Robert Alley - El último tango en Paris

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El último tango en Paris: краткое содержание, описание и аннотация

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Le acercó el vaso a los labios. Ella lo miró con tristeza y Paul experimentó una creciente desesperación. Pero entonces, ella bebió sabiendo que con ello lo alegraría aunque el whisky le perforó la garganta.

—Ahora, si me amas —dijo él—, te lo beberás todo.

Ella volvió a beber.

—Okay —dijo ella—. Te amo.

No era más que una frase.

—¡Bravo! —exclamó Paul.

—Cuéntame de tu mujer.

Paul justamente no quería hablar de ello. Eso ahora pertenecía al pasado: se iba a divertir, iba a comenzar una nueva vida.

—Hablemos de nosotros.

Jeanne desvió la mirada y se fijó en los bailarines y los jueces y el grupito de camareros en las sombras.

—Pero este lugar es tan lastimoso.

—Sí, pero yo estoy aquí, ¿no es así?

Jeanne dijo sarcásticamente:

Monsieur Maître d’Hotel .

—Eso es un tanto cruel.

Paul decidió que ella sólo le estaba tomando el pelo. Después de los encuentros intensamente apasionados que habían vivido, no le pareció posible que ella se burlase de él. Pero para ella, cuanto más contaba Paul de sí mismo, menos atractivo lo encontraba.

—De cualquier manera, tú, tontuela —continuó diciendo—, yo te amo y quiero vivir contigo.

—En tu pocilga—.

Fue casi un desprecio.

—¿En mi pocilga? ¿Qué demonios quieres decir?

Paul se estaba enojando y el efecto del whisky agravaba su estado. Jeanne parecía estar interpretando todo mal.

—¿Qué diablos de diferencia hay si tengo una pocilga o un hotel o un castillo? —gritó—. ¡Te amo! ¿Qué carajo importa lo demás?

Jeanne se cambió de silla temerosa de que él le fuera a pegar. Levantó el vaso y bebió todo el contenido. El salón, los bailarines, Paul y hasta sí misma la deprimían. No valía la pena continuar, pero no quería admitirlo. Ni a Paul ni a sí misma.

Aplacado de verla bebiendo, Paul terminó su vaso. Volvió a llenar ambos. El alcohol lo hizo más ardiente y al mismo tiempo sintió que su desesperación subía. Jeanne miraba la pista de baile. La música y las parejas con los números en las espaldas giraban en un vértigo creciente mientras se le nublaba la mente. Deseó no haber bebido tan rápidamente pese a que el Scotch ahora le daba sed. Observó las piernas de los bailarines. Se movían pavoneándose y agitaban las cabezas de modo automático.

De pronto, la música dejó de sonar y las parejas regresaron a sus mesas donde se sentaron en los bordes de las sillas con sonrisas clavadas en los labios y las cabezas en dirección de los jueces. Una mujer de mediana edad con un vestido de flores estampadas, rojas y púrpuras, se puso de pie detrás de la mesa larga y anunció en voz alta y eficiente:

—El jurado ha elegido a las siguientes diez mejores parejas.

Se ajustó las gafas y levantó una hoja de papel delante suyo. Se hizo el silencio en el salón cuando empezó a leer los números. Una por una, las parejas elegidas volvieron a la pista listas para el último enfrentamiento con la música que iba a empezar. Poco a poco la pista estuvo llena de gente nuevamente. Las parejas estaban en posición, con los miembros rígidos y mirándose ciegamente a los ojos. A Jeanne le parecieron maniquíes.

La mujer del vestido floreado levantó las manos con gesto vehemente y exclamó:

—Y ahora damas y caballeros, ¡buena suerte en el último tango! Sus palabras resonaron en el salón cavernoso. Había llegado la hora del juicio final.

Al instante, la música sonó a todo volumen y melodiosa e infinitamente deprimente para Jeanne que podía ver la luz del sol que se filtraba por la puerta. Estar borrachos por la tarde contemplando autómatas era algo que la hizo querer gritar. Paul estaba sentado frente a ella, mirando a los bailarines por encima del hombro, lóbrego e imprevisible. Una vez más, Jeanne intentó observar las piernas de los bailarines. Se movían al unísono perfecto mientras cada pareja se zambullía y escabullía y luego se inclinaba hacia atrás en un floreo estilizado, las sonrisas frígidas, los ojos y los rostros sin la menor expresión. Empezó a preguntarse si eran gente de verdad. Era imposible imaginarlos llevando a cabo actividades humanas ordinarias.

