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Melissa P.: Los cien golpes

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A los dieciséis años se tienen pocas cosas: un cuerpo que provoca perplejidades, un espejo, un diario. Y muchas ganas de experimentar con la nostalgia de lo nunca probado: el amor. Los cien golpes es el relato estremecedor de una iniciación erótica en las profundidades de la sexofóbica Sicilia. Con precisión de entomólogo, Melissa P. describe sus encuentros sexuales, que empiezan con la acostumbrada decepción frente al gatillo mediterráneo y terminan en orgías con desconocidos experiencias lésbicas y relaciones peligrosas.

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– El negro te iría mejor -me dijo una vez Ernesto-, va bien con tu tez y el color de tu piel.

Seguí su consejo y desde entonces sólo compro encaje negro.

Lo veo interesado en las tangas de colores, dignas de una bailarina brasileña: rosa chicle, verde, azul eléctrico, y cuando quiere hacerse el serio elige el rojo.

– Tus amigas son muy especiales-le digo.

Él se ríe y dice:

– No tanto como tú -y mi ego vuelve a hincharse.

Los sujetadores que compra tienen casi todos relleno, nunca los combina con las braguitas, prefiere combinar colores inverosímiles.

Luego las medias: las mías son casi siempre auto adherentes y translúcidas, con la liga de encaje, rigurosamente negras, que chocan claramente con la blancura invernal de mi piel. Las suyas son de red, muy alejadas de mis gustos.

Cuando una chica le gusta más que las otras, Ernesto se zambulle en la muchedumbre de un gran almacén y compra para ella vestidos relucientes adornados con lentejuelas multicolores, con escotes vertiginosos y tajos audaces.

– ¿Cuánto cobra por hora tu chica? -bromeo.

Él se pone serio y va a la caja sin responder. Entonces me siento culpable y dejo de hacerme la tonta.

Hoy, mientras paseábamos por las tiendas iluminadas y entre las dependientas mordaces y jóvenes, nos sorprendió la lluvia, que mojó los paquetes de cartulina gruesa que llevábamos en la mano.

– ¡Bajo un pórtico! -dijo a voz en cuello, mientras me aferraba la mano.

– ¡Ernesto! -dije a mitad de camino, entre intolerante y divertida.

– ¡En Via Etnea no hay pórticos!

Me miró estupefacto, se encogió de hombros y exclamó:

– ¡Entonces vamos a mi casa!

No quería ir, sabía que uno de sus compañeros de piso es Maurizio, un amigo de Roberto. No tenía ganas de verlo, y menos aun de que Ernesto descubriera mis actividades secretas.

Desde donde estábamos, su casa quedaba a apenas más de cien metros de distancia. Los recorrimos a paso ligero, cogidos de la mano. Fue agradable correr con alguien sin tener que pensar que después tenía que tenderme en una cama y soltarme con desenfreno. Me gustaría, por una vez, ser quien decide: cuándo y dónde hacerlo, durante cuánto tiempo, con cuánto deseo.

– ¿Hay alguien en casa? -le susurré, mientras subíamos las escaleras.

Mi eco rebotaba.

– No -respondió, jadeando-, se han ido todos a casa por las vacaciones. Sólo se ha quedado Gianmaria, pero en este momento también está fuera.

Contenta, lo seguí, mirándome de reojo en el espejo de la pared.

Su casa está semivacía y la presencia de cuatro hombres es visible: hay mal olor (sí, ese opresivo olor a esperma) y el desorden tiende a reinar en las habitaciones.

Tiramos los paquetes por el suelo y nos quitamos los abrigos empapados.

– ¿Quieres una camiseta mía? Mientras tu ropa se seca.

– Está bien, gracias -respondí.

Llegados a su cuarto, que era una biblioteca, entornó la puerta del armario con un cierto recelo y, antes de que estuviera completamente abierta, me pidió que fuera a buscar los paquetes.

Cuando volví cerró deprisa el armario y yo, divertida y empapada, exclamé:

– ¿Qué tienes ahí? ¿A tus mujeres muertas?

Sonrió y respondió:

– Más o menos.

El tono despertó mi curiosidad y, para evitar que le hiciera más preguntas, dijo, arrancándome las bolsas de las manos:

– Venga, déjame ver. ¿Qué has comprado, pequeña?

Abrió con ambas manos la cartulina mojada y metió la cabeza como un niño que recibe su regalo de Navidad. Sus ojos brillaban y con la punta de los dedos extrajo un par de bragas negras.

