– Entonces -preguntó Roberto-, ¿no dices nada? -señalándome con la cabeza los asientos traseros.
Me volví y vi a Pino repantingado detrás, con los ojos rojos y las pupilas dilatadas. Le sonreí y le pregunté:
– ¿Has fumado?
Él dijo que sí con la cabeza y Roberto agregó:
– También se ha bebido una botella entera de aguardiente.
– Todo en orden -dije-, está bien colocado.
Las luces de la ciudad se reflejaban en las ventanillas del coche: las tiendas aún estaban abiertas y los propietarios esperan con ansia la Navidad. Parejas y familias caminaban por las aceras inconscientes de que dentro del coche estaba yo con dos hombres que me llevarían quién sabe dónde.
Atravesamos la Via Etna y vi el Duomo iluminado por las luces blancas y rodeado por las imponentes palmeras. Por debajo de esta calle corre un río, oculto por la piedra pómez. Es silencioso, imperceptible. Como mis pensamientos silenciosos y apacibles, escondidos sabiamente bajo mi coraza. Corren. Me desgarran.
Por la mañana, aquí cerca, está la lonja de pescado; se siente el olor del mar desprendido de las manos de los pescadores que, con las uñas ennegrecidas por las entrañas de los pescados, cogen el agua del cubo y la rocían sobre los cuerpos fríos y centelleantes de los animales aún vivos y escurridizos. Nos dirigíamos precisamente allí, aunque de noche la atmósfera cambia. Al bajarme del coche me di cuenta de que el olor del mar se transforma en olor a humo y hachís, los chicos con piercing sustituyen a los viejos pescadores bronceados y la vida sigue siendo vida, siempre y de cualquier modo.
Bajé. A mi lado pasó una vieja apestosa, vestida de almagre, con un gato de pelo bermejo en los brazos, flaco y tuerto. Cantaba una cantilena:
Passiannu 'pa via Etnea
Chi sfarzu di luci,
Chi fudda 'ca c'è.
Vim tantipicciotti 'che jeans
Si mettunu 'nmostra
davanti 'e cafe.
Com'èbella Catania di sira,
sutta i raggi splinnenti di luna
a muntagna ca è russa di focu,
All'innamurati l'arduri cí runa. [1]
Iba como un fantasma, lenta, con los ojos pasmados, y la miré con curiosidad mientras esperaba que ellos bajaran del coche. La mujer me rozó la manga del abrigo y sentí un extraño escalofrío. Cruzamos nuestras miradas durante un instante brevísimo, pero tan intenso y elocuente que tuve miedo, un miedo verdadero, insensato.
Su mirada torcida y vivaz, en absoluto huera, decía: «Ahí dentro encontrarás la muerte. Ya no podrás recobrar el corazón, niña, morirás y alguien echará tierra sobre tu tumba. Ni siquiera una flor, ni siquiera una».
Se me puso la piel de gallina, esa bruja me había hechizado. Pero no le hice caso, les sonreí a los dos chicos que venían hacia mí, guapos y peligrosos.
Pino se mantenía en pie a duras penas, permaneció en silencio todo el tiempo y tampoco Roberto y yo hablamos demasiado, como hacíamos otras veces.
Roberto sacó un gran manojo de llaves del bolsillo de los pantalones e introdujo una en la cerradura. El portón chirrió, empujó con fuerza para abrirlo y al fin se cerró ruidosamente a nuestras espaldas.
Yo no hablaba, no tenía nada que preguntar, sabía muy bien qué nos disponíamos a hacer. Subimos por las escaleras gastadas por los años; las paredes del palacete parecían tan frágiles que me dio miedo de que, de pronto, algo cediera y nos matara. Las grietas eran numerosas y las luces pálidas daban un aspecto translúcido a las paredes azules. Nos detuvimos ante una puerta de la que provenía una música.
– Pero ¿hay alguien más? -pregunté.
– No, nos hemos olvidado la radio encendida antes de salir -me respondió Roberto.
