Robert Alley - El último tango en Paris

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El último tango en Paris: краткое содержание, описание и аннотация

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Paul sintió un dolor penetrante.

Ella había pasado la primera prueba. La empujó todavía más.

—Voy a conseguir un cerdo —le dijo suspirando y voy a hacer que el cerdo te la meta. Y quiero que el cerdo te vomite en la cara. Y quiero que te tragues el vómito. ¿Vas a hacer eso por mí?

—Sí —dijo Jeanne sintiendo el ritmo de su respiración. Cerró los ojos y metió los dedos más profundamente. Comenzó a sollozar.

—¿Qué?

—Sí —contestó ella, acompañándolo ahora con la cabeza reclinada sobre la ancha espalda. No había escapatoria. La habitación los contenía como una célula y los metía en el interior de su propia pasión y degradación. Ella compartió lealmente su territorio extremo y solitario: estaría de acuerdo en todo, haría cualquier cosa.

—Y quiero que ese cerdo se muera —continuó diciendo Paul, con la respiración agitada, los ojos cerrados y el rostro erguido en una expresión que podría haber sido de bendición. Se movieron juntos como nunca lo habían hecho.

—Quiero que el cerdo se muera mientras te la está dando. Y luego tienes que ir por detrás y quiero que huelas los pedos moribundos del cerdo. ¿Vas a hacer todo eso por mí?

—Sí —exclamó ella y le abrazó el cuello con el otro brazo, su rostro apretado entre los hombros.

—Sí y más que eso. Y peor, peor que antes, mucho peor ...

Paul acabó. Ella se había abierto completamente y le había probado su amor.

No había otro sitio dónde ir.

XIX

Era tarde y el silencio que reinaba en los corredores del hotel se vio perturbado por el sonido de unos pasos lentos y firmes. Paul salió de la escalera y entró en el angosto hall. Sintió que era el guardián del laberinto, girando en las esquinas, entrando y saliendo de la oscuridad, sin voluntad ni propósito. Hizo una pausa en una esquina de la oscuridad y escuchó: únicamente se oía el sonido de su respiración. Levantó el papel de la pared y descubrió un atisbadero en una habitación de huéspedes. Puso el ojo contra la mirilla y vio a la prostituta dormida, sola en un revoltijo de mantas, con una pierna blanca al descubierto y el negro maquillaje sellándole los ojos cerrados.

Paul siguió caminando. Abrió el ropero de la ropa blanca al final del corredor en donde había una vista secreta de la pareja argelina a un lado y del otro, del desertor norteamericano. Los cuerpos yacían dormidos, parecían caídos en la inconsciencia y los párpados hechos de piedra suave. Pasó a otros atisbaderos escondidos en diseños de aspecto inocente en el papel de la pared, en rincones y grietas. El hotel le recordó una tela de araña en la que no había nada secreto, nada virgen. Verificó todos los demás huéspedes, pero no vio seres humanos; tan sólo eran bocas flojas en muecas incontroladas, labios emparchados en cuerpos que parecían la negación de la carne. Sólo oyó las respiraciones trabajosas y alguna que otra invocación que murmuraban entre sueños. A Paul le dio la impresión de que estaba identificando cuerpos en las mesas del depósito de cadáveres.

Sacó una llave y abrió la puerta del cuarto de Rosa. El olor de las flores fue inmediato y abrumador. La lámpara en la mesa de noche estaba prendida. Su cuerpo yacía en un ataúd de aroma dulce y enfermizo. Vestía lo que parecía un traje de novia con finos lazos blancos y un velo. Le habían cerrado con cuidado los labios y teníaun espeso maquillaje sonrosado en las mejillas y los labios. Las cejas falsas le daban en la muerte el aspecto de alguien que dormía profunda y serenamente. Tenía los delgados dedos entrecruzados encima del estómago y la piel de las manos y del rostro tenían una brillante luminosidad. Unicamente su expresión era la correcta: una sonrisa irónica y apenas perceptible.

Paul se sentó pesadamente en una silla y terminó el último cigarrillo del paquete de Gauloise. Apretujó el papel, lo arrojó a un costado y encendió el cigarrillo con satisfacción.

—Acabo de dar una recorrida —dijo sin mirar a Rosa—. La puerta estaba cerrada con llave y le daba el placer de poder hablar a su mujer muerta. Era un modo de ordenar su propia mente.

—Hacía mucho tiempo que no lo hacía. Todo está bien, en calma. Las paredes de este lugar son como queso suizo.

Miró en derredor, a las paredes y el techo de este pequeño cuarto triste y trató de controlar su furia y su dolor. Por último se enfrentó con la cara de Rosa.

—Estás ridícula con ese maquillaje —dijo—, como la caricatura de una puta; un pequeño toque de mamá esta noche. Una Ofelia falsa ahogada en la bañera.

Movió la cabeza. Su intento de risa sonó como un grito sofocado. Rosa estaba tan quieta, tan final.

—Ojalá te pudieras ver. Realmente, te reirías.

Esa era una cosa que Rosa tenía: sentido del humor. Tal vez, un humor distorsionado y ocasionalmente cruel, pero se podía reír. Parecía una irreverencia haberla vestido así, algo falso. La verdad era que Paul no podía decir que habría reconocido como su esposa a este cuerpo en caso de haberlo visto de esa manera por la calle.

—Eres la obra de arte de tu madre —dijo con amargura y se sacó el humo de la cara—. Dios santo, hay demasiadas flores de mierda en este lugar. No puedo respirar.

Hasta tenía flores diminutas en el pelo. Pisoteó el cigarrillo con el talón encima de la alfombra. Tenía que decir algunas cosas, de lo contrario, se volvería loco.

—Sabes, arriba del ropero, en esa vasija de cartón prensado, encontré todas tus cositas. Lapiceros, llaveros, moneda extranjera, cuadernos, todo. Hasta el cuello de un clérigo. No sabía que te gustaba coleccionar esas porquerías que dejan los huéspedes...

Había demasiadas cosas que no sabía y que ya nunca sabría. Era tan injusto, tan desesperado.

—Hasta si el marido vive unos doscientos años de mierda —dijo con pena y enfado—, jamás va a poder descubrir la verdadera naturaleza de su mujer. Quiero decir que podría llegar a comprender el universo pero jamás podría descubrir tu verdad, jamás. Es decir ... ¿quién diablos fuiste?

Por un instante esperó que Rosa le contestara. Esperó escuchando el vasto silencio del hotel. Era la medianoche sobre todo el mundo, en todos lados. Paul sintió que era la única cosa despierta en el universo.

—¿Recuerdas aquel día —preguntó tratando de sonreír—, el primer día que estuve aquí? Sabía que no podía meterme dentro de tus bragas a menos que dijera...

Dejó de hablar e intentó recordar aquel primer encuentro de hacía cinco años. Rosa parecía tan formal, tan distante. Y sin embargo, él sabía. Se sintió orgulloso porque pensó que en realidad había hecho una conquista, que se comprendían el uno al otro.

—¿Qué es lo que dije? Ah, sí... «¿Me podría dar la cuenta, por favor? Tengo que irme.» ¿Recuerdas?

Esta vez su risa fue genuina. Sí, Rosa había caído en esa trarnpa, tenía miedo de que se escapara cuando en realidad él no tenía intención de irse. El hotel era más limpio entonces y recordó que lo había elegido por esa razón. Qué extraño como terminaron las cosas.

Paul sintió una necesidad súbita de confesarse.

—Anoche le apagué las luces a tu madre y se armó un lío. Todos tus... tus huéspedes, como los solías llamar. Supongo que también me incluye, ¿no es así? Volvió a sentirse enojado—. Me incluye, ¿no es así? Durante cinco años en este lugar fui más huésped, que un marido. Con privilegios, por supuesto. Y luego para ayudarme a comprenderte, me dejaste como legado a Marcel. El doble del marido cuya habitación era el doble de la nuestra.

Sintió celos, se sintió verdaderamente celoso, no por lo que ella y Marcel habían hecho juntos, sino porque no sabía lo que habían hecho. Como marido tenía derecho a ciertas cosas, aunque no fuera más que el marido titular. Ella se lo podría haber dicho antes de despacharse; podría haber tenido esa simple cortesía. Pero sin duda él también tenía miedo de saber.

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