– Oh, oh. ¿Y qué haces con éstas, eh? ¿Para quién te las pones? No creo que las uses para ir al colegio…

– Tenemos secretos, nosotros -dije, irónica, consciente de que despertaba sus sospechas.

Me miró sorprendido, inclinó un poco la cabeza a la izquierda y dijo, en voz baja:

– ¿Quieres decir…? Oigámoslos, ¿qué secretos tienes?

Estoy cansada de guardármelos dentro, diario. Se los conté. Su rostro no cambió de expresión, siguió con la misma mirada atónita de antes.

– ¿No dices nada? -pregunté, fastidiada.

– Son tus cosas, pequeña. Sólo puedo decirte que vayas con cuidado.

– Demasiado tarde -dije, con tono de falsa resignación.

Tratando de disimular mi incomodidad me reí fuerte y luego dije con voz alegre:

– Bueno, guapo, ahora es el turno de tu secreto.

Su palidez se encendió, los ojos se movían de prisa por toda la habitación, inseguros.

Se levantó del sofá-cama tapizado con una tela de flores pálidas y, a grandes pasos, se dirigió hacia el armario. Abrió una hoja con un gesto violento, señaló con un dedo las prendas colgadas y dijo:

– Éstos son los míos.

Reconocía aquellas ropas, las habíamos comprado juntos y estaban colgadas allí sin etiqueta y visiblemente usadas y arrugadas.

– ¿Qué significa esto, Ernesto? -pregunté en voz baja.

Sus movimientos se hicieron más lentos, los músculos se relajaron y los ojos miraban al suelo.

– Estos vestidos los compro para mí. Me los pongo… para trabajar.

También yo evité cualquier comentario, en realidad no pensaba en nada. Pero, un instante después, en mi cabeza se amontonaban todas las preguntas: ¿para trabajar? ¿en qué trabajas? ¿dónde trabajas? ¿por qué?

Comenzó él, sin que yo le hubiera preguntado nada.

– Me gusta disfrazarme de mujer. Empecé hace algunos años. Me encierro en mi cuarto, coloco la telecámara sobre la mesa y me disfrazo. Me gusta, me siento bien. Después me observo en la pantalla y… bueno… me excito… Y a veces me dejo ver en cam por alguien que me lo pide.

Un rubor espontáneo y potente se lo estaba tragando.

Un silencio ubicuo, sólo el rumor de la lluvia que caía del cielo, formando sutiles hilos metálicos que nos enjaulaban.

– ¿Te prostituyes? -pregunté, sin rodeos.

Asintió, cubriéndose en seguida el rostro con ambas manos.

– Meli, créeme, sólo hago servicios de boca, nada más. A veces alguno también me pide… darme por el culo, pero, te lo juro, no lo hago nunca… Es para pagarme los estudios, ya sabes que mis padres no pueden permitirse… -habría querido continuar, buscar alguna otra justificación.

Sé también que a él le gusta.

– No te lo reprocho, Ernesto -dije un momento después, concentrada en la ventana en cuyos cristales brillaban, nerviosas, las gotitas.

– Mira… cada uno elige su vida, lo dijiste tú mismo hace sólo unos minutos. A veces también los caminos tortuosos pueden ser intachables, y viceversa. Lo importante es que seamos fieles a nosotros mismos y a nuestros sueños, porque sólo así podremos decir que hemos elegido lo mejor. Dicho esto, ahora lo que quiero saber es por qué lo haces… de verdad.

Fui hipócrita, lo sé.

Me miró con ojos tiernos y desbocados de preguntas. Luego dijo:

– ¿Y tú, por qué lo haces?

No respondí, pero mi silencio era elocuente. Mi conciencia aullaba a tales decibelios que, para tenerla a raya, le dije con toda espontaneidad, sin avergonzarme:

– ¿Por qué no te disfrazas para mí?

– ¿Y ahora por qué me pides eso?

Ni yo lo sabía.

Un poco cohibida le dije, en un susurro:

– Porque hay belleza en descubrir dos identidades en un cuerpo: hombre y mujer en la misma piel. Otro secreto: me excita. Incluso mucho. Y luego, perdona… pero es algo que nos apetece a los dos, nadie nos obliga. Un placer nunca puede ser un error, ¿no?

Veía su paquete hincharse bajo los pantalones, pero todavía trataba de esconderlo.

– Está bien -dijo, lacónico.

Cogió del armario un vestido y una camiseta, que me lanzó.

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