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Ursula Le Guin: El ojo de la garza

Здесь есть возможность читать онлайн «Ursula Le Guin: El ojo de la garza» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1988, ISBN: 978-84-350-2212-5, издательство: Edhasa, категория: Социально-психологическая фантастика / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Ursula Le Guin El ojo de la garza

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“El ojo de la garza” es la historia de dos comunidades de proscritos que, expulsados de la Tierra, viven en un remoto planeta. Una de estas comunidades, los violentos y ambiciosos habitantes de la Ciudad, trata de oprimir a la otra, heredera del movimiento pacifista que comenzara tiempo atrás en la Tierra. La heroína de la novela, Luz, abandona los privilegios y la seguridad doméstica de la Ciudad e intenta buscar su identidad personal, la libertad y el amor, entre esas gentes pacíficas que viven en los límites del mundo. Por último, decide encabezar una expedición a las tierras salvajes (enfrentada a la indiferencia de la naturaleza y a sus propios miedos) para fundar una nueva colonia y empezar una nueva vida en tierras desconocidas.

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—El tema está cerrado —intervino el calvo concejal Helder, sentado a la izquierda de Falco en la tarima—. Si ustedes siguen obstruyendo las tareas del Pleno, habrá que retirarlos por la fuerza.

—No obstruimos ninguna tarea, sólo queremos hacer algo —declaró Jan. No sabía qué hacer con sus enormes manos, que mantenía torpemente pegadas a los lados del cuerpo, entrecerradas, buscando el mango de una azada ausente—. Tenemos que resolver este asunto.

—Guardias —dijo Falco en voz muy baja.

Cuando los guardias avanzaron por segunda vez, Jan miró perplejo a Vera y Hari apeló a Falco:

—Bueno, concejal, cálmese, es evidente que sólo tenemos la intención de hablar con sensatez.

—¡Su Excelencia, haga expulsar a esta gente! —gritó un hombre desde los bancos.

Otros asistentes se pusieron a vociferar, como si quisieran llamar la atención de los concejales sentados en el estrado. Los arrabaleros no se movieron, si bien Jan Serov y el joven King miraron sorprendidos los rostros coléricos y gritones vueltos hacia ellos. Falco conferenció unos segundos con Helder e hizo señas a uno de los guardias, que abandonó el recinto a la carrera. Falco levantó la mano para pedir silencio.

—Deben ustedes comprender que no son miembros del gobierno, sino súbditos —declaró con suma cortesía—. «Decidir» sobre un «plan» opuesto a las decisiones del gobierno es un acto de rebelión. Para que quede bien claro para ustedes, y también para el resto, permanecerán detenidos aquí hasta que comprobemos que el orden vigente se ha restablecido.

—¿Qué significa «detenidos»? —preguntó Hari a Vera en voz baja.

—La cárcel —respondió la mujer.

Hari asintió. Había nacido en una cárcel de Canamérica; aunque no lo recordaba, estaba orgulloso de ello.

Aparecieron ocho guardias con actitud autoritaria y empujaron a los arrabaleros hacia la puerta.

—¡En fila india! ¡Dense prisa! ¡Si corren, dispararé! —ordenó el oficial.

Ninguno de los cinco arrabaleros mostró la menor intención de huir, resistirse o protestar. Empujado por un guardia impaciente, King se disculpó como si en medio de la prisa le hubiera cortado el paso a alguien.

Los guardias guiaron al grupo más allá de los frescos, más allá de las columnas, hasta la calle. Allí los obligaron a detenerse.

—¿Adónde vamos? —preguntó uno de los guardias al oficial.

—A la cárcel.

—¿Ella también?

Todos miraron a Vera, pulcra y delicada con su vestimenta de seda blanca. Impávida, les devolvió la mirada.

—El jefe ha dicho que a la cárcel —declaró el oficial y frunció el ceño.

—Hesumeria, señor, no podemos meterla en la cárcel —declaró un guardia menudo, de mirada penetrante y con la cara marcada.

—Eso ha dicho el jefe.

—Fíjese, señor, es una dama.

—Llévenla a casa del Jefe Falco y que decida él cuando regrese —propuso otro guardia, el gemelo de Caramarcada, aunque no tenía cicatrices.

—Les doy mi palabra que permaneceré donde me digan, pero preferiría estar con mis amigos —intervino Vera.

—¡Por favor, señora, cállese! —ordenó el oficial y se sujetó la cabeza con las manos—. De acuerdo. Ustedes dos, llévenla a Casa Falco.

—Mis amigos también darán su palabra si… —intentó añadir Vera.

El oficial ya le había dado la espalda y gritó:

—¡De acuerdo! ¡Adelante! ¡En fila india!

