Robert Alley - El último tango en Paris

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El último tango en Paris: краткое содержание, описание и аннотация

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—Estoy enamorada —repitió.

Paul no quería escuchar nada de eso. Pasó su mano llena de jabón por el costado del muslo hasta que no pudo ir más allá. Allí empezó a hacer espuma.

—Estás enamorada —dijo con un entusiasmo burlón—. ¡Qué encanto!

—Estoy enamorada —insistió ella y empezó a gemir. La mano de Paul era implacable y ella apoyó la cabeza contra el costado de la bañera y cerró los ojos.

—Estoy enamorada, ¿entiendes? susurró—. Sabes, eres un viejo y te estás poniendo gordo.

Paul le soltó la pierna que cayó al agua pesadamente.

—Gordo, ¿no? Qué cruel.

Le enjabonó los hombros y el cuello y acercó la mano a los pechos. Jeanne estaba determinada a obligarlo a que la tomase en serio. Asimismo se percató de que disponía de una ventaja, lo que era algo nuevo para ella. Lo miró con atención y comprobó que lo que estaba diciendo era verdad.

—Has perdido la mitad del pelo y la otra mitad es casi blanca dijo ella.

Paul le sonrió pese a que las palabras lo molestaron. Le enjabonó los pechos, luego tomó uno con una mano y lo observó con ojos críticos.

—Sabes —dijo—, dentro de diez años vas a estar jugando al fútbol con tus tetas. ¿Qué piensas de ello?

Jeanne sólo levantó la otra pierna y Paul se la lavó.

—¿Y sabes qué voy a estar haciendo yo? —preguntó mientras volvía a poner la mano sobre la piel suave entre los muslos.

—Estarás en una silla de ruedas —dijo Jeanne y suspiró cuando el dedo de Paul le tocó el clítoris.

—Bueno, tal vez. Pero pienso que estaré riéndome en la eternidad.

Le dejó la pierna, pero Jeanne la mantuvo en el aire.

—Qué poético. Pero por favor, antes de que te levantes, limpiame el pie.

Noblesse obliga .

Le besó el pie y luego se lo enjabonó.

—Sabes —continuó diciendo Jeanne, él y yo hacemos el amor.

—¿Realmente? —Paul se rió, divertido con la idea de que lo estaba provocando con esa revelación—. ¿Y lo hace bien?

—¡Es magnífico!

Al desafío de Jeanne le faltaba convicción. Sin embargo, Paul sintió que estaba más satisfecho. Sin duda, ella tendría otro amante, pero volvía una y otra vez a él por lo que le pareció una razón obvia.

—Sabes, eres una imbécil—dijo él—. Lo mejorcito lo vas a hacer en este mismo apartamento. Ahora, ponte de pie

Ella obedeció y dejó que él la diera vuelta. Sus manos, suaves por el jabón, le acariciaron la espalda y las nalgas. Paul parecía un padre que bañaba a su hija, los pantalones empapados de agua, concentrado y un tanto inexperto.

Jeanne dijo:

—Mi novio está lleno de misterios.

Esa idea molestó vagamente a Paul. Se preguntó hasta dónde la dejaría llegar y cómo haría para detenerla.

—Escucha, tontita —dijo—. Todos los misterios que vas a encontrar en la vida están en este mismo lugar.

—Es como todo el mundo —la voz de Jeanne tenía un tono de ensoñación—, pero al mismo tiempo, es diferente.

—Como todo el mundo, ¿pero diferente? Paul le siguió la corriente.

—Sabes, hasta llega a asustarme.

—¿Qué es? ¿El rufián local?

Jeanne no pudo dejar de reírse.

—Podría ser. Tiene ese aspecto.

Salió de la bañera y se envolvió en una gran toalla. Paul se miró las manos enjabonadas.

—¿Sabes por qué estoy enamorada de él?

—Tengo muchísimas ganas de saberlo —dijo él sarcásticamente.

—Porque sabe... —hizo una pausa, incierta de que quería asumir la responsabilidad por sus palabras— ...porque sabe cómo enamorarme.

Paul notó de que su molestia se había transformado en rabia.

—¿Y quieres que este hombre que tú amas te proteja y te cuide?

—Sí.

