Robert Alley - El último tango en Paris

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El último tango en Paris: краткое содержание, описание и аннотация

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—Me ha encontrado —dijo el hombre intentando sonreír. Era delgado y de aspecto delicado con la voz de un actor—. Por favor, no le diga que me encontró. ¿Vio lo fea que es?

Se alejó de Paul y levantó las manos en actitud suplicante.

—En un tiempo, mi mujer me era suficiente —dijo—, pero ahora se ha enfermado; una enfermedad que la ha puesto la piel como de serpiente. Póngase en mi lugar.

Paul lo tomó del brazo.

—Vamos —dijo.

De algún modo, el cuento del hombre lo había enfurecido.

—Estaba borracho —rogó el hombre—. Elegí la primera que pude encontrar, luego, caminamos un poco y se me fue la borrachera...

Trató de irse y con una furia irracional y súbita, Paul lo arrojó con fuerza brutal contra la puerta metálica de una carnicería. Cayó en la calle sucia y comenzó a gatear escapándose de Paul.

—¡Déjeme solo! —gritó—. ¡Está loco! ¡Déjeme solo!

Trató de ponerse de pie y Paul lo pateó tirándolo sobre el empedrado resbaladizo.

—Y ahora lárgate de aquí —dijo Paul—. ¡Puto de mierda! El hombre salió corriendo cojeando un poco y echando una mirada de terror por encima del hombro.

Paul regresó lentamente al hotel, exhausto. Cuán rápidamente había descendido de la adoración a su mujer al sórdido manejo de la existencia cotidiana.

La mujer lo esperaba en el vestíbulo, sentada en el banco y fumando un cigarrillo. La brasa roja brillaba en las sombras.

—Lo sabía —dijo—. No pudiste hacerlo regresar. ¿Dónde voy a encontrar uno a estas horas?

—¿Cuánto te hice perder?—. Empezó a buscar en sus bolsillos. La mujer se rió.

—Dame lo que puedas. No lo hago por el dinero. Me gusta, ¿entiendes? Lo hago porque me gustan los hombres.

Puso una mano en el hombro de Paul.

—Sabes, eres un encanto —dijo ella con su voz ronca—. Si quieres, lo podemos hacer aquí. Tengo un vestido muy práctico con un cierre relámpago de primera. Se abre todo. Ni siquiera tengo necesidad de sacármelo. Vamos, no seas tímido, nene.

Ella se acercó a la luz y Paul contempló lo que le pareció ser una máscara mortuoria. Dio un paso atrás, confundido y aterrorizado, y empezó a alejarse de ella.

—¡No me mires así!—. La mujer se fue a la puerta. Antes de salir, dijo:

—Ya no soy más joven. ¿Y qué? Tu mujer un día estará como yo.

XX

Jeanne se preguntó si Paul la estaría esperando y qué sorpresa le tenía preparada mientras subía en el ascensor, por lo que ella pensaba que sería la última vez. Le parecía que ya no se podía avanzar más, que ya habían cruzado juntos una frontera definitiva. Pero para ella, la aventura continuaba aunque sabía que los peligros habían aumentado.

Salió del ascensor y abrió la puerta con su propia llave. Pensó que Paul quizá ya había descubierto la foto que le había puesto en el bolsillo. Era su modo de hacerle pensar en ella y le gustó la idea de que él la mirara mientras tomaba el café de la mañana o mientras llevaba a cabo las misteriosas actividades de su vida privada.

Volvió a recordar la rata muerta y abrió la puerta con cuidado.

El silencio y el resplandor de la luz contra las paredes circulares le dieron la bienvenida. Contuvo el aliento cuando vio las habitaciones vacías. No estaban los muebles. Pasó rápidamente de cuarto en cuarto confirmando lo que no podía creer, pero el apartamento estaba como en el primer día. Hasta el colchón había desaparecido.

Las paredes parecían más desnudas que antes y las manchas oscuras dejadas por los cuadros más tristes. Tan sólo quedaba el olor de sus encuentros y ya estaba haciéndose parte de la fragancia más penetrante del deterioro.