—Dame un poco más de whisky —le pidió a Paul.

—Oh, pensé que no bebías.

—Ahora tengo sed. Quiero beber más.

Paul se puso de pie y caminó alrededor de la mesa con paso inseguro.

—Muy bien. Creo que es una buena idea.

Sirvió más whisky con cuidado. Jeanne se sintió mareada y acercó el vaso en su dirección.

—Espera un minuto —dijo Paul antes de que pudiera beber.Pronunció las palabras con voz pastosa y se dispuso a hacer un brindis—. Porque... porque eres realmente hermosa...

Jeanne pensó que ése era el brindis y tomó su trago.

—¡Espera un minuto! —gritó él y pegó con el vaso contra la mesa. El Scotch se le derramó en la mano y cayó al suelo.

—Okay.

—Lo lamento, lo lamento muchísimo —dijo con acento británico—. No fue mi intención derramar mi trago.

Jeanne levantó su vaso.

—Bueno, hagamos un brindis dijo—, ¡por nuestra vida en el hotel!

—No, a la mierda con todo eso.

Paul derribó una silla cuando fue a sentarse a su lado. Se recostó contra ella y Jeanne se percató de sus ojeras y del pelo fino. Todo lo que le había dicho en el apartamento el día anterior había sido verdad. Era un hombre viejo y ahora hasta olía como un viejo. No podía mirarlo sin pensar en su cuerpo. En realidad jamás había pensado en la faja que usaba, en las arrugas de su piel. El secreto de su nombre y existencia lo había preservado falsamente para ella.

—Vamos —dijo Paul—, hagamos un brindis por nuestra vida en el campo.

—¿Eres un amante de la naturaleza? Nunca me lo dijiste.

—Oh, por Dios. —Paul sabía que lo único que harían en el campo era el amor. ¿Por qué lo estaba provocando? Agregó siguiéndole la corriente—: Sí, soy un muchacho, de la naturaleza. ¿Acaso no me puedes ver rodeado de vacas? ¿Con mierda de gallinas por todo el cuerpo?

—Oh, por supuesto que sí.

—¿Por qué no? —preguntó él, ofendido.

—Muy bien, tendremos una casa y vacas. Yo también seré tu vaca.

—Y escucha —dijo él riéndose roncamente—, te tendré que ordeñar dos veces al día. ¿Qué te parece?

—Detesto el campo —admitió ella pensando en la villa. Todo se volvía obsceno y deformado por el alcohol, en especial la visión de esos cuerpos en perpetuas contorsiones y desprovistos de vida.

—¿Qué quieres decir con eso de que detestas el campo? —demandó él.

—Lo detesto.

Jeanne se puso de pie y se afirmó contra el respaldo de su silla. Sintió que tenía que largarse de allí.

—Prefiero ir al hotel —dijo y la idea no le pareció ridícula del todo. Quizás todavía hubiese una posibilidad, pensó, tal vez Paul tendría un aspecto diferente una vez que ambos estuvieran a solas en un cuarto. Tal vez se podría olvidar de todo esto y de lo que él le había contado—. Vamos, vamos al hotel.

Pero Paul le agarró la mano y la llevó hacia la pista de baile. Trastabillaron al bajar la plataforma levantada y sus pies resonaron en las tablas, pero la música los cubrió.

—Bailemos —dijo Paul.

Jeanne movió la cabeza diciendo que no, pero Paul insistió y la empujó a la pista principal. Los bailarines simularon ignorar su presencia.

Se tambalearon entre los concursantes. Jeanne sintió las piernas flojas. La música y el aire viciado del salón parecieron combinarse con el whisky; luego olió el hedor de una docena de perfumes. Los focos de la luz la cegaron y las otras parejas pasaban a su lado con una gracia estilizada que hacía escandalosos los movimientos anticuados de Paul. Él la tomó en una pose de baile, luego levantó una pierna y la dobló hacia atrás burlándose de los demás. Se contoneó de un lado a otro, con la barbilla levantada teatralmente, levantando mucho las rodillas y dando golpes en el piso con los pies. Intentó hacer girar a Jeanne con una mano, pero ella resbaló y cayó pesadamente deslizándose un poco por la pista.

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