Melissa P. - Los cien golpes

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Los cien golpes: краткое содержание, описание и аннотация

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A los dieciséis años se tienen pocas cosas: un cuerpo que provoca perplejidades, un espejo, un diario. Y muchas ganas de experimentar con la nostalgia de lo nunca probado: el amor.
Los cien golpes es el relato estremecedor de una iniciación erótica en las profundidades de la sexofóbica Sicilia. Con precisión de entomólogo, Melissa P. describe sus encuentros sexuales, que empiezan con la acostumbrada decepción frente al gatillo mediterráneo y terminan en orgías con desconocidos experiencias lésbicas y relaciones peligrosas.

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– Mmm… salón de fumadores. Liémonos un porro.

Deseaba marcharme con todas mis fuerzas y dejarlos allí. Aquella pausa me había enfriado y la realidad se presentó en toda su crudeza. Pero no podía, ahora había empezado y debía acabar a toda costa. Lo hice por ellos.

Vislumbré las molduras que resaltaban en la habitación oscura, apenas alumbrada por tres velas apoyadas en el suelo. Por lo poco que se veía, las facciones de los chicos presentes en la sala no eran feas y eso me consoló.

En la habitación había una mesa redonda, rodeada de algunas sillas. El ángel presuntuoso se sentó.

– ¿Una calada? -me preguntó Pino.

– No, gracias, nunca fumo.

– Te equivocas… desde esta noche fumarás tú también -dijo el barman, del que podía advertir el cuerpo torneado y esbelto, la piel oscura y el cabello crespo, largo hasta los hombros.

– No, siento desilusionarte. Cuando digo no es no. Nunca he fumado, no fumaré ahora y no sé si fumaré en el futuro. Encuentro inútil hacerlo y por eso dejo que lo hagáis vosotros.

– Pero al menos no nos escatimarás un bonito panorama -dijo Roberto, golpeando la mano sobre la tabla de la mesa-, siéntate aquí.

Me senté sobre la mesa con las piernas abiertas, los tacones de las botas clavados en la madera y el sexo expuesto a la vista de todos. Roberto acercó la silla, apuntó la vela encendida hacia mi pubis para iluminarlo. Liaba su canuto dirigiendo la mirada primero hacia la hierba olorosa y luego hacia mi Secreto. Le brillaban los ojos.

– Tócate -me ordenó.

Entonces introduje suavemente un dedo en mi herida y él dejó de fumar para entregarse a la vista de mi sexo.

Desde atrás llegó alguien que me besó los hombros, me cogió entre los brazos y me encajó a su cuerpo introduciendo su asta dentro de mí. Estaba inerme. Bajé los ojos apagados. Vacíos. No quise mirar.

– Eh, no, no… ya lo hemos hablado antes… nadie la penetrará esta noche -dijo Pino.

El barman se fue a la otra habitación y recuperó la venda que antes me había cubierto los ojos. Me vendaron de nuevo y una mano me obligó a arrodillarme.

– Ahora, Melissa, te pasaremos el gran porro -oí la voz de Roberto-, y cada vez que uno de nosotros lo tenga en la mano haremos chasquear los dedos y te tocaremos la cabeza, así sabrás que has llegado. Tú te acercarás a donde se te mande y te lo meterás en la boca hasta que nos corramos. Cinco veces, Melissa, cinco. De ahora en adelante ya no hablaremos. Buena suerte.

En mi paladar se mezclaron cinco gustos distintos, los cinco sabores de cinco hombres. Cada sabor, su historia; cada poción, mi vergüenza. Durante esos momentos tuve la sensación y la ilusión de que el placer no era sólo carnal, que era belleza, alegría y libertad. Y, desnuda en medio de ellos, sentí la pertenencia a otro mundo, desconocido. Pero luego, en cuanto salí por aquella puerta, sentí el corazón destrozado y una vergüenza indecible.

Después me abandoné sobre la cama y noté que mi cuerpo se entumecía. En el escritorio de la habitación estrecha veía relampaguear el display de mi móvil y sabía que me estaban llamando de casa, ya eran las dos y media de la mañana. Pero entonces alguien entró, se puso encima de mí y me folló. Otro lo siguió y apuntó el pene hacia mi boca. Y cuando uno había terminado, el otro descargaba sobre mí su líquido blancuzco. Y también los demás. Suspiros, lamentos, gruñidos. Y lágrimas silenciosas.

