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Melissa P.: Los cien golpes

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Melissa P. Los cien golpes

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A los dieciséis años se tienen pocas cosas: un cuerpo que provoca perplejidades, un espejo, un diario. Y muchas ganas de experimentar con la nostalgia de lo nunca probado: el amor. Los cien golpes es el relato estremecedor de una iniciación erótica en las profundidades de la sexofóbica Sicilia. Con precisión de entomólogo, Melissa P. describe sus encuentros sexuales, que empiezan con la acostumbrada decepción frente al gatillo mediterráneo y terminan en orgías con desconocidos experiencias lésbicas y relaciones peligrosas.

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En cuanto llamé por el telefonillo, entreví su espalda desnuda detrás de la ventana; levantó la persiana y me dijo, con un rostro duro y un tono irónico: «Faltan cinco minutos, espera allí, te llamaré a las nueve en punto». En aquel momento me reí estúpidamente, pero ahora que lo pienso creo que era un mensaje en el que dejaba bien claro quién ponía las reglas y quién debía respetarlas.

Se asomó por el balcón y dijo: «Puedes entrar».

La escalera olía a pis de gato y a flores marchitas; oí una puerta que se abría y subí los peldaños de dos en dos, porque no quería retrasarme. Él había dejado la puerta abierta y entré, llamándolo en voz baja. Oí ruidos en la cocina y me dirigí hacia la habitación, él vino a mi encuentro deteniéndome con un beso en los labios, rápido pero hermoso, que me hizo recordar su sabor a fresa.

– Ve hacia allá, en seguida vuelvo -dijo, señalándome la primera habitación a la derecha.

Entré en su cuarto desordenado; era evidente que acababa de despertarse. De la pared colgaban matrículas de coches americanos, pósters de dibujos animados manga y varias fotos de sus viajes. En la mesilla había una foto suya, de niño; la toqué despacio con un dedo, pero él apareció por detrás, la cogió y la puso boca abajo, diciéndome que no debía mirarla.

Me aferró por los hombros y me obligó a volverme, me estudió con atención y exclamó:

– ¡¿Qué coño te has puesto?!

– Vete a la mierda, Daniele -respondí, herida una vez más.

Sonó el teléfono y salió de la habitación para responder. No oía bien lo que decía, sólo palabras amortiguadas y risas sofocadas. En un momento dado oí:

– No cortes. Voy a verla y te lo digo.

Entonces asomó la cabeza por la puerta y me miró, regresó al teléfono y dijo:

– Está de pie cerca de la cama, con las manos en los bolsillos. Ahora mismo me la tiro y después te digo. Chau.

Regresó con el rostro sonriente y yo respondí con una sonrisa nerviosa.

Sin decir nada, bajó la persiana y pasó llave a la puerta de su cuarto. Me miró por un instante, se bajó los pantalones y se quedó en calzoncillos.

– ¿Y? ¿Qué haces vestida? Desnúdate, ¿no? -dijo, con una mueca burlona.

Se reía mientras yo me desvestía y, una vez completamente desnuda,, me dijo inclinando un poco la cabeza:

– Bueno… no estás tan mal. He llegado a un acuerdo con un buen coño.

Esta vez no sonreí, estaba nerviosa, miraba mis brazos blancos y cándidos que resplandecían por los rayos que apenas se filtraban por la ventana. Comenzó a besarme en el cuello y fue descendiendo poco a poco, a los senos y luego al Secreto, donde ya el Leteo había empezado a fluir.

– ¿Por qué no te lo depilas? -susurró.

– No -dije con el mismo volumen de voz-, me gusta así.

Al bajar la cabeza noté su empalme y entonces le pregunté si quería empezar.

– ¿Cómo te gustaría hacerlo? -preguntó, sin vacilaciones.

– No lo sé, dime tú… no lo he hecho nunca -respondí, con una pizca de vergüenza.

Me recosté sobre la cama desordenada y con las sábanas frías; Daniele se puso encima de mí, me miró a los ojos y me dijo:

– Tú, arriba.

– ¿No me hará daño estando encima? -pregunté, con un tono que se parecía al reproche.

– No importa -exclamó, sin mirarme.

Trepé sobre él y dejé que su asta hiciera diana en el centro de mi cuerpo. Sentí un poco de dolor, pero nada terrible. Tenerlo dentro de mí no me provocó esa convulsión que esperaba, al contrario. Su sexo sólo me provocaba escozor y fastidio, pero me vi obligada a permanecer encastrada de aquella manera.

Ni un gemido de mis labios, tensos en una sonrisa.

Mostrarle mi dolor habría sido expresar esos sentimientos que él no quiere conocer. Quiere servirse de mi cuerpo, no quiere saber de mi luz.

– Venga, pequeña, que no te haré daño -dijo.

