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Ursula Le Guin: El ojo de la garza

Здесь есть возможность читать онлайн «Ursula Le Guin: El ojo de la garza» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1988, ISBN: 978-84-350-2212-5, издательство: Edhasa, категория: Социально-психологическая фантастика / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Ursula Le Guin El ojo de la garza

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“El ojo de la garza” es la historia de dos comunidades de proscritos que, expulsados de la Tierra, viven en un remoto planeta. Una de estas comunidades, los violentos y ambiciosos habitantes de la Ciudad, trata de oprimir a la otra, heredera del movimiento pacifista que comenzara tiempo atrás en la Tierra. La heroína de la novela, Luz, abandona los privilegios y la seguridad doméstica de la Ciudad e intenta buscar su identidad personal, la libertad y el amor, entre esas gentes pacíficas que viven en los límites del mundo. Por último, decide encabezar una expedición a las tierras salvajes (enfrentada a la indiferencia de la naturaleza y a sus propios miedos) para fundar una nueva colonia y empezar una nueva vida en tierras desconocidas.

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—¡Joder! —masculló Luz y siguió calle abajo, mientras las largas faldas le azotaban los tobillos.

Había recibido una educación demasiado esmerada para saber juramentos. Conocía la palabra «¡Mierda!» porque su padre la pronunciaba, incluso en presencia de mujeres, cuando se enfadaba. Luz jamás decía «¡Mierda!» porque era patrimonio de su progenitor. Años atrás Eva le había confesado que «joder» era una palabra muy soez y por eso la empleaba cuando estaba a solas.

Allí, materializándose como un no-sé-qué salido de la nada y gibosa, vagamente plumosa y con sus ojos pequeños, redondos y brillantes, estaba su dueña, Prima Lores, de la que suponía que media hora antes se había dado por vencida y regresado a casa.

—¡Luz Marina! ¡Luz Marina! ¿Dónde te habías metido? He esperado y esperado… He ido corriendo a Casa Falco y he regresado a la escuela a la carrera…, ¿dónde te habías metido? ¿Desde cuándo hablas sola? Afloja el paso, Luz Marina, estoy con la lengua afuera, estoy con la lengua afuera.

Luz no estaba dispuesta a aflojar el paso para darle el gusto a la pobre mujer protestona. Siguió avanzando, intentando contener las lágrimas que afloraban muy a su pesar: lágrimas de rabia porque nunca podía andar sola, nunca podía hacer algo por sí misma, nunca. Porque los hombres lo dirigían todo. Siempre se salían con la suya. Y todas las mujeres mayores estaban con ellos. Por eso una chica no podía andar sola por las calles de la Ciudad, ya que algún obrero borracho podía insultarla y, ¿qué ocurriría si después lo metían preso o le cortaban las orejas por lo que había hecho? No sería nada bueno. La reputación de la chica se iría al garete. Porque su reputación era lo que los hombres pensaban de ella. Los hombres pensaban todo, hacían todo, dirigían todo, creaban todo, hacían las leyes, transgredían las leyes, castigaban a los infractores; no quedaba espacio para las mujeres, no había Ciudad para las mujeres. Ningún sitio, ningún lugar salvo sus aposentos, a solas.

Hasta una arrabalera era más libre que ella. Hasta Lev, que no luchaba por una pelota de fútbol, pero que desafiaba a la noche cuando ésta ascendía por encima del límite del mundo y que se reía de las leyes. Hasta Vientosur, que era tan serena y apacible… Vientosur podía volver andando a casa con quien le diera la gana, tomada de la mano a través de los campos abiertos bajo el viento vespertino, corriendo para librarse de la lluvia.

La lluvia tamborileaba en el techo de tejas del desván en el que, cuando por fin llegó a casa, se había refugiado aquel día de hacía tres años, acompañada hasta la puerta por una Prima Lores que no dejó de resoplar y parlotear.

La lluvia tamborileaba en el techo de tejas del desván en el que hoy se había refugiado.

Habían pasado tres años desde aquella tarde bajo la luz dorada. Y no había nada que diera cuenta del paso del tiempo. Ahora incluso había menos que lo que hubo. Hacía tres años aún iba a la escuela; había creído que cuando terminara la escuela sería mágicamente libre.

Una cárcel. Toda Victoria era una cárcel, una prisión. Y no había escapatoria. No había adónde ir.

Sólo Lev se había largado y encontrado un nuevo lugar en el lejano norte, en la inmensidad, un sitio al que ir… Y Lev había regresado, había dado la cara y le había dicho «no» al Jefe Falco.

Pero Lev era libre, siempre lo había sido. Por eso no había otro tiempo en su vida, anterior o posterior, semejante al rato que había compartido con él en las alturas de su Ciudad, bajo la luz dorada anterior a la tormenta, y en el que había visto con él qué era la libertad. Durante un instante. Una ráfaga de viento marino, el encuentro de unas miradas.

Había transcurrido más de un año desde la última vez que lo vio. Lev se había ido, regresado al Arrabal, partido hacia el nuevo asentamiento, se había largado libre, olvidándola. ¿Por qué tenía que recordarla? ¿Por qué tenía que recordarlo? Luz tenía otros asuntos en los que pensar. Era una mujer adulta. Tenía que afrontar la vida. Incluso aunque todo lo que la vida le deparara fuera una puerta con el cerrojo echado y, detrás de la puerta cerrada con llave, ninguna habitación.

3

Seis kilómetros separaban los dos asentamientos humanos del planeta Victoria. Por lo que sabían los habitantes del Arrabal y de Ciudad Victoria, no existía ningún otro asentamiento.

Mucha gente trabajaba acarreando productos o secando pescado, lo que con frecuencia la obligaba a desplazarse de un asentamiento a otro, pero eran muchos más los que vivían en la Ciudad y jamás acudían al Arrabal o los que vivían en una de las aldeas agrícolas próximas a ésta y nunca, año tras año, visitaban la Ciudad.

Cuando el grupúsculo —formado por cuatro hombres y una mujer— bajó por la Carretera del Arrabal hasta el borde de los acantilados, algunos miraron con animada curiosidad y profundo respeto la Ciudad que se extendía a sus pies, en la accidentada orilla de Bahía Songe; hicieron un alto bajo la Torre del Monumento —el caparazón de cerámica de una de las naves que había llevado a Victoria a los primeros pobladores—, pero no dedicaron muchos minutos a mirarla: era una estructura familiar, impresionante por su tamaño pero esquelética y bastante lamentable, encajada en lo alto del acantilado, una estructura que apuntaba audazmente a las estrellas pero sólo servía como guía de los barcos pesqueros que se hacían a la mar. Estaba muerta y la Ciudad estaba viva.

—Miren eso —dijo Hari, el mayor del grupo—. ¡Sería imposible contar todas las casas aunque pasáramos una hora aquí! ¡Hay varios centenares!

—Como una ciudad de la Tierra —comentó con orgullo de propietario un visitante más asiduo.

—Mi madre nació en Moskva, en Rusia la Negra —intervino un tercero—. Decía que allá, en la Tierra, la Ciudad no sería más que una pequeña población.

Era una idea bastante inverosímil para personas que habían pasado sus vidas entre los campos húmedos y las aldeas agrupadas, en un cerrado y constante compromiso a base de esfuerzos y de solidaridad humana, más allá del cual se abría la enorme e indiferente inmensidad.

—Seguramente se refería a una gran población —comentó uno de los miembros del grupo con cierta incredulidad.

Permanecieron bajo el hueco caparazón de la astronave y miraron el brillante color óxido de los techos de tejas y de paja, las chimeneas humeantes, las líneas geométricas de paredes y calles, sin ver el extenso paisaje de playas, bahía y mar, valles vacíos, colinas vacías, cielo vacío que rodeaba la Ciudad con su terrible desolación.

En cuanto pasaran por la escuela y se internaran por las calles, podrían olvidar totalmente la presencia de la inmensidad. Estaban rodeados por los cuatros costados por las obras de la humanidad. Las casas, construidas en su mayoría en hileras, ocupaban ambos lados de la calle con sus altos muros y sus pequeñas ventanas. Las calles eran estrechas y se hundían treinta centímetros en el barro. En algunos sitios habían colocado entablados para cruzar por encima del barro, pero estaban en mal estado y la lluvia los volvía resbaladizos. Aunque muy pocas personas deambulaban por las calles, una puerta abierta permitía atisbar el ajetreado patio interior de una casa, lleno de mujeres, ropa tendida, niños, humo y voces. Y, una vez más, el silencio pavoroso y asfixiante de la calle.

—¡Es maravilloso! ¡Maravilloso! —suspiró Hari.

Pasaron delante de la fábrica donde el hierro de las minas y de la fundición gubernamentales se convertía en herramientas, baterías de cocina, picaportes y otros utensilios. La puerta estaba abierta de par en par. Se detuvieron y miraron la sulfurosa oscuridad de fuegos chispeantes y poblada de golpes y martillazos, pero un trabajador les gritó que siguieran su camino. Bajaron hasta la Calle de la Bahía y, al ver el largo, el ancho y la rectitud de esa arteria, Hari repitió:

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