—Por aquí, senhora —dijo Caramarcada.

Vera se detuvo en la bocacalle y alzó la mano para saludar a sus cuatro compañeros, que ahora iban calle abajo.

—¡Paz! ¡Paz! —gritó Hari con gran entusiasmo.

Caramarcada masculló algo y soltó un escupitajo. Los dos guardias eran hombres que habrían asustado a Vera si se hubiera cruzado con ellos por las calles de la Ciudad pero en este momento, mientras caminaban flanqueándola, su modo de protegerla era evidente hasta en la forma de andar. Vera tuvo la sensación que ellos se consideraban sus salvadores.

—¿La cárcel es muy desagradable? —inquirió.

—Borracheras, refriegas, hedores —replicó Caramarcada.

—No es sitio para una dama, senhora —añadió el gemelo con grave decoro.

—¿Es un sitio más apto para hombres? —insistió Vera, pero ninguno de los dos respondió.

Casa Falco sólo distaba tres calles del Capitolio: era un edificio grande, bajo, blanco y de techo de tejas rojas. La criada rolliza que abrió la puerta se perturbó en presencia de dos soldados y de una senhora desconocida; hizo una reverencia, hipó y murmuró:

—¡Oh, hesumeria! ¡Oh, hesumeria! —y huyó dejando al trío en el umbral.

Después de una pausa prolongada en la que Vera conversó con los guardias y se enteró que ellos eran hermanos gemelos, que se llamaban Emiliano y Aníbal y que les gustaba su profesión porque la paga era buena y no tenían que oír impertinencias de nadie, si bien a Aníbal —Caramarcada— no le agradaba permanecer erguido tantas horas porque le dolían los pies y se le hinchaban los tobillos… Después de la pausa, una joven apareció en la entrada, una muchacha de espalda recta y mejillas rojas que meneaba sus largas faldas.

—Soy la senhorita Falco —se presentó echando una rápida mirada a los guardias pero dirigiéndose a Vera. Su expresión se demudó—. Lo siento, senhora Adelson, no la había reconocido. ¡Pase, por favor!

—Verás, querida, es una situación embarazosa, no vengo como visitante, sino como presa. Estos caballeros han sido muy amables. Pensaron que la cárcel no es un sitio para mujeres y me trajeron aquí. Creo que si paso ellos también tendrán que entrar para vigilarme.

Las cejas de Luz Marina habían formado una delgada recta. Permaneció muda unos segundos.

—Pueden esperar aquí, en la entrada —dijo—. Siéntense en los arcones —ofreció a Aníbal y a Emiliano—. La senhora Adelson se quedará conmigo.

Los gemelos cruzaron tiesos el umbral, detrás de Vera.

—Pase, por favor —ofreció Luz amablemente.

Vera entró en el vestíbulo de Casa Falco, con sus sillones y sus sofás de madera acolchados, sus mesas taraceadas y su suelo de piedra adornado con dibujos, sus ventanas de grueso cristal y las enormes y frías chimeneas: su cárcel.

—Por favor, tome asiento —ofreció su carcelera y se acercó a una puerta interior para ordenar que prepararan el fuego y lo encendieran y que les sirvieran café.

Vera no se sentó. Miró admirada a la joven a medida que regresaba a su lado.

—Querida, eres muy amable y atenta. Pero estoy realmente detenida…, por orden de tu padre.

—Esta es mi casa —declaró Luz con una voz tan seca como la de su padre—. En mi casa se acoge bien a las visitas.

Vera suspiró y se sentó dócilmente. El viento de las calles había alborotado su cabellera cana; la estiró y cruzó sus manos delgadas y morenas sobre el regazo.

—¿Por qué la ha detenido? —Luz había reprimido la pregunta y ahora salió disparada—. ¿Qué ha hecho?

—En fin, hemos venido para tratar de elaborar con la Junta los planes para el nuevo asentamiento.

—¿Sabían que los detendrían?

—Era una posibilidad.

—¿De qué está hablando?

—Del nuevo asentamiento…, diría que de la libertad. Querida, en realidad no debería hablar contigo de este asunto. Me he comprometido a ser una detenida y los presos no deben pregonar su delito.

—¿Por qué no? —preguntó Luz desdeñosamente—. ¿Acaso es contagioso, como la gripe?

Vera rió.

—¡Ya lo creo! Sé que nos hemos visto antes…, pero no recuerdo dónde nos conocimos.

La nerviosa criada entró rápidamente con una bandeja, la depositó sobre la mesa y salió espantada, sin aliento. Luz sirvió la bebida negra y caliente —llamada café y preparada con la raíz tostada de una planta nativa— en tazas de fino barro rojo.

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