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Ursula Le Guin: El ojo de la garza

Здесь есть возможность читать онлайн «Ursula Le Guin: El ojo de la garza» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1988, ISBN: 978-84-350-2212-5, издательство: Edhasa, категория: Социально-психологическая фантастика / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Ursula Le Guin El ojo de la garza

El ojo de la garza: краткое содержание, описание и аннотация

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“El ojo de la garza” es la historia de dos comunidades de proscritos que, expulsados de la Tierra, viven en un remoto planeta. Una de estas comunidades, los violentos y ambiciosos habitantes de la Ciudad, trata de oprimir a la otra, heredera del movimiento pacifista que comenzara tiempo atrás en la Tierra. La heroína de la novela, Luz, abandona los privilegios y la seguridad doméstica de la Ciudad e intenta buscar su identidad personal, la libertad y el amor, entre esas gentes pacíficas que viven en los límites del mundo. Por último, decide encabezar una expedición a las tierras salvajes (enfrentada a la indiferencia de la naturaleza y a sus propios miedos) para fundar una nueva colonia y empezar una nueva vida en tierras desconocidas.

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Ninguna de las criaturas zoológicas de Victoria era domesticable, ninguna podía convivir con el hombre, no se acercaban. Escapaban, huían hacia los bosques ensombrecidos por la lluvia y dulcemente perfumados, se internaban mar adentro o iban hacia la muerte. No tenían nada que ver con los seres humanos. El hombre era un extraño. No pertenecía a ese ámbito.

—Una vez tuve un gato —le había dicho la abuela a Lev muchos años atrás—. Un gato gris y panzón, con el pelo como la más suave, la más mullida seda de los árboles. Tenía listas negras en las patas y ojos verdes. Saltaba sobre mi regazo, me hundía el morro bajo la oreja para que pudiera oírlo y ronroneaba y ronroneaba…, ¡así! —La anciana dama emitía un runrún sordo, suave y bronco que deleitaba al chiquillo.

—Nana, ¿qué decía cuando tenía hambre? —Lev contenía el aliento.

—¡RRRRUUUNN, RRRRUUUNN!

La abuela reía. Lev la imitaba.

Sólo se tenían a sí mismos. Las voces, los rostros, las manos, los brazos entrelazados de los de la propia especie. La otra gente, los otros extraños.

Al otro lado de las puertas, más allá de los pequeños terrenos arados, se extendía la inmensidad, el infinito mundo de colinas, hojas rojas y bruma donde no se oían voces. Dijeras lo que dijeses, hablar allí era como decir: «Soy un extraño».

—Algún día saldré a explorar el mundo, todo el mundo —afirmó el niño.

La idea, que se le acababa de ocurrir, dominó su ánimo. Trazaría mapas y haría todo lo necesario. Pero Nana ya no le escuchaba. Tenía pena en la mirada. Lev sabía qué tenía que hacer. Se acercó silencioso a su abuela, le acarició el cuello por debajo de la oreja y dijo:

—Rrrrrr…

—¿Eres mi gato Mino? ¡Hola, Mino! ¡Pero si no es Mino, sino Levuchka! —exclamó—. ¡Qué sorpresa!

Lev se sentó en las rodillas de Nana. La abuela lo rodeó con sus brazos grandes, gastados y morenos. En cada muñeca lucía un brazalete de hermosa esteatita roja. Los había tallado para ella su hijo, Alexander Sasha, el padre de Lev. Cuando se los regaló por su cumpleaños, le dijo: «Esposas. Mamá, son esposas de Victoria». A pesar que todos los adultos rieron, Nana tenía pena en la mirada cuando reía.

—Nana, ¿Mino se llamaba Mino?

—Claro, tontorrón.

—¿Y por qué?

—Porque le puse Mino de nombre.

—Pero los animales no tienen nombre.

—No, aquí no.

—¿Y por qué no?

—Porque no sabemos sus nombres —respondió la abuela y miró los pequeños campos arados.

—Nana.

—¿Sí? —preguntó la voz tierna en el acogedor pecho en el que Lev apoyaba la oreja.

—¿Por qué no trajiste a Mino?

—En la astronave no pudimos traer nada. Nada nuestro. No había espacio. De todos modos, Mino murió mucho antes del viaje. Yo era una niña cuando Mino era cachorro y seguía siendo una niña cuando envejeció y murió. Los gatos no viven mucho, apenas unos años.

—Pero la gente vive mucho tiempo.

—Sí, claro, muchísimo tiempo.

Lev permaneció quieto en el regazo de la abuela y fingió que era un gato de pelaje gris como la pelusa del algodón, pero tibia.

—Rrrr —ronroneó suavemente mientras la anciana sentada en el umbral lo abrazaba y, por encima de su cabeza, miraba la tierra del exilio.