– No, tranquilo, no tengo miedo. Pero ¿no podrías ponerte tú encima? -pregunté, con una leve sonrisa. Consintió con un suspiro y se echó encima de mí.

– ¿Sientes algo? -me preguntó, mientras comenzaba a moverse despacio.

– No -respondí, creyendo que se refería al dolor.

– ¿Cómo que no? ¿Será el preservativo?

– No lo sé -continué-, no me hace ningún daño.

Me miró disgustado y dijo:

– ¡Zorra, tú no eres virgen!

No respondí en seguida y lo miré estupefacta:

– ¿Cómo que no? Perdona, ¿qué significa eso?

– ¿Con quién lo has hecho, eh? -preguntó, mientras se levantaba a toda prisa de la cama y recogía sus ropas dispersas en el suelo.

– ¡Con nadie, lo juro! -dije en voz alta.

– Por hoy hemos terminado.

El resto es inútil contarlo, diario. Me marché sin valor siquiera para el llanto o el grito, sólo con una tristeza infinita que me oprime el corazón y lo devora poco a poco.

6 de marzo

Hoy mi madre durante la comida me ha mirado con ojos indagadores y me ha preguntado con un tono solemne por qué estaba tan pensativa estos días.

– El colegio -respondí con un suspiro-, me están llenando de deberes.

Mi padre seguía cogiendo los espaguetis con el tenedor, levantando la mirada para ver mejor en el telediario las últimas noticias de la política italiana. Me sequé los labios con la servilleta y la manché de salsa. Me fui rápidamente de la cocina mientras mi madre seguía regañándome porque nunca tengo respeto por nada ni nadie, que ella a mi edad era responsable y limpiaba las servilletas en vez de ensuciarlas.

– ¡Sí, sí! -gritaba yo, desde la otra habitación.

Deshice la cama y me acurruqué debajo de las mantas, mojando las sábanas con mis lágrimas.

El olor a suavizante se mezclaba con el extraño olor del moco que me goteaba de la nariz, lo sequé con la palma de la mano y sequé también mis lágrimas. Observé el retrato que colgaba de la pared y que un pintor brasileño me hizo en Taormina, ya hace bastante tiempo. Me había detenido mientras caminaba y me había dicho:

– Tienes un rostro tan hermoso, deja que lo dibuje. Lo hago gratis, de verdad.

Y mientras su lápiz trazaba líneas sobre la hoja sus ojos resplandecían y sonreían, aunque sus labios permanecían cerrados.

– ¿Por qué piensa que tengo un rostro bonito? -le pregunté mientras posaba.

– Porque expresa belleza, candor, inocencia y espiritualidad -respondió con amplios gestos de las manos.

Bajo las mantas he vuelto a pensar en las palabras del pintor y luego en la mañana pasada, cuando perdí lo que el viejo brasileño había encontrado de raro en mí. Lo perdí entre unas sábanas demasiado frías y entre las manos de quien ha devorado su propio corazón, que ya no late. Muerto. Yo tengo un corazón, diario, aunque él no se dé cuenta, aunque quizá nunca nadie se dé cuenta. Y, antes de abrirlo, le daré mi cuerpo a cualquier hombre, por dos motivos: porque quizá saboreándome conocerá el sabor de la rabia y de la amargura y, por tanto, sentirá un mínimo de ternura; luego, porque se enamorará de mi pasión hasta ser incapaz de prescindir de ella. Sólo después me entregaré completamente, sin dilaciones ni constricciones, para que nada de lo que siempre he deseado se pierda. Lo mantendré apretado entre los brazos y lo haré crecer como una flor rara y delicada, atenta a que una bofetada del viento no la aje de repente. Lo prometo.

9 de abril

Los días son mejores; la primavera ha explotado este año sin medias tintas. Un día me despierto y me encuentro con las flores abiertas y el aire más tibio, mientras el mar recoge el reflejo del cielo transformándose en una masa de azul intenso. Como cada mañana, cojo la moto para ir al colegio. El frío todavía es punzante, pero el sol en el cielo promete que más tarde subirá la temperatura. Resaltan desde el mar los farallones que Polifemo le lanzó a Nadie, después de que éste lo hubiera cegado. Están clavados en el fondo marino, están allí desde quién sabe cuándo y ni las guerras, ni los terremotos, ni siquiera las violentas erupciones del Etna los han desmoronado nunca. Se yerguen imponentes sobre el agua y pienso en cuánta mediocridad, cuánta pequeñez hay en el mundo. Nosotros hablamos, nos movemos, comemos, realizamos todas las acciones que los seres humanos tenemos la obligación de llevar a cabo, pero, a diferencia de los farallones, no permanecemos siempre en el mismo sitio, del mismo modo. Nos deterioramos, diario, las guerras nos matan, los terremotos acaban con nosotros, la lava nos traga y el amor nos traiciona. Y ni siquiera somos inmortales. Pero quizá esto sea bueno, ¿no?

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