que se reflejan los rayos del sol, apenas filtrados por las rendijas de las persianas.

Hace calor, un calor tórrido, seco. Oigo el sonido de la televisión encendida en la otra habitación y me llega la vocecita de mi hermana, que entona la sintonía de un programa de dibujos animados americano; fuera un grillo chilla su despreocupación y todo es tranquilo y apacible dentro de esta casa. Parece que todo estuviera encerrado y protegido por una campana de cristal finísimo y el calor hace más pesados los movimientos. Pero dentro de mí no hay calma. Es como si un ratón me royera el alma de una manera tan imperceptible que incluso parece dulce. No estoy mal, ni bien; lo inquietante es que «no estoy». Pero sé dónde encontrarme: basta levantar la mirada y reflejarla en el espejo para que una calma y una felicidad benigna se apoderen de mí.

Me admiro ante el espejo y me quedo extasiada por los contornos que se van delineando poco a poco, por los músculos que toman una forma más modelada y segura, por los senos que comienzan a advertirse debajo de las camisetas y se mueven suavemente a cada paso. Desde pequeña, deambulando cándidamente desnuda por la casa, mi madre me ha habituado a observar el cuerpo femenino, por eso para mí no son un misterio las formas de una mujer adulta. Pero, como un bosque inextricable, el vello esconde el Secreto y lo oculta a los ojos. Muchas veces, siempre con mi imagen reflejada en el espejo, introduzco despacio un dedo y, mirándome a los ojos, me enfrento a un sentimiento de amor y de admiración por mí misma. El placer de mirarme es tan grande y tan fuerte que de pronto se vuelve un placer físico, que llega con un cosquilleo inicial y termina con un calor y un estremecimiento nuevos, que duran pocos instantes. Después viene la vergüenza. Al contrario que Alessandra, nunca me entrego a fantasías mientras me toco. Hace algún tiempo me confió que se tocaba y me dijo que en esos momentos le gusta pensar que un hombre la posee por la fuerza y con violencia, como para hacerle daño. A mí me asombró porque para excitarme me basta con observarme. Me preguntó si yo también me tocaba y le dije que no. No quiero destruir este mundo de algodones que me he construido, es un mundo mío, cuyos únicos habitantes son mi cuerpo y el espejo: responder que sí a su pregunta habría sido traicionarlo.

Lo único que me hace sentir verdaderamente bien es esa imagen que contemplo y que amo. El resto es ficción. Mis amistades son falsas, nacidas del azar y criadas en la mediocridad, nada intensas… Son falsos los besos que tímidamente le he regalado a algún chico de mi colegio: apenas apoyo los labios, me invade una especie de repulsión y saldría escapada, lejos, cuando siento que su lengua torpe trata de colarse en mi boca. Es falsa esta casa, tan distinta a mi estado de ánimo en este momento. Querría que todos los cuadros se desprendieran repentinamente de las paredes, que por las ventanas entrara un aire gélido y aterrador, que los aullidos de los perros remplazaran el canto de los grillos.

Quiero amor, diario. Quiero que mi corazón se libere y ver las estalactitas de mi hielo hechas pedazos que se van a pique en el río de la pasión, de la belleza.

8 de julio

8,30 de la tarde

Alboroto en la calle. Carcajadas que llenan este sofocante aire estival. Imagino los ojos de los chicos de mi edad antes de salir de casa: encendidos, vivos y ansiosos ante la perspectiva de una noche divertida. Pasarán la velada en la playa entonando canciones acompañados por una guitarra; unos se apartarán del grupo, allí donde la oscuridad lo cubra todo, y se susurrarán palabras infinitas al oído. Otros, mañana, nadarán en el mar calentado por el sol matutino, misterioso, guardián de una vida marina desconocida. Vivirán y sabrán cómo administrar su vida. OK, de acuerdo, también yo respiro, biológicamente todo está en orden… Pero tengo miedo. Tengo miedo de salir de casa y encontrarme con miradas desconocidas. Lo sé, estoy en perenne conflicto conmigo misma: hay días en que estar con los demás me ayuda, lo necesito de manera imperiosa. Otros días lo único que puede satisfacerme es estar sola, completamente sola. Entonces echo desganadamente a mi gato de la cama, me tiendo boca arriba y pienso… Quizá hago sonar algún CD, casi siempre música clásica. Y me siento bien con la complicidad de la música y no necesito nada.

Pero este alboroto me está destrozando, sé que esta noche alguien vivirá más que yo. Mientras, yo permaneceré en este cuarto escuchando el sonido de la vida; lo escucharé hasta que me abrace el sueño.

10 de julio

10,30

¿Sabes qué pienso? Pienso que quizá fue una pésima idea empezar un diario… Sé cómo estoy hecha, me conozco. Dentro de algunos días olvidaré la llave en alguna parte, o tal vez dejaré voluntariamente de escribir, demasiado celosa de mis pensamientos. O quizá (no es inverosímil) mi indiscreta madre mirará a hurtadillas entre las hojas y entonces me sentiré estúpida y dejaré de contar.

No sé si me hace bien desahogarme, pero al menos me distraigo.

13 de julio

mañana

Diario:

¡Estoy contenta! Ayer estuve en una fiesta con Alessandra, altísima y delgada, como siempre encaramada en sus tacones, hermosa como siempre y, como siempre, un poco tosca en sus modales y movimientos. Pero afectuosa y dulce. Al principio no quería ir, en parte porque las fiestas me aburren y en parte porque ayer el calor era tan sofocante que me impedía hacer nada. Pero entonces me rogó que la acompañara y la seguí. Llegamos a las afueras cantando en la moto, rumbo a las colinas que fueron verdes y exuberantes y que la sequía estival ha vuelto secas y mustias. Nicolosi celebraba su fiesta grande en la plaza y, en el asfalto tibio de la tarde, había muchos puestos de caramelos y frutas secas. El chalet estaba al final de una callejuela mal iluminada. Una vez llegadas delante de la cancela, ella se puso a gesticular con las manos como si quisiera saludar a alguien y llamó a voz en cuello: «¡Daniele, Daniele!».

Él se acercó con pasos muy lentos y la saludó. Parecía bastante guapo, aunque la oscuridad apenas permitía distinguirlo. Alessandra nos presentó y él me estrechó la mano débilmente. Susurró bajísimo su nombre y yo le sonreí, pensando que era un poco tímido. Entonces hubo como un resplandor muy claro en la oscuridad: eran sus dientes, de una blancura y un brillo asombrosos. Entonces, apretándole la mano con más fuerza, dije en voz demasiado alta: «Melissa». Quizá no haya advertido mis dientes, no son tan blancos como los suyos, pero quizá haya visto que mis ojos se iluminaban y brillaban. Una vez dentro, me di cuenta de que a la luz era todavía más guapo. Iba detrás y podía ver los músculos de los hombros que se le movían a cada paso. Me sentía pequeñísima con mi metro sesenta y también me sentí fea comparada con él.

Cuando por fin nos sentamos en los sillones de la sala, él estaba frente a mí y sorbía despacio la cerveza con los ojos clavados en los míos: en aquel momento me avergoncé de los granitos que me han salido en la frente y de mi piel demasiado clara comparada con la suya. Tiene la nariz recta y proporcionada, y eso lo hacía parecer a algunas estatuas griegas, y las venas marcadas de las manos le daban un vigor fuera de lo común. Los ojos, grandes y de un azul oscuro, me miraban altivos y soberbios. Me hizo muchas preguntas, aunque siempre subrayando su indiferencia por mis respuestas. Y esto, en vez de desalentarme, me hizo más fuerte.

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