Ahora, sentado en la dura y ancha raíz de un árbol anillado, en el borde de la Charca del Templo, Lev pensó en Nana, en el gato, en las aguas plateadas de Lago Sereno, en las montañas que lo rodeaban y que soñaba coronar, en los montes que escalaría para salir de la bruma y la lluvia e internarse en el hielo y el brillo de las cumbres; pensó en muchas cosas, en demasiadas cosas. Aunque estaba inmóvil, su mente no cesaba de discurrir. Había ido en busca de sosiego, pero su mente no dejaba de pensar, corría del pasado al futuro una y otra vez. Sólo encontró la calma unos instantes. Una de las garzas se acercó silenciosamente al agua desde el otro lado de la charca. Alzó su delgada cabeza y miró a Lev. El joven le devolvió la mirada y por un instante quedó atrapado en ese ojo redondo y transparente, tan insondable como el cielo límpido: fue un momento redondo, transparente y silencioso, un momento en el centro de todos los momentos, el momento presente y eterno del animal silente.

La garza giró, inclinó la cabeza y buscó alimento en las aguas turbias.

Lev se incorporó, intentó moverse tan callada y diestramente como la garza y abandonó el círculo de árboles pasando entre dos impresionantes troncos rojos. Fue como atravesar una puerta para ir a un sitio totalmente distinto. El valle llano brillaba bajo el sol y el cielo aparecía ventoso y vivo. Sobre la ladera sur, el Templo con su techo de madera pintado de rojo reflejaba los destellos dorados del sol. Lev aceleró el paso al ver que muchas personas charlaban de pie en los escalones y el porche del Templo. Deseaba correr, gritar. No era el momento para estar quieto. Era la primera mañana de la batalla, los albores de la victoria.

—¡Corre! ¡Todos estamos esperando al Jefe Lev! —lo llamó Andre.

Rió y apretó el paso. Subió con dos zancadas los seis escalones del porche.

—Está bien, está bien, está bien —dijo—. ¿A eso le llamas disciplina? ¿Dónde están tus botas? Sam, ¿crees que es una posición respetuosa?

Sam, un hombre moreno y fornido que sólo llevaba pantalón blanco, estaba tranquilamente cabeza abajo, cerca de la barandilla del porche.

Elia coordinó la reunión. Como el sol resultaba muy agradable, en lugar de entrar se sentaron a charlar en el porche. Elia estaba serio, como de costumbre, pero la llegada de Lev animó a los demás y el debate fue acalorado aunque breve. El sentido de la reunión quedó de manifiesto casi de inmediato. Elia quería que otra delegación fuera a la Ciudad para hablar con los Jefes, pero nadie lo secundó; todos eran partidarios de una reunión general de la población del Arrabal. Acordaron que se celebraría antes del crepúsculo y que los más jóvenes se ocuparían de dar voces en las aldeas y los campos más lejanos. Lev estaba a punto de irse cuando Sam, que durante el debate había permanecido tranquilamente cabeza abajo, se enderezó con un solo y gracioso movimiento y le comentó sonriente:

—Arjuna, será una gran batalla.

Con la mente ocupada por cien ideas distintas, Lev sonrió a Sam y partió.

La campaña que la población del Arrabal estaba a punto de emprender era algo nuevo y, al mismo tiempo, familiar. Todos habían aprendido sus principios y tácticas en la escuela arrabalera y en el Templo; conocían las vidas de los héroes-filósofos Gandhi y King, la historia del Pueblo de la Paz y las ideas que habían inspirado esas vidas, esa historia. En el exilio, el Pueblo de la Paz había seguido viviendo de acuerdo con esas ideas y, hasta el presente, con buenos resultados. Al menos siguieron siendo independientes al tiempo que se hacían cargo de toda la iniciativa agrícola de la comunidad y compartían plena y libremente los productos con la Ciudad. A cambio, la Ciudad les proporcionaba herramientas y maquinaria fabricadas en las fundiciones del gobierno, pescado capturado por su flota y otros productos que la colonia establecida con anterioridad podía proveer más fácilmente. Había sido un acuerdo satisfactorio para ambas partes.

Gradualmente los términos del acuerdo se tornaron más injustos. El Arrabal cultivaba las plantas de algodón y los árboles de la seda y trasladaba la materia prima a las hilanderías de la Ciudad para que la hilaran y la tejieran. Sin embargo, las hilanderías eran lentas; si los arrabaleros necesitaban ropa, más les valía hilar y tejer los paños. El pescado fresco y seco que esperaban no llegaba. La Junta explicó que se debía a que las capturas fueron exiguas. No sustituyeron las herramientas. La Ciudad había entregado herramientas a los campesinos; la Junta dijo que si los campesinos eran descuidados, a ellos les tocaba reemplazarlas. Y así sucesivamente. Fue un proceso paulatino que no dio lugar a que estallara la crisis. La gente del Arrabal transigió, se adaptó, se arregló. Los hijos y los nietos de los exiliados —ahora hombres y mujeres adultos— nunca habían visto en acción la técnica de conflicto y resistencia que articulaba su fuerte unión como comunidad.

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