Salió corriendo dejando la puerta abierta y volvió al mortecino vestíbulo. La ventanilla de la portería estaba abierta y Jeanne pudo ver las anchas espaldas de la mujer inclinadas sobre sus oscuros pasatiempos. Jeanne se puso detrás de ella y se aclaró la garganta, pero la mujer no le hizo caso. Canturreaba una aria de Verdi que sonaba como un prolongado gemido.

—Perdón —dijo Jeanne—, ¿se acuerda usted del hombre del número cuatro?

Las palabras de Jeanne parecieron tener eco en el edificio y recordó el primer día que había venido y la frustración que experimentó al tratar de entrar. La mujer negra todavía ocultaba sus secretos y movió la cabeza con gesto negativo sin ni siquiera darse vuelta.

—Hace varios días que vive aquí —dijo Jeanne.

—No conozco a nadie —respondió la mujer—. Alquilan, subalquilan. El hombre del número cuatro, la mujer del número uno. ¿Qué sé yo?

Jeanne no podía creer que Paul simplemente se hubiera ido. Había esperado alguna sorpresa, pero por supuesto, ésta no.

—Y los muebles —dijo—. ¿Adónde los llevó? El apartamento está vacío.

La mujer se rió en son de mofa como si hubiera escuchado esa pregunta muchas veces.

—¿Adónde le envía la correspondencia? —preguntó Jeanne—. Déme la dirección.

—No tengo ninguna dirección. No conozco a nadie.

Jeanne permanecía incrédula.

—¿Ni siquiera el nombre?

—Nada, mam’zelle —. La mujer se dio vuelta con expresión hostil.

Jeanne estaba presionando demasiado a la portera de este submundo. Después de todo, había entrado allí por propia voluntad. Salió disparada hacia la puerta con el entusiasmo de una nueva idea. Si él se había ido, entonces el apartamento estaba vacante de nuevo. Sería como una especie de venganza, pensó, mientras caminaba hacia el café. Y él se la merecía. Le podría haber dicho que se iba, por lo menos, le podría haber dejado un mensaje. Le pareció imposible no volver a verlo nunca más, pero se dio cuenta de improvisto que no lo vería nunca jamás.

Cuando llegó a la cabina telefónica, su entusiasmo había disminuido; marcó el número de Tom.

—He encontrado un apartamento para nosotros —le dijo. El número 4 de la Rue Jules Verne... Ven de inmediato. ¿Sabes dónde queda? Te espero en el quinto piso.

Regresó y esperó en el vestíbulo hasta que oyó el ruido de los pasos de Tom y de su equipo cuando entraban en el ascensor. Los que no cupieron subían por las escaleras riéndose y gritando a los pasajeros de la jaula. Todo el edificio pareció transformado con el ruido y la súbita efusión de vida. Los recibió con una sonrisa y una reverencia.

—¿Te gusta nuestro apartamento? —le preguntó a Tom cuando éste entró seguido por los otros con sus aparatos. Inmediatamente el operador empezó a instalar la Arriflex en la habitación circular y Jeanne sintió un pequeño amago de remordimiento que pronto fue olvidado. Tom recorrió las habitaciones vacías como un emperador.

—¿Estás contenta? —preguntó al pasar. El operador empezó a filmar indiferente ante el medio ambiente—. Hay mucha luz agregó Tom sin esperar una respuesta.

Jeanne lo llevó al cuarto pequeño.

Este es demasiado diminuto para una cama doble, pero tal vez si, va para un niño. Fidel.. ése sería un buen nombre para un niño. Como Fidel Castro.

—Pero yo también quiero una hija —dijo Tom y ella sintió un súbito ataque de afecto por él. Era tan comprensivo con las cosas que ella hacía ... Volvió a pensar en Paul y extrañó la atmósfera que una vez habían tenido las habitaciones. Por primera vez fue capaz de imaginar la posibilidad de que allí viviera una familia con sus juegos y sus peleas y sus pequeñas miserias. Se sintió inmensamente triste.

—Rosa —dijo Tom, ignorante de las emociones en conflicto de Jeanne—, como Rosa Luxemburgo. No se la conoce mucho, pero en su tiempo no estuvo mal. ¿Qué te pasa?

—Nada.

—Bien. Entonces haré unas preguntas para la película. Hablemos de algo que interesa a todo el mundo: el sexo.

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