Regresé a casa llena de esperma y con el maquillaje babeado. Mi madre me esperaba dormida en el sofá.

– Aquí estoy -dije-, he vuelto.

Estaba demasiado amodorrada como para regañarme por la hora, así que asintió con la cabeza y se fue hacia el dormitorio.

Entré en el cuarto de baño, me miré al espejo y ya no vi la imagen de quien se observaba encantada hace algunos años. Vi unos ojos tristes, su expresión lastimera subrayada por la pintura negra que corría por las mejillas. Vi una boca violada varias veces esta noche y que ha perdido su frescura. Me sentí invadida, manchada por corpúsculos extraños.

Luego, cogí el cepillo del pelo y me di cien pasadas por la melena, cien golpes antes de irse a dormir, como hacían las princesas, dice siempre mi madre, pero aún ahora, mientras te escribo en el corazón de la noche, mi vagina huele a sexos.

4 de diciembre

12,45

– ¿Te divertiste ayer? -me preguntó esta mañana mi madre, cubriendo con un bostezo el pitido de la cafetera.

Me encogí de hombros y respondí que había pasado una velada como todas.

– Tu ropa tenía un olor rarísimo -dijo, con la mirada característica de quien quiere saber y entender todo de los demás, con mayor razón si se trata de mí.

Espantada, me volví de golpe mordiéndome los labios, pensé que quizá había olido el esperma.

– ¿A qué? -pregunté, fingiendo calma, observando distraídamente el sol a través de la ventana de la cocina.

– A humo… no sé… marihuana -dijo, disgustada.

Aliviada, me volví, sonreí levemente y exclamé:

– Bueno… ya sabes, ayer había gente que fumaba. No podía pedirles que lo apagaran.

Me observó con mirada torva y dijo:

– ¡Vuelve a casa fumada y no sales ni para ir al colegio!

– Mmm, bueno -bromeé-, trataré de encontrar algún camello de confianza. Gracias, me has dado una excelente coartada para no ir a esas clases de mierda.

Como si lo que hiciera daño fuera sólo el hachís. Me fumaría gramos y gramos con tal de no experimentar esta extraña sensación de vacío, de nada. Es como si estuviera suspendida en el aire: observo con deleite desde lo alto lo que hice ayer. No, aquella no era yo. Aquella que se dejó tocar por las manos ávidas de los desconocidos es la que no se ama. Aquella que recibió el esperma de cinco hombres distintos es la que no se ama. La que dejó que le contaminaran el alma, donde hasta entonces no existía el dolor, es la que no se ama.

Yo, yo soy la que se ama, soy la que esta noche le ha devuelto el brillo a su pelo después de haberlo cepillado con esmero cien veces, la que ha recuperado la suavidad infantil de los labios. La que se ha besado, compartiendo consigo misma el amor que ayer le ha sido negado.

20 de diciembre

Tiempo de regalos y de sonrisas falsas, de moneditas echadas, con una dosis momentánea de buena conciencia, en las manos de los gitanos con niños en brazos en las esquinas. A mí no me gusta comprar regalos para los demás, los compro sólo para mí, quizá porque no tengo a nadie a quien dárselos. Esta tarde salí con Ernesto, un tío que conocí en un chat. En seguida me cayó simpático, intercambiamos los números y comenzamos a vernos como buenos amigos. Aunque es un poco distante, absorbido por la universidad y por sus misteriosas amistades.

Salimos a menudo a hacer compras y no me avergüenzo cuando entro con él en alguna tienda de lencería, es más, muchas veces también él compra.

– Para mi nueva novia -dice siempre.

Pero nunca me ha presentado a ninguna.

Da la impresión de tener una buena relación con las dependientas, se tutean y a menudo se ríen. Yo revuelvo entre los percheros buscando las prendas que deberé ponerme para él cuando llegue a amarme. Las tengo bien dobladas en el primer cajón de la cómoda, intactas.

En el segundo cajón tengo la ropa interior que llevo en los encuentros con Roberto y sus amigos. Medias destrozadas por sus uñas y bragas con el encaje un poco desgarrado, con pequeños hilos de algodón que cuelgan porque fueron tironeados por manos anhelantes. No les importa, les basta con que sea una cerda.

Al principio, siempre compraba ropa interior de encaje blanco y estaba atenta a conjuntarla bien.

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