—¿Quieres que ese guerrero poderoso, dorado y brillante construya una fortaleza en donde puedas refugiarte?

Se puso de pie y levantó la voz junto con su cuerpo. La miró con desprecio.

—...y entonces nunca tendrás que tener miedo y nunca te sentirás sola. Nunca te quieres sentir vacía. Eso es lo que quieres, ¿no es así?

—Sí—dijo ella.

—Pues bien, jamás encontrarás ese hombre.

—¡Pero ese hombre ya lo he encontrado!

Paul quiso golpearla, hacerle ver al estupidez de su afirmación. Sintió un ataque de celos. Jeanne había violado el pacto, había hecho que el mundo exterior pareciera real por primera vez. Tenía que violarla de alguna manera.

—Pues —dijo, no pasará mucho tiempo antes de que él quiera construirse una fortaleza con tus tetas, tu coño y tu sonrisa...

Paul pensaba que el amor era una excusa para alimentar en otra persona la propia estimación de uno mismo. El único modo verdadero de amor era utilizar otra persona sin presentar ninguna excusa.

—Con tu sonrisa —continuó— construirá un lugar en el que se pueda sentir lo suficientemente cómodo y poder hincarse ante el altar de su propio falo...

Jeanne lo miró fascinada, la toalla cubriéndole todo el cuerpo. Las palabras de Paul la asustaron y la llenaron de un nuevo deseo.

—He encontrado ese hombre —repitió.

—¡No! —exclamó él rechazando la posibilidad—. ¡Estás sola! ¡Estás completamente sola! Y no te liberarás de ese sentimiento de soledad hasta que veas a la muerte cara a cara.

Paul bajó la mirada y vio las tijeras sobre el lavabo e involuntariamente sus manos fueron en esa dirección. Sería tan fácil: ella, él, luego nada más que sangre. El había estado allí anteriormente, se dijo a sí mismo. Pensó en el cuerpo de Rosa siendo subido por las escaleras por un par de empleados de la funeraria. Una ola de náusea lo sacudió.

—Sé que esto puede parecer una mierda —dijo—, una mierda romántica. Pero hasta que no vayas hasta el mismo culo de la muerte, dentro de su culo, y sientas ese útero de miedo, no podrás conseguirlo. Luego, tal vez, puedas encontrarlo.

—Pero ya lo he encontrado —dijo Jeanne y su voz era insegura. Eres tú. ¡Tú eres ese hombre!

Paul tembló y se apoyó en la pared. Ella lo había engañado. Había corrido un riesgo muy grande. Ahora le mostraría lo que era la desesperación.

—Dame las tijeras dijo,

—¿Qué? —Jeanne sintió miedo.

—Pásame las tijeras de uñas,

Jeanne las sacó del lavatorio y se las entregó. Paul la tomó por la muñeca y le levantó la mano hasta que alcanzó la altura del rostro.

—Quiero que te cortes las uñas de la mano derecha —le dijo, pero ella lo miró sorprendida.

—Estos dos dedos —agregó él señalándolos. Jeanne se cortó con cuidado la uña del índice y la del dedo medio. Volvió a colocar la tijera sobre el lavabo en vez de entregársela a Paul. El comenzó a desabrocharse los pantalones, sus ojos siempre fijos en ella. Los pantalones y los calzoncillos cayeron a los tobillos y se le vieron los genitales y los muslos hirsutos y musculosos. Bruscamente Paul le dio la espalda y apoyó ambas manos en la pared, por encima del lavabo.

—Ahora —dijo— quiero que me pongas los dedos en el culo.

Quoi ? —Jeanne no pudo creer lo que acababa de oír.

—¡Que me pongas los dedos en el culo! ¿Estás sorda?

Ella lo empezó a explorar. Se maravilló de la habilidad que tenía Paul para sorprenderla, para empujarla más allá de lo que ella se había imaginado. Ahora sabía que el affair podía tener un fin espantoso, algún inexplicable hecho de violencia, pero ya no sintió más miedo. Algo en las profundidades de la desesperación de Paul, la emocionaba y excitaba y la hacía moverse a su lado. Estaba dispuesta a seguir aunque significara empujarlo aún más a su propia desintegración.

Hizo una pausa por temor a lastimarlo.

—¡Sigue! —ordenó él y ella metió más los dedos.

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