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Ursula Le Guin: El ojo de la garza

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Ursula Le Guin El ojo de la garza

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“El ojo de la garza” es la historia de dos comunidades de proscritos que, expulsados de la Tierra, viven en un remoto planeta. Una de estas comunidades, los violentos y ambiciosos habitantes de la Ciudad, trata de oprimir a la otra, heredera del movimiento pacifista que comenzara tiempo atrás en la Tierra. La heroína de la novela, Luz, abandona los privilegios y la seguridad doméstica de la Ciudad e intenta buscar su identidad personal, la libertad y el amor, entre esas gentes pacíficas que viven en los límites del mundo. Por último, decide encabezar una expedición a las tierras salvajes (enfrentada a la indiferencia de la naturaleza y a sus propios miedos) para fundar una nueva colonia y empezar una nueva vida en tierras desconocidas.

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Luz Marina Falco Cooper permanecía sentada junto a la ventana, con el mentón apoyado en las rodillas. De vez en cuando contemplaba el mar, la lluvia y las nubes a través del grueso cristal verdoso. En ocasiones miraba el libro que tenía abierto a su lado y leía unos párrafos. Luego suspiraba y volvía a mirar por la ventana. El libro no le resultaba interesante.

Era una verdadera pena. Se había hecho muchas ilusiones. Hasta entonces nunca había leído un libro.

Siendo hija de un Jefe, obviamente había aprendido a leer y a escribir. Además de memorizar lecciones en voz alta, había copiado preceptos morales y, con una estrafalaria estructura de volutas y el encabezamiento y la firma con trazos muy grandes y rígidos, era capaz de escribir una carta aceptando o rechazando una invitación. En la escuela utilizaban pizarras y los cuadernos de ejercicios que las maestras preparaban a mano. Luz nunca había tocado un libro. Eran demasiado preciosos para usarlos en la escuela y en el mundo sólo existían contados ejemplares. Se guardaban en los Archivos. Esa tarde, al entrar en el vestíbulo, vio una cajita marrón sobre la mesa baja; levantó la tapa para ver qué contenía y descubrió que estaba llena de palabras. Palabras ordenadas y diminutas, con las letras del mismo tamaño…, ¡qué paciencia había que tener para hacer todas las letras iguales! Un libro, un libro de verdad, procedente de la Tierra. Su padre debió dejarlo allí. Luz lo tomó, lo llevó al asiento de la ventana, volvió a abrir la tapa con cuidado y, con gran lentitud, leyó los diversos tipos de palabras de la primera hoja de papel.

PRIMEROS AUXILIOS
MANUAL DE ASISTENCIA DE URGENCIA
PARA HERIDAS Y ENFERMEDADES
M. E. Roy, Dr.
La Imprenta de Ginebra
Ginebra, Suiza
2027
Licencia N.° 83 A 38014
Gin.

No parecía tener mucho sentido. «Primeros auxilios» sonaba bien, pero la línea siguiente era un verdadero acertijo. Comenzaba por el nombre de alguien, un tal Manuel, y luego hablaba de heridas. Después aparecían varias mayúsculas con puntos. ¿Qué eran una ginebra, una imprenta y una suiza? Igualmente desconcertantes resultaban las letras rojas inclinadas sobre la página como si las hubieran escrito encima de las demás: donado por la cruz roja mundial para uso de la colonia penal de victoria.

Volvió la hoja de papel y la admiró. Era más suave al tacto que el paño más fino, crujiente pero flexible como la hoja fresca del árbol de la paja y de un blanco purísimo.

Luz se debatió con cada palabra hasta llegar al final de la primera página y luego volvió varias a la vez, ya que más de la mitad de las palabras no tenían el menor significado. Aparecieron imágenes horribles: la sorpresa reavivó su curiosidad. Gente que sostenía la cabeza de un ser humano y respiraba en su boca; fotos de los huesos del interior de una pierna y de las venas del interior de un brazo; fotos en colores, en un maravilloso papel brillante parecido al cristal, de gente con manchitas rojas en los hombros, con pústulas en las mejillas, gente cubierta de la cabeza a los pies por horrorosos forúnculos, y palabras misteriosas bajo las imágenes: Erupción alérgica . Sarampión . Baricela . Biruela . No, era con v , no con b . Estudió todas las fotos y en ocasiones hizo una incursión en las palabras de la página del frente. Se dio cuenta que era un libro de medicina y que no fue su padre, sino el médico quien la noche anterior lo dejó encima de la mesa. El médico era un hombre bueno pero quisquilloso. ¿Se enfadaría si se enteraba que ella había estado hojeando su libro? Al fin y al cabo, albergaba sus secretos. El médico nunca respondía a las preguntas, prefería guardarse los secretos para sí.

Luz suspiró una vez más mientras observaba las nubes irregulares y la lluvia que caía incesantemente. Había visto todas las fotos del libro y las palabras no le decían nada.

Se levantó y estaba a punto de dejar el libro sobre la mesa, tal como lo había encontrado, cuando su padre entró en la estancia.

Su paso era enérgico, recta la espalda y los ojos claros y severos. Sonrió al ver a su hija. Algo sobresaltada y sintiéndose culpable, Luz le dedicó una elegante reverencia y ocultó la mesa y el libro tras sus faldas.

—¡Se te saluda, senhor !

—Aquí está mi bella pequeña. ¡Michael, trae agua caliente y una toalla! Me siento sucio de la cabeza a los pies.

Tomó asiento en uno de los sillones de madera tallada y estiró las piernas, aunque su espalda permaneció tan recta como de costumbre.

—Papá, ¿dónde te has ensuciado?

—En medio de la chusma.

—¿En el Arrabal?

—Tres tipos de seres se trasladaron de la Tierra a Victoria: humanos, piojos y arrabaleros. Si sólo pudiera librarme de una especie, escogería la última. —Volvió a sonreír, celebrando su propia gracia. Miró a su hija y añadió—: Uno de ellos tuvo la osadía de responderme. Creo que lo conoces.

—¿Lo conozco?

—Sí, de la escuela. Debería estar prohibido que la gentuza asista a la escuela. No recuerdo su nombre. Sus nombres carecen de sentido: Resistente, Grapa, Comoestás, lo que se te ocurra… Me refiero a un chico de pelo negro, flaco como un palo.

—¿Lev?

—Exactamente, ese alborotador.

—¿Qué te dijo?

—Me dijo que no.

El hombre al que Falco había llamado se acercó deprisa con una palangana de cerámica y una jarra de agua humeante; lo seguía una criada cargada de toallas. Falco se frotó la cara y las manos, bufó y resopló y siguió hablando mientras se aseaba.

—Ese chico y otros acaban de regresar de una expedición al norte, a la inmensidad. Asegura que han encontrado un emplazamiento perfecto y pretenden que se traslade todo el grupo.

—¿Quieren abandonar el Arrabal? ¿Todos?

Falco bufó a modo de asentimiento y estiró los pies para que Michael le quitara las botas.

—¡Serían incapaces de sobrevivir un invierno sin la ayuda de la Ciudad! Tierra los envió hace cincuenta años por imbéciles incapaces de aprender y así son. Ha llegado la hora de recordarles cómo son las cosