Robert Alley - El último tango en Paris
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Tom había pensado sorprenderla con el tema. La cámara la enfocó, pero era evidente que ella estaba aburrida y desilusionada. Tom se dirigió al equipo:
—Corten. No es posible, basta de filmar.
Comenzaron a reunir los aparatos. Sin otra palabra, Tom los hizo salir del lugar. La script hizo un gesto tímido de despedida a Jeanne mientras seguía a los otros fuera del apartamento y cerraba la puerta con cuidado.
—Quería filmarte todos los días —dijo Tom con tono humilde. A la mañana cuando te despiertas, luego cuando te duermes. Cuandosonríes por primera vez... Y no filmé nada.
Jeanne dio media vuelta y se alejó de él por los cuartos vastos y vacíos. Tom la siguió y miró con expresión dubitativa el montón de viejos muebles escondidos bajo la sábana, las grietas y las manchas de humedad en las paredes, las molduras rotas.
—Hoy —dijo— dejamos de filmar. La película ha terminado.
Jeanne sintió remordimientos.
—No me gustan las cosas que terminan.
—Uno debe comenzar otra cosa de inmediato—. Tom caminó por la habitación circular a la que había regresado y levantó las manos en un gesto de apreciación. Pero es enorme.
—¿Dónde estás? —preguntó Jeanne desde el cuarto pequeño. Volvió sin ganas al centro de la acción.
—Estoy aquí —dijo él—. Es demasiado grande. Te puedes perder.
—Oh, basta ya—. Jeanne no tenía el mismo entusiasmo que él. —Ahora no empieces .. .
—¿Cómo encontraste este apartamento?
—De casualidad —contestó irritada.
—¡Cambiaremos todo!
Sus palabras tuvieron cierto atractivo para ella. ¿Era realmente posible cambiar algo?
—Todo —dijo ella—. Transformaremos la casualidad en el destino. Tom corrió al cuarto de al lado con los brazos abiertos. —¡Ven, Jeanne! exclamó—. ¡Despeguemos! Estamos en el paraíso. Haz una pirueta, haz tres giros y desciende. ¿Qué me pasa a mí? ¿Una bolsa de aire?
Se apoyó cómicamente contra la pared donde lo había llevado su viaje.
—¿Qué pasa? —dijo Jeanne riéndose a pesar de sí misma.
—Suficientes zonas tormentosas. No podemos actuar de esta manera —agregó Tom con seriedad—. No podernos bromear como niños. Somos adultos.
—¿Adultos? Pero eso es terrible.
—Sí, es terrible.
—Entonces. ¿Cómo debemos actuar?
—No lo sé admitió él—. Inventa gestos, palabras. Por ejemplo, una cosa que sé es que los adultos son serios, lógicos, circunspectos, peludos...
—Oh, sí —dijo Jeanne y se acordó de Paul.
—Se enfrentan a los problemas.
Tom se arrodilló en el piso y le tomó una mano a Jeanne entre las suyas y la hizo acercarse a su lado.
—Creo que te comprendo —dijo él en voz baja—. Quieres más un amante que un marido. Sabes, te propondría algo diferente. Cásate con quien se te ocurra y yo seré quien vaya a tu lado con pasión. El amante.
Le sonrió con cariño. Ella se recostó en el suelo y comenzó a empujarlo hacia sí.
—Vamos dirigió ella. Ahora ésta es nuestra casa.
Pero Tom se resistió. Encontró que la disposición de Jeanne le resultaba un poco molesta ya que a él no le gustaba hacer el amor en habitaciones extrañas. Se dijo que no estaba preparado. Además, el cuarto tenía un olor desagradable que no podía identificar. Se puso de pie y cerró su chaqueta de cuero.
—Este apartamento no es para nosotros —dijo él—. De ninguna manera.
Se dirigió a la puerta y dejó que ella se levantara sin su ayuda. Sintió claustrofobia y quiso marcharse.
—¿Adónde vas? —preguntó ella.
—A buscar otro apartamento.
—¿Otro como qué?—. Jeanne se maravilló de los instintos de Tom.
—Uno donde podamos vivir.
—Pero podemos vivir aquí.
—Encuentro triste este lugar —dijo él—. Tiene mal olor. ¿Vienes conmigo?
Jeanne no quería irse. Oyó sus pasos gallardos en el corredor. Qué diferentes sonaban a los pasos metódicos de Paul.
—Tengo que cerrar las ventanas —dijo— y devolver las llaves y asegurarme de que todo está en orden.
—Muy bien —dijo él—. Nos veremos más tarde.
Se saludaron de modo simultáneo y luego ella lo oyó bajar rápidamente las escaleras. Jeanne fue lentamente a la ventana y empezó a cerrar las persianas. Giró y observó la habitación. Ahora estaba en sombras y el brillo dorado y rojizo de las paredes había dado paso a un marrón brumoso. Las grietas parecían más grandes y amenazaban caerse; el olor era definitivamente de deterioro.
Caminó por el corredor. El cuarto pequeño había perdido el encanto y parecía húmedo y sin ventilación, inadecuado para un niño o para cualquiera. Abrió la puerta del cuarto de baño y sintió un escalofrío a pesar de la luz que venía del tragaluz encima de la bañera. El lavabo estaba sucio y por primera vez se dio cuenta de que del marco del espejo se desprendía la pintura llenando de un polvillo dorado el piso de baldosas.
Sintió una fuerte y súbita necesidad de irse. Algo la amenazaba en ese lugar. Giró y corrió por el corredor. Abrió la puerta de un golpe, salió afuera y cerró sin echar una última mirada.
Le pareció que había transcurrido una eternidad desde la primera vez que entrara en ese edificio. La ventanilla de la portería aún estaba abierta cuando salió del ascensor, pero la mujer había desaparecido. Jeanne se sorprendió de que pudiera moverse, parecía tan obesa, y dejó la llave en el tablero. Nunca se le ocurrió dejar una nota. Cuando salía, oyó que se abría la puerta próxima al ascensor y vio que la mano flaca dejaba otra botella sobre el piso de baldosas.
La Rue Jules Verne no había cambiado. Los obreros habían subido al andamiaje, los autos parecían estacionados de modo permanente, la calle estaba vacía. Pasó apresurada frente al café y cruzó la calle dejando atrás el conocido escenario. Sintió una sensación de alivio mezclada con tristeza. Sólo deseaba irse de allí.
El puente elevado del tren estaba ante ella y arriba, se extendía el límpido cielo azul del invierno. La luz del sol trazaba caprichosos dibujos sobre el puente. Con las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo de gamuza y la cabeza gacha, Jeanne empezó a cruzar el Sena sin pensar en lo que le depararía el futuro.
XXI
Paul había enterrado a su esposa, sacado los muebles del apartamento de la Rue Jules Verne y se sentía limpio. Por primera vez desde el suicidio de Rosa, el hecho no le pesaba fuertemente. En realidad, experimentaba una ligereza de espíritu y un sólido optimismo como hacía años que no sentía. Los ángulos delirantes de los rascacielos de París, las ramas de un blanco óseo de los Plátanus alineados al borde del Sena, el ritmo del metro que pasaba, la frescura de la brisa, todas estas cosas parecían agradables y únicas y debían ser apreciadas, cosas que podían ser importantes para su propia vida. Y la vista de una chica con un maxiabrigo blanco, la cabeza gacha enmarcada en el cuello de piel que se acercaba a él con pasos medidos, era una afirmación que no se podía negar.
Jeanne andaba sin prestar atención a nada y sólo el ruido del tren que pasaba por arriba y la gente a su alrededor constituían irritaciones menores. No pensaba en nada salvo en la blancura de su propia vida y en la futilidad de las relaciones humanas. El hombre que caminaba a su lado era simplemente una inconveniencia que debía ser ignorada. Por unos segundos, caminaron a la par, luego él avanzó un poco y ella se vio obligada a mirarlo.
—Soy yo nuevamente —dijo Paul y levantó una mano en señal de saludo.
Ella aminoró la marcha, pero no se detuvo. Le sorprendió la elegancia de su aspecto. Llevaba una chaqueta de franela azul hecho a medida, una camisa con rayas verdes y una ancha corbata de seda. Hasta estaba más apuesto y su alegancia reflejaba su seguridad. Pero ella ya no confiaba en él.
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