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Ursula Le Guin: El ojo de la garza

Здесь есть возможность читать онлайн «Ursula Le Guin: El ojo de la garza» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1988, ISBN: 978-84-350-2212-5, издательство: Edhasa, категория: Социально-психологическая фантастика / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Ursula Le Guin El ojo de la garza

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“El ojo de la garza” es la historia de dos comunidades de proscritos que, expulsados de la Tierra, viven en un remoto planeta. Una de estas comunidades, los violentos y ambiciosos habitantes de la Ciudad, trata de oprimir a la otra, heredera del movimiento pacifista que comenzara tiempo atrás en la Tierra. La heroína de la novela, Luz, abandona los privilegios y la seguridad doméstica de la Ciudad e intenta buscar su identidad personal, la libertad y el amor, entre esas gentes pacíficas que viven en los límites del mundo. Por último, decide encabezar una expedición a las tierras salvajes (enfrentada a la indiferencia de la naturaleza y a sus propios miedos) para fundar una nueva colonia y empezar una nueva vida en tierras desconocidas.

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—El año pasado asistí al festival del Arrabal —respondió. Su voz había perdido la sequedad autoritaria y ahora sonaba cohibida—. Fui a ver las danzas. Usted vino un par de veces a la escuela para hablarnos.

—¡Es verdad! ¡Lev, tú y el famoso grupo estudiaron juntos! Entonces conociste a Timmo. ¿Te enteraste que él murió en la expedición al norte?

—No, no lo sabía. Entonces murió en la inmensidad —dijo la joven y acompañó la palabra inmensidad con un fugaz silencio—. ¿Lev estaba…, está Lev en la cárcel?

—No, no ha venido con nosotros. Sabrás que en la guerra las fuerzas nunca se concentran en un solo frente.

Vera bebió un sorbo de café con renovado entusiasmo y el sabor la llevó a hacer una ligera mueca.

—¿La guerra?

—Estoy hablando de una guerra sin combates. Probablemente hablo de una rebelión, como dice tu padre. Espero que sólo se trate de un desacuerdo. —Daba la sensación que Luz no entendía nada—. ¿Sabes qué es la guerra?

—Sí, claro que sí. Cientos de personas se matan entre sí. La historia de la Tierra, que estudiamos en la escuela, no hablaba de otra cosa. Pero suponía…, suponía que ustedes no luchaban.

—Y no estás equivocada —coincidió Vera—. No luchamos, al menos no lo hacemos con navajas y armas. Pero cuando nos ponemos de acuerdo en que hay que hacer algo o en que algo no debe hacerse, nos volvemos muy testarudos. Y cuando nuestra testarudez topa con otra testarudez, puede estallar una especie de guerra, un combate ideológico, el único tipo de guerra que es posible ganar. ¿Te das cuenta? —Evidentemente, Luz no entendía—. No te preocupes —prosiguió Vera afablemente—, ya llegará el día en que lo comprenderás.

4

El árbol anillado de Victoria llevaba una doble vida. Comenzaba por un único plantón de crecimiento rápido con hojas rojas dentadas. Una vez maduro, florecía pródigamente y daba grandes flores de color miel. Atraídos por los dulces pétalos, los no-sé-qué y otros pequeños seres voladores los comían y así fertilizaban el amargo corazón de la flor con polen adherido a su pelaje, sus escamas, sus alas o barbas. El resto fertilizado de la flor se enroscaba hasta formar una semilla dura. Aunque en el árbol podía haber cientos, se secaban y caían, una tras otra, dejando una única semilla en una elevada rama central. Esta semilla dura y de sabor desagradable crecía y crecía al tiempo que el árbol se debilitaba y marchitaba, hasta que las ramas peladas se hundían pesarosas bajo el peso de la bola grande y negra de la semilla. Después, alguna tarde en que el sol otoñal se abría paso entre los nubarrones, la semilla realizaba su extraordinaria hazaña: estallaba, madurada por el paso del tiempo y calentada por el sol. Soltaba un estampido que podía oírse en varios kilómetros a la redonda. Se levantaba una nube de polvo y fragmentos que se desplazaba lentamente por las colinas. Evidentemente, todo había terminado para el árbol anillado.

Pero en un círculo en torno al tronco central, cientos de semillitas expulsadas de la cáscara cavaban enérgicamente para entrar en el terreno húmedo y fértil. Un año después los vástagos competían por el espacio para las raíces y los más débiles morían. Diez años más tarde y a partir de entonces durante uno o dos siglos de veinte a sesenta árboles de hojas cobrizas formaban un anillo perfecto en torno al tronco central desaparecido tiempo atrás. Ramas y raíces estaban separadas pero tocándose: cuarenta árboles anillados, un anillo de árboles. Cada ocho o diez años florecían y daban un pequeño fruto comestible, cuyas semillas eran excretadas por los no-sé-qué, murciélagos con saco abdominal, farfalias, conejos de los árboles y otros entusiastas de las frutas. Depositada en el sitio adecuado, la semilla germinaba y producía el árbol único y éste la única semilla; el ciclo se repetía incesantemente de árbol anillado a anillo de árboles.

