Robert Alley - El último tango en Paris
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La lluvia menguó y Paul salió del refugio en dirección a la Rue Jules Verne.
Fue algo extraño que ambos llegaron al mismo lugar procedente de circunstancias tan diferentes. Paul llegaba de una escena de duelo y de muerte violenta; Jeanne, de una celebración de la vida y del amor.
Jeanne no había traído la llave y fue corriendo a la ventanilla de la portería. La mujer estaba sentada de espaldas al vestíbulo.
—Perdón —dijo levantando la voz para que la oyese por encima del ruido de la lluvia, pero la mujer ni se volvió. Un trueno hizo temblar el edificio. Jeanne se alejó de la ventanilla y se sentó en un banco de madera al lado del ascensor. Se refregó el cuerpo, que le temblaba.
Allí la vio Paul y experimentó un nuevo regocijo al darse cuende que había venido a él en ese estado de prisa y abandono. El sonido de sus pasos hizo que Jeanne levantara la vista, expectante, pero Paul pasó por su lado sin decir palabra y entró en el ascensor. Se enfrentaron a través de las rejas del aparato.
—Perdóname —dijo Jeanne—. ¿Aún me quieres?
Paul no sabía de qué tenía que perdonarla y no le importaba. Simplemente, asintió con la cabeza y abrió la puerta del ascensor.
— J’ai voulu te quitter, j’ai pas pu —dijo ella de prisa y luego recordó que él prefería hablar en inglés—. Quise dejarte, pero no pude. ¡No puedo!
Paul no dijo nada. Contempló su cuerpo: los círculos oscuros de los pezones a través de la tela mojada, la forma de las caderas angostas, la plenitud de los muslos. Hasta el vello suave de las piernas se veía por el satín como si fuera una segunda piel.
El ascensor empezó a subir.
—Quise irme —volvió a decir ella—. ¿Comprendes?
Todavía Paul no dijo nada. Sus ojos subían y bajaban por su cuerpo. Jeanne empezó a levantar el dobladillo del vestido, reclinándose contra la pared y observando su cara para detectar signos de placer. Mostró primero las pantorrillas y las rodillas, luego los muslos, luego el pelo púbico. Hizo una pausa y levantó aún más el vestido hasta que mostró el ombligo infantil. El ascensor subió aún más.
—¿Qué más quieres de mí? —preguntó ella, agradecida y desnuda.
Paul podría no haberla escuchado. Sus palabras no significaban nada comparadas con su presencia. Adelantó la mano y pasó un dedo entre sus piernas donde estaba húmedo y caliente. Ella vaciló, luego le desabrochó el pantalón y pasó la mano por entre las ropas hasta que lo agarró firme e inequivocamente. Sus brazos formaron una cruz.
El ascensor suspiró cuando llegó a su destino.
— Voilà ! —exclamó Paul. Luego abrió rápidamente la puerta del apartamento. Comenzó a cantar—: «Había una vez un hombre y tenía una vieja cerda...»
La lluvia entraba a torrentes por la ventana abierta del cuarto circular y Paul la cerró de golpe. Luego se volvió a ella y le hizo una reverencia teatral. Jeanne estaba en medio de la habitación, temblando y sonriendo.
—Sabes, estás empapada —dijo él y la abrazó—. El vestido mojado era resbaloso como el hielo y su cabellera le dejó una mancha de humedad en el pecho. Fue al cuarto de baño a buscar una toalla.
Jeanne se sintió jubilosa. Ahora era su novia y ésta era su luna de miel e hizo una pirueta en media de la sala (tal como lo había hecho el primer día) y se dejó caer en el colchón. Se abrazó a la almohada como cualquier adolescente alborotada y luego dirigió el rostro expectante hacia la puerta esperando el regreso de Paul. En ese momento su mano tocó algo húmedo bajo la almohada. Jeanne se incorporó, puso a un lado la almohada. Una rata muerta estaba sobre la sábana; tenía sangre seca alrededor del hocico y la piel estaba húmeda y manchada.
Lanzó un grito.
Paul llegó con la toalla y se la tiró sobre las rodillas.
—Una rata —dijo con naturalidad, pero ella se abrazó a él lloriqueando—. Es nada más que una rata —repitió él divertido de su miedo irracional—. En París hay más ratas que gente.
