Robert Alley - El último tango en Paris
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La Arriflex descansaba sobre el pavimento en la acera, asegurada sobre el trípode, porque no había lugar en la pequeña tienda. El operador estaba inclinado sobre el objetivo mientras que el encargado del sonido se arrodillaba ante su magnetófono verificando el funcionamiento del micrófono. Tom bailó detrás de la cámara, a la espera de que comenzase la filmación, su pañuelo de brillante diseño colgando del cuello en una ligera muestra consciente de entusiasmo. La mujer propietaria de la tienda, reconociendo la seguridad de una venta, había tratado de convencer a Jeanne que eligiera el más caro vestido de novia en peau-de-soire , pero ella prefirió el estilo más tradicional pese a que era de segunda mano. El perfil de sus pechos era firme y virginal.
Se impacientó con las preparaciones de Tom y quiso que comenzara mientras pudiera dejar en suspenso su propia incredulidad. El se percató de su incomodidad.
—La inspiración no es como una luz que se prende —dijo.
—Entonces, ¿qué clase de director eres?
—¡No se pueden comprar ideas como si fueran salchichas! —se dirigió a su equipo—. ¿Están listos? ¡Se rueda...!
Jeanne vio cómo Tom se aprestaba con el micrófono a enfrentar las cámaras y hacer la introducción con los pies bien separados. Jeanne decidió que era un romántico tan incurable como ella.
—Estamos en Les Halles comenzó a decir mientras la cámara giraba en círculo—. En estos viejos negocios hay vestidos, vestidos que se mueven en la brisa suave; hay una sensación blanca. Son vestidos de bodas...
Hizo un gesto al operador de sonido y gritó: ¡Acción!
Jeanne vio que Tom se arrodillaba ante ella de modo que no tapara la imagen y tenia el micrófono a la altura de sus pechos.
—¿Cómo ves el matrimonio? —preguntó él.
Ella sintió el movimiento del aire; supo que no era una brisa, sino viento. Venían nubes del norte. Aire caliente en invierno, pensó, eso siempre significa lluvia.
—Lo veo en todas partes —dijo—, siempre.
—¿En todas partes? —preguntó Tom.
—En las paredes, en las fachadas de las casas.
—¿En las paredes? ¿En las fachadas de las casas?
Tom ya parecía estar decepcionado. Ella se preguntó de si en realidad tenían una posibilidad de lograrlo juntos cuando se sintió sofocada con un vestido de bodas.
—Sí —dijo ella enfrentando la cámara—, en carteles. Y ¿qué dicen los carteles? ¿Qué venden?
—Hablan de autos, de carne envasada, cigarrillos.. —sugirió Tom.
—No, el tema son los jóvenes antes del matrimonio sin hijos. Luego los vemos después del matrimonio con hijos. Los carteles son sobre el matrimonio aun cuando no lo digan. El matrimonio ideal y con éxito ya no es al estilo antiguo, en la iglesia, con un marido deprimido y una esposa quejosa. Hoy, el matrimonio publicitado es sonriente.
—¿Sonriente?
—Sin duda. ¿Por qué no tomar en serio estos matrimonios que se ven en la publicidad? Se trata de matrimonios pop.
¡Pop! Para Tom fue una revelación. Jamás había pensado en el matrimonio en esos términos.
—Es una idea —dijo—. Para la juventud pop, un matrimonio pop. Pero, ¿qué sucede si un matrimonio pop no funciona?
—Se lo arregla como a un auto —dijo Jeanne. La pareja es como dos obreros en ropa de trabajo arreglando un motor.
—Y en caso de adulterio, ¿qué sucede?
La mujer de la tienda terminó de trabajar y retrocedió para contemplar su obra.
—En caso de adulterio —dijo Jeanne, hay tres o cuatro obreros en vez de dos.
—¿Y el amor? ¿Es pop también el amor?
Tom se arrodilló a sus pies, su cabeza descansando en los pliegues de peau-de-soire que caían sobre el pequeño diván. Miró a Jeanne con ojos embelesados.
—No —decidió ella—, el amor no es pop.
Jeanne se percató de que el equipo disfrutaba del intercambio y se preguntó si sospechaban algo que Tom no sospechaba. Detrás de ellos, el cielo se oscurecía más.
—Si no es pop, ¿qué es?
—Los obreros se van a un lugar secreto —dijo ella—, se sacan las ropas de trabajo, se transforman una vez más en hombre y mujer y hacen el amor.
Tom estaba encantado. Se puso de pie dando un salto y exclamó:
—¡Estás magnífica! ¡Hasta tienes un aspecto magnífico!
—Es el vestido que hace a la novia —dijo Jeanne humildemente.
—¡Estás mejor que Rita Hayworth —dijo Tom utilizand o su catálogo de comparaciones cinematográficas—, mejor que Joan Crawford, Kim Novak, Lauren Bacall y Ava Gardner cuando amaba a Mickey Rooney!
Esos nombres no tenían nada que ver con ella. Trató de creer en si misma como novia, pero no pudo, por lo menos, no como novia de Tom, ahora no. Quiso arrancarse el vestido, alejarse de esa adoración infantil, de los ojos de la cámara, del equipo y de la mujer que estaba cerrando la puerta porque había comenzado a llover.
—¿Qué está haciendo? —dijo Tom—. ¡Corte! —volvió a abrir la puerta y le dijo al operador que siguiera filmando, pero la lluvia cayó con más fuerza y la script fue la primera en correr a cubrirse. El operador se sacó la chaqueta y la puso sobre la Arriflex. El de sonido empezó a reunir su equipo bajo el toldo de la tienda de al lado.
—¿Por qué no filmas bajo la lluvia? —gritó Tom—. ¿Por qué dejas de filmar?
Un alud de agua pareció caer del cielo. Tom salió a la calle a ayudar con la cámara y sus gritos de desmayo fueron ahogados por el diluvio. Jeanne se acercó con sigilo a la puerta levantando los pliegues de la falda con las manos.
Sintió un deseo súbito e irresistible de ver a Paul, de estar protegida dentro de las paredes circulares de su apartamento, despojada de ese vestido y de todas las demás obligaciones. Vaciló y luego salió corriendo a la lluvia y a la Rue de la Cossonnerie ; la lluvia empapó al instante sus cabellos y el fino satín de modo frío pero eléctrico. Sintió ganas de cantar y abrió la boca ante el diluvio.
Nadie, salvo la propietaria de la tienda, vio la fuga de Jeanne. La mujer todavía estaba con la boca abierta cuando Tom volvió a entrar en el local, empapado, y encontró la plataforma vacía.
—Jeanne —dijo—, ¿dónde está Jeanne?
—No lo sé —susurró la mujer—, pegó un salto y se fue.
—¿En la lluvia?
—En la lluvia. Con su vestido de novia.
Ambos miraron afuera. La Rue de la Cossonerie estaba desierta, apoyada en la figura recortada de Les Halles , oscurecida por la lluvia.
XVIII
Paul estaba en el refugio del puente del tren, mirando los pétalos de hierro azul y gris que sostenían el metro y la lluvia que pasaba entre los arcos hacia el río. Tenía el impermeable puesto no porque tuviera frío o estuviese mojado —había llegado al puente antes de que empezara la lluvia—, sino porque le gustaba la sensación de protección que le dispensaba. No se había peinado esa mañana y la zona de la cabeza que iba a la calvicie era más evidente. Parecía más viejo que antes. Y más vulnerable. Hoy iban a llevar el cuerpo de Rosa a la habitación que su suegra había arreglado con tanto esmero y Paul se dirigía a otra habitación para encontrarse con otro cuerpo que estaba muy vivo aunque no tuviera nombre ni importancia para él. Se le ocurrió que la situación no dejaba de ser bastante cómica, pero no se rió.
En ese momento, un taxi se detuvo en la Rue Jules Verne y Jeanne bajó del coche. Estaba completamente empapada y parecía estar casi desnuda. El fino satín se había vuelto transparente con el color de su carne y colgaba de modo provocativo de sus pechos y nalgas y hasta exponía el pequeño manchón de pelo púbico. El taxista la miró con aturdida admiración cuando Jeanne cruzó la calle y entró en el edificio de apartamentos.
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