Si el terreno era propicio, los anillos crecían entrelazados; no salían plantas grandes en el círculo central de cada anillo, sólo hierbas, musgos y helechos. Los anillos muy viejos agotaban hasta tal punto el terreno central que éste podía hundirse y formar un hueco que se llenaba de filtraciones subterráneas y de lluvia; así, el círculo de viejos y altos árboles de color rojo oscuro se reflejaba en las aguas mansas de la charca central. El centro de un anillo de árboles siempre era un sitio sereno. Los antiguos anillos con una charca en el centro eran los más apacibles, los más extraños.

El Templo del Arrabal se alzaba en las afueras de la población, en un valle que cobijaba uno de esos anillos: cuarenta y seis árboles que elevaban sus troncos en forma de columna y sus coronas de bronce en torno a un mudo círculo de agua impregnado de lluvia, gris nube o brillante por el sol que se abría paso entre el follaje rojo desde un cielo fugazmente despejado. Las raíces crecían nudosas al borde del agua, lo que creaba un sitio de reposo para el contemplador solitario. Un único par de garzas vivía en el Anillo del Templo. La garza victoriana no era una garza, ni siquiera era un ave. Los exiliados sólo tuvieron palabras del viejo mundo para nombrar el nuevo. Los seres que vivían en las charcas —una pareja por charca— eran zancudos, de color gris claro y comían peces: por eso los llamaron garzas. La primera generación sabía que no eran garzas, que no eran aves, reptiles ni mamíferos. Las generaciones siguientes no sabían lo que no eran aunque, en cierto sentido, sabían lo que eran. Eran garzas.

Parecían vivir tanto como los árboles. Nadie había visto una cría de garza ni un huevo. A veces danzaban y si el rito era una ceremonia nupcial, el apareamiento tenía lugar en el secreto de la noche de la inmensidad: nadie las había visto. Discretas, angulosas y elegantes, anidaban entre las raíces, en los montículos de hojas rojas, pescaban animales acuáticos en los bajos y, desde el otro lado de la charca, contemplaban a los seres humanos con ojos grandes y redondos tan incoloros como el agua. Aunque no mostraban temor ante el hombre, jamás permitían un estrecho acercamiento.

Hasta hoy los pobladores de Victoria no habían encontrado ningún animal terrestre de grandes dimensiones. El herbívoro de mayor tamaño era el conejo, una bestia conejil —gorda y lenta— recubierta de magníficas escamas impermeables; el mayor depredador era la larva, de ojos rojos, dientes de tiburón y medio metro de largo. En cautiverio, las larvas mordían y chillaban con mórbido frenesí hasta que morían; los conejos se negaban a comer, se tendían apaciblemente y morían. En el mar había bestias de gran tamaño; todos los veranos las «ballenas» llegaban a Bahía Songe y las pescaban por su carne; mar adentro se habían visto animales aún más grandes que las ballenas, enormes, parecidos a islas retorcidas. Las ballenas no eran ballenas y nadie sabía qué eran o dejaban de ser esos monstruos. Nunca se acercaban a los botes pesqueros. Las bestias de los llanos y de los bosques tampoco se aproximaban a los seres humanos. No huían. Simplemente, guardaban las distancias. Miraban un rato con ojos límpidos y seguían su camino, ignorando al desconocido.

Sólo las farfalias de ojos brillantes y los no-sé-qué consentían en acercarse. Enjaulada, la farfalia plegaba las alas y moría, pero si ponías miel para atraparla, era capaz de instalarse en tu tejado y construir el pequeño recogelluvia semejante a un nido en el que, por ser semiacuática, dormía. Era evidente que los no-sé-qué confiaban en su notoria capacidad para parecerse a otra cosa de un minuto a otro. A veces manifestaban un claro deseo de volar alrededor de un ser humano e incluso de posarse sobre él. Su transmutación contenía un elemento de engaño visual, quizás de hipnosis, y en ocasiones Lev se había preguntado si a los no-sé-qué les gustaba practicar sus trucos con los seres humanos. Sea como fuere, si lo enjaulabas, el no-sé-qué se convertía en una mancha marrón e informe parecida a un terrón de tierra y, dos o tres horas más tarde, moría.

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