Paul se agachó y levantó la rata por la cola dejando que la cabeza se balanceara ante su rostro. Jeanne sofocó un grito y dio un paso atrás. Estaba aterrorizada y se sentía enferma ante el espectáculo y por haberla tocado y miró asqueada cuando Paul la levantó un poco más y abrió la boca.
—Yum, yum —dijo relamiéndose los labios.
—Quiero irme —dijo ella tartamudeando.
—Eh, espera. ¿No quieres probar un bocado antes? ¿No quieres comer algo?
Su crueldad era tan extenuadora como súbita.
—Esto es el fin —dijo ella.
—No, no es el fin —bromeó él señalando la cola—. Pero me gustaría empezar por la cabeza que es la mejor parte. ¿Estás segura de que no quieres? Muy bien...
Acercó la rata a un centímetro de su boca. Ella se dio media vuelta horrorizada.
—¿Qué te pasa? —preguntó él azuzándola— . ¿No te gustan las ratas?
—Quiero irme. No puedo hacer más el amor en esta cama. No puedo. Es asqueroso, nauseabundo —se le estremeció el cuerpo.
—Pues bien entonces —dijo él—, lo haremos sobre el radiador o de pie sobre el estante de la chimenea.
Se dirigió a la cocina.
—Escucha —dijo con la rata aún colgando de la mano—, tengo que buscar un poco de mayonesa para esto porque con mayonesa, es algo realmente asombroso. Dejaré el culo para ti. ¡Culo de rata con mayonesa!
—Quiero irme. Quiero salir de aquí —gritó ella sin poder ni siquiera mirar la cama. Qué rápidamente había cambiado la atmósfera: no se podía predecir lo que haría a continuación. El deseo que sentía por él y su propia pasión habían desaparecido ante el contacto de esa piel manchada y muerta. Por primera vez vio el cuarto en toda su sordidez. El olor del sexo le hizo recordar a la muerte. Su propia audacia de estar allí la asustó.
Estaba por avanzar hacia la puerta cuando Paul regresó. Había tirado la rata.
—¿ Quo vadis, baby ? —preguntó juguetonamente. Fue a la puerta y la cerró con llave. Jeanne lo miró con una expresión mezcla de disgusto y agradecimiento. En realidad no quería irse.
—Alguien lo hizo a propósito —dijo mirando a Paul con suspicacia—. Lo puedo sentir. Es una advertencia, es el fin.
—Estás loca.
—Te lo tendría que haber dicho de inmediato —quería desafiar esa abrumadora seguridad masculina—. Me he enamorado de una persona.
—Oh, qué maravilla —dijo Paul con gesto burlón. Se adelantó y pasó las manos por la tela suave del vestido como si fuera un aguacate maduro. Sabes, vas a tener que sacarte esta porquería mojada.
—Voy a hacer el amor con él —insistió ella.
Paul la ignoró.
—Primero, toma un baño caliente, porque si no lo haces, te vas a pescar una neumonía. ¿De acuerdo?
Con gentileza llevó a Jeanne al cuarto de baño y allí abrió los dos grifos. Luego recogió el dobladillo del vestido y lo empezó a levantar lentamente desnudándola como ella se había desnudado en el ascensor.
—Pescas una neumonía —dijo— y luego ¿sabes qué sucede? Te mueres.
Ella quedó de pie ante él, desnuda y moviendo la cabeza.
—¡Tengo que romperle el culo a esa rata muerta! —dijo él.
—Ohhh —murmuró ella y se escondió el rostro entre las manos. Sabía que él jamás le permitiría olvidarse.
Paul empezó a cantar nuevamente. Se subió las mangas, luego le dio una mano a Jeanne y la hizo pasar gentilmente dentro de la bañera. El agua estaba encantadoramente caliente. Se sentó lentamente sintiendo que el frío y la ansiedad desaparecían de su interior Paul se sentó en el borde de la bañera.
—Pásame el jabón —dijo.
Le agarró el tobillo y le levantó el pie hasta que estuvo a la altura de su cara. Lentamente comenzó a enjabonarle los dedos, la planta del pie, luego las pantorrillas. Jeanne se sorprendió de la suavidad de sus manos. Sintió que sus piernas estaban hechas de elástico mientras el vapor subía por ellas y daba a su piel un brillo caluroso.
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