Robert Alley - El último tango en Paris
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—Se acabó —dijo ella.
—Se acabó —repitió él encogiéndose de hombros y apuró el paso para mantenerse a la par de ella—. Entonces se comienza de nuevo.
—¿Qué comienza de nuevo?—. Lo miró y pensó que parecía más abierto y en consecuencia, más vulnerable. Era como si lejos de aquel apartamento, se hubiera despojado de alguna armadura defensiva, como un animal que pierde la piel. Empero, Jeanne se sintió reservada ahora en la intemperie. El apartamento había sido su propia defensa, pero en la dura luz del mundo, ella quería guardar sus secretos.
—Ya no entiendo nada —dijo ella; él apresuró el paso.
Él la tomó del brazo y la llevó hacia la escalinata de la plataforma del metro. Jeanne mantuvo el cuerpo rígido, desacostumbrada a esta insistente persecución. Pensó que sin duda se trataba de una novedad. Paul se detuvo a la sombra del portal, le acarició la mejilla y Jeanne se relajó. Sabía que era algo inútil, pero no podía dejarlo simplemente.
—Bueno, no hay nada que comprender —dijo Paul y antes de que pudiera hablar, la besó suavemente en los labios. Paul sintió la calidez y la realidad de la carne de Jeanne: ahora era una mujer para él, y una mujer atractiva. Para ella, era el primer abrazo cariñoso que podía recordar de Paul.
Caminaron juntos por la plataforma del metro, del brazo y pareciendo una sobrina retraída y un tío cariñoso que intercambiaban confidencias.
—Dejamos el apartamento —dijo Paul— y ahora nos encontramos de nuevo con amor y todo lo demás.
Le sonrió, pero Jeanne movió la cabeza en gesto de rechazo.
—¿Lo demás? —preguntó.
Antes de que pudiera contestar, llegó el metro y subieron. Paul la llevó a un asiento desocupado. Se sentaron muy juntos, como amantes.
—Escucha —dijo contento de poder hablar de sí y de estar libre de su dolor—. Tengo cuarenta y cinco años. Soy viudo. Tengo un pequeño hotel, que es un poco viejo pero no es una pocilga. Antes vivía de mi suerte pero luego me casé. Mi mujer se suicidó...
El tren se detuvo. Un gentío se aproximó a las puertas y las abrió. Paul y Jeanne se miraron y de pronto salieron del vagón. Jeanne se dio cuenta de que no quería escuchar su vida que parecía triste y un tanto sórdida. En silencio, subieron los escalones de cemento en el barrio ordenado y extenso de Etoile, bañado por la luz del sol.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Jeanne.
—Me dijiste que estabas enamorada de un hombre y que querías vivir con él. Me amas a mí. Entonces vivamos juntos. Seremos felices, hasta nos casaremos, si quieres...
—No —dijo ella cansada de la caminata—, ¿qué hacemos ahora?
—Ahora vamos a tomar unos tragos. Vamos a celebrar y a estar contentos.
Paul creía en lo que estaba diciendo, pero tenía dudas respecto a cómo entretener a una joven por la tarde. No es que fuera importante. Si lo amaba, estarían contentos en cualquier sitio. La idea de hacerle la corte formalmente lo atrajo. Necesitaba divertirse y convencerla de que era capaz de hacerlo.
—Qué diablos —dijo— no soy ningún premio. Me clavé cuando estuve en Cuba en el 48 y ahora tengo una próstata del tamaño de una patata de Idaho. Pero todavía funciono bien aunque no pueda tener hijos.
Jeanne se sintió aturdida. Paul todavía la atraía por el recuerdo de la aventura, pero la alejaba de él una vaga y creciente repulsión. Se sintió desnuda bajo los rayos del sol.
—Veamos —dijo Paul buscando algo que decirle—, no dispongo de ninguna guardia; no tengo amigos. Supongo que si no te hubiese conocido lo más probable es que me hubiese conformado con una silla dura y hemorroides.
Jeanne pensó por qué sus alusiones siempre eran anales. La llevó tomada de la manga del abrigo, se detuvieron y Paul miró dentro de la Salle Wagram, una pista de baile que a veces se utilizaba para peleas de box de segunda categoría. El sonido de la orquesta llegó a ellos pero desde la calle la sala parecía estar vacía.
—Y para hacer aún más aburrida una historia larga y monótona —continuó diciendo Paul al tiempo que la conducía a la Salle—, soy de un tiempo en que un tipo como yo caía en un lugar como éste para levantar una chica como tú. En aquellos tiempos decíamos que esas chicas se llamaban Bimbos.
Entraron del brazo. La sala resonaba con una música que no procedía de una orquesta, sino de un tocadiscos que estaba sobre una mesa en medio de un montón de discos de cubiertas brillantes. La sala era como un granero con una ancha cúpula de techo e iluminada por docenas de globos que colgaban. Varias filas de mesas rodeaban la pista principal. Se estaba llevando a cabo un concurso de baile. Varias docenas de parejas vestidas con ropa que había estado de moda quince años atrás se movían con un ritmo extraño que Jeanne no conocía. Los hombres llevaban largas patillas a lo Valentino y las mujeres, el pelo como barnizado y lustroso. A Jeanne le recordaron pájaros orgullosos y coloridos moviéndose en una jaula bajo la mirada de hombres y mujeres severos y de mediana edad que estaban sentados en una larga mesa de madera a un costado de la pista. Ante estos observadores sentados, había sobre la mesa papeles y lápices. En la espalda de cada concursante, había cuadrados grandes de cartón con un número impreso. A medida que giraban, los jueces estiraban los cuellos. Unos pocos camareros estaban de pie mirando, pero casi todo el salón estaba vacío. En las mesas que había alrededor de la pista, había manteles blancos, pero las mesas de las otras filas tenían las sillas encima. Una barandilla de madera separaba a los bailarines de los espacios vacíos del salón, ahora convertido en un palacio del tango.
Paul llevó a Jeanne a través de la pista hasta la segunda fila donde un camarero les preparó una mesa con una eficacia insolente. Paul pidió champagne de modo extravagante y tomó asiento frente a Jeanne. Sabía que ella vería el sentido de humor de todo aquello. Lo único que importaba eran ellos dos y el absurdo que los rodeaba sólo proporcionaba diversión. Pero Jeanne no podía quitar los ojos de los concursantes. Parecían tan grotescos, revoloteando en el salón enorme y mortecino, motivados por la música raspadora y el deseo de ser elegidos por el panel de viejos y viejas.
El camarero trajo el champagne, llenó las copas y los dejó solos. Jeanne apoyó la cabeza sobre los codos. Paul se pasó a su lado.
—Lamento muchísimo entrometerme —dijo fingiendo un acento británico para divertirla—, pero quedé tan sorprendido de su belleza que pensé en ofrecerle una copa de champagne.
Ella lo miró sin la menor expresión.
—¿Está este asiento ocupado? —preguntó Paul continuando la broma aunque notó que a ella no le hacía gracia.
—¿Qué? —dijo ella—. No, no está ocupada.
—¿Podría sentarme?
—Si quiere.
Paul tomó asiento con un gesto galante y le puso la copa de champagne en los labios. Jeanne sacó la cara. Su parodia parecía demasiado aproximada a la verdad y ambos se sintieron molestos. Las cosas no funcionaban como él había pensado.
—¿Conoces el tango? —preguntó él y Jeanne dijo que no con la cabeza.
—Es un rito. ¿Comprendes «rito»? Pues bien, debes observar las piernas de los bailarines.
Llamó al camarero y pidió una botella de Scotch y vasos. El camarero lo miró un segundo y luego fue a buscar el whisky. Paul quería divertirse, gastar dinero, celebrar y no le importaba lo que pensasen los demás, salvo Jeanne.
—No has bebido tu champagne. Ahora está caliente. Te he pedido un whisky.
El camarero trajo la botella y se alejó a la otra punta del salón. La mesa estaba aislada. Paul sirvió dos grandes tragos de whisky.
—No tomas el Scotch —dijo con suave tono de reprimenda—. Vamos, hazlo, un traguito por el papi.
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