Pino fue en seguida al cuarto de baño, dejando la puerta abierta. Lo veía mear: se sostenía en la mano el miembro blando y arrugado. Roberto fue a la otra habitación a bajar el volumen de la música y yo me quedé en el pasillo observando con curiosidad todos los cuartos que podía mirar de soslayo desde allí.
El ángel presuntuoso regresó sonriendo, me besó en la boca y, señalándome una habitación, me dijo:
– Espéranos en la celda de los deseos, en seguida volvemos.
Me reí. Celda de los deseos… ¡qué nombre raro para llamar a la habitación de follar!
Entré en el cuarto, bastante estrecho. En la pared había centenares de fotos de modelos desnudas, recortes de periódicos porno, pósters hentai y posiciones del kamasutra. Imprescindible, en el cielo raso, la bandera roja con el rostro del Che.
«Pero adonde he venido a parar -pensé-, una especie de museo del sexo… ¿de quién será esta casa?»Roberto llegó con un paño negro en la mano. Me dio la vuelta y me vendó los ojos, volvió a girarme hacia él y exclamó, riendo:
– Pareces la diosa fortuna.
Oí que el interruptor de la luz emitía un clic y luego ya no pude ver nada.
Advertí pasos y susurros, luego dos manos me bajaron los vaqueros, me quitaron el jersey de cuello alto y el sujetador. Me quedé en tanga, medias y botas con tacones de aguja. Me imaginaba vendada y desnuda y, de mi rostro, sólo veía los labios rojos que muy pronto tendrían que probar algo de ellos.
De pronto, las manos eran más, eran cuatro. Era fácil distinguirlas porque dos estaban arriba palpándome el pecho y dos abajo, rozándome el sexo a través de la tanga y acariciándome el trasero. No distinguía el olor a alcohol de Pino, quizá se había lavado los dientes en el baño. Mientras me imaginaba cada vez más a merced de sus manos y comenzaba a excitarme, sentí, detrás, el contacto con un objeto helado, un vaso. Las manos seguían tocándome, pero el vaso presionaba con más fuerza contra la piel. Espantada, pregunté:
– ¿Qué coño es esto?
Una risita de fondo y luego una voz desconocida:
– Tu barman, tesoro. No te asustes, sólo te he traído una copa.
Me acercó el vaso a la boca y sorbí despacio una crema de whisky. Me lamí los labios y otra boca me los comió mientras las manos seguían acariciándome y el barman volvía a apurarme un trago. Me besaba un cuarto hombre.
– ¡Qué culo tienes! -decía la voz desconocida-, suave, blanco y firme. ¿Puedo darte un mordisco?
Sonreí por la curiosa pregunta y le respondí:
– Hazlo y basta, no preguntes. Pero hay algo que quiero saber: ¿cuántos?
– Tranquila, chiquilla -dijo otra voz a mis espaldas.
Sentí que una lengua me lamía las vértebras. Ahora la imagen que tenía de mí misma era más seductora: vendada, medio desnuda, cinco hombres que me lamen, me acarician y ansían mi cuerpo. Era el centro de la atención y ellos hacían de mí aquello que estaba permitido hacer dentro de la celda de los deseos. No oía ni una voz, sólo suspiros y caricias.
Cuando un dedo se metió despacio en mi Secreto sentí un calor imprevisto y entendí que la razón me estaba abandonando. Estaba abandonada al roce de aquellas manos y se apoderaba de mí la curiosidad de saber quiénes eran, cómo eran. ¿Y si el placer hubiera sido fruto del trabajo de un hombre feísimo y baboso? En ese momento no me importó. Y ahora me avergüenzo de ello, diario, pero sé que lamentarse tarde no sirve de nada.
– Bien -dijo al fin Roberto-, ahora pasaremos a la fase siguiente.
– ¿Qué? -pregunté.
– No te preocupes. Puedes quitarte la venda, ahora el juego es otro.
Vacilé un instante antes de quitarme la venda, pero luego me la saqué despacio y vi que en el cuarto sólo estábamos Roberto y yo.
– Pero ¿adónde han ido? -pregunté, sorprendida.
– Nos esperan en la próxima habitación.
– ¿Que se llama…? -pregunté, divertida.
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