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Ursula Le Guin: El ojo de la garza

Здесь есть возможность читать онлайн «Ursula Le Guin: El ojo de la garza» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1988, ISBN: 978-84-350-2212-5, издательство: Edhasa, категория: Социально-психологическая фантастика / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Ursula Le Guin El ojo de la garza

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“El ojo de la garza” es la historia de dos comunidades de proscritos que, expulsados de la Tierra, viven en un remoto planeta. Una de estas comunidades, los violentos y ambiciosos habitantes de la Ciudad, trata de oprimir a la otra, heredera del movimiento pacifista que comenzara tiempo atrás en la Tierra. La heroína de la novela, Luz, abandona los privilegios y la seguridad doméstica de la Ciudad e intenta buscar su identidad personal, la libertad y el amor, entre esas gentes pacíficas que viven en los límites del mundo. Por último, decide encabezar una expedición a las tierras salvajes (enfrentada a la indiferencia de la naturaleza y a sus propios miedos) para fundar una nueva colonia y empezar una nueva vida en tierras desconocidas.

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Junto a la puerta que se alzaba tras el fresco negro había dos guardias, imponentes figuras, vestidos con pantalones anchos, jubones, botas y cintos. No sólo portaban látigos enroscados en los cintos, sino armas: mosquetes largos, con la culata tallada a mano y pesado cañón. La mayoría de los arrabaleros había oído hablar de las armas, pero nunca las había visto, por lo que ahora las contemplaron con curiosidad.

—¡Alto! —exclamó uno de los guardias.

—¿Cómo? —preguntó Hari.

La población del Arrabal había adoptado muy pronto la lengua de Ciudad Victoria, pues eran gentes de idiomas muy distintos y necesitaban una lengua común para comunicarse entre sí y con la Ciudad; algunos de los más ancianos desconocían ciertas costumbres de la Ciudad. Hari nunca había oído la palabra «Alto».

—Deténganse aquí —añadió el guardia.

—Muy bien —aceptó Hari—. Tenemos que esperar aquí —explicó a sus compañeros.

Desde el otro lado de las puertas cerradas de la Sala de la Junta llegó el rumor de voces pronunciando discursos. Poco después los arrabaleros bajaron por el pasillo para mirar los frescos mientras esperaban; los guardias ordenaron que permanecieran juntos y volvieron a reunirse. Por fin las puertas se abrieron y los guardias escoltaron a la delegación del Arrabal hasta el Salón de la Junta del Gobierno de Victoria: una amplia estancia, dominada por la luz cenicienta que se colaba por las ventanas empotradas en lo alto de la pared. En el extremo aparecía una plataforma elevada sobre la que diez sillas formaban un semicírculo; en la pared posterior pendía una lámina de tela roja, con un disco azul en el medio y diez estrellas amarillas a su alrededor. Unos veinticinco hombres se repartían irregularmente en las hileras de bancos, frente a la tarima. De las diez sillas del estrado, sólo tres estaban ocupadas.

Un hombre de cabellos rizados, sentado en una mesilla situada debajo de la tarima, se puso en pie y anunció que una delegación del Arrabal había solicitado autorización para dirigirse al Pleno Supremo del Congreso y la Junta de Victoria.

—Autorización concedida —informó uno de los hombres de la tarima.

—Avancen… No, por ahí no, por el pasillo… —El hombre de cabellos ensortijados susurró y se desvivió hasta colocar a la delegación donde quería, cerca de la tarima—. ¿Quién es el portavoz?

—Ella —respondió Hari y señaló a Vera con la cabeza.

—Diga su nombre tal como figura en el Registro Nacional. Debe dirigirse a los congresistas como «Caballeros» y a los concejales como «Sus Excelencias» —susurró el empleado, con el ceño fruncido. Hari lo miró con bondadoso regocijo, como si se tratara de un murciélago con saco abdominal—. ¡Vamos, vamos! —murmuró el afanoso empleado.

Vera avanzó un paso.

—Me llamo Vera Adelson. Hemos venido a debatir con ustedes nuestros planes de enviar un grupo al norte para establecer un nuevo asentamiento. Días atrás no tuvimos tiempo de analizar la cuestión y por eso se produjeron algunos errores de entendimiento y desacuerdos. Ya está todo superado. Jan tiene el mapa que el concejal Falco pidió y entregamos gustosamente esta copia para los Archivos. Los exploradores insisten en que no es muy exacto, pero da una idea general del territorio situado al norte y al este de Bahía Songe, incluidos algunos caminos y vados transitables. Esperamos sinceramente que sea de utilidad para nuestra comunidad.

Uno de los arrabaleros extendió un rollo de papel de hoja y el inquieto empleado lo tomó, mirando a los concejales en busca de su consentimiento.

Con su traje de pantalón de blanca seda de árbol, Vera permaneció inmóvil como una estatua bajo la luz gris. Su voz sonaba serena:

—Hace ciento once años el gobierno de Brasilamérica envió millares de personas a este mundo. Hace cincuenta y seis años el gobierno de Canamérica envió dos mil personas más. Estos grupos no se han fusionado, pero han cooperado. Ahora Ciudad y Arrabal, pese a ser distintas, son profundamente interdependientes. Las primeras décadas fueron muy duras para cada uno de los grupos y hubo que lamentar muchas muertes. Se han producido menos víctimas a medida que aprendíamos a vivir aquí. Aunque hace años que el Registro se ha suspendido, calculamos que la población de la Ciudad ronda las ocho mil personas y, según nuestro último cálculo, la población del Arrabal ascendía a cuatro mil trescientas veinte.

Un murmullo de sorpresa se elevó desde los bancos.

—Consideramos —prosiguió Vera— que doce mil personas es el máximo que puede alimentar la región de Bahía Songe sin apelar a una agricultura demasiado intensiva y al riesgo constante de la hambruna. Creemos que ha llegado la hora para que algunos partamos y establezcamos un nuevo asentamiento. Al fin y al cabo, hay espacio más que suficiente. —Falco sonrió ligeramente desde su asiento de concejal—. Como el Arrabal y la Ciudad no se han unido y siguen constituyendo dos grupos diferentes, creemos que un esfuerzo compartido para establecer un nuevo asentamiento sería poco aconsejable. Los pioneros tendrán que convivir, trabajar juntos, depender mutuamente y, como es obvio, casarse entre sí. Sería intolerable la tensión de mantener separadas las dos castas sociales en semejantes condiciones. Además, los que quieren crear un nuevo asentamiento son arrabaleros. Alrededor de doscientas cincuenta familias, cerca de mil personas, están pensando en trasladarse al norte. No se irán todos juntos, sino unas doscientas personas por vez. A medida que partan, ocuparán sus sitios en las granjas los jóvenes que elijan quedarse y, puesto que la Ciudad ya está muy poblada, queda la posibilidad que algunas familias deseen trasladarse al campo. Serán recibidas con los brazos abiertos. Aunque la quinta parte de nuestros campesinos se traslade al norte, no habrá una caída en la producción de alimentos y, por añadidura, habrá mil bocas menos que alimentar. Este es nuestro plan. Confiamos en que a través del debate, la crítica y la búsqueda mutua de la verdad podamos llegar a la plena coincidencia en una cuestión que a todos nos atañe.

Se produjo un breve silencio.

Un hombre que ocupaba uno de los bancos se levantó para hablar, pero volvió a sentarse apresuradamente al ver que el concejal Falco se disponía a hacer uso de la palabra.

—Muchas gracias, senhora Adelson —dijo Falco—. Ya se le informará sobre la decisión de la Junta con respecto a esta propuesta. Senhor Brown, ¿cuál es el punto siguiente de la orden del día?

Con una mano, el empleado de cabellos rizados hizo gestos frenéticos a los arrabaleros mientras con la otra intentaba encontrar algo entre los papeles de su escritorio. Dos guardias se adelantaron deprisa y flanquearon a los cinco arrabaleros.

—¡Vamos! —ordenó uno de ellos.

—Esperen un momento —pidió Vera amablemente—. Concejal Falco, temo que volvemos a entendernos mal. Nosotros hemos tomado una decisión provisional. Y ahora nos gustaría, con vuestra cooperación, tomar una decisión definitiva. Ni nosotros ni ustedes podemos elegir en solitario con respecto a un asunto que nos compete a todos.

—Creo que me entiende mal —dijo Falco y miró el aire por encima de la cabeza de Vera—. Acaba de plantear una propuesta. La decisión corresponde al gobierno de Victoria.

Vera sonrió.

—Sé que ustedes no están acostumbrados a que las mujeres tomen la palabra en vuestras reuniones. Quizá sea mejor que Jan Serov se exprese en nuestro nombre.

Vera retrocedió y un hombre corpulento y de piel blanca ocupó su sitio.

—Verán —dijo, como si prosiguiera el discurso de Vera—, en primer lugar tenemos que acordar qué queremos y cómo queremos hacerlo y, una vez que estemos de acuerdo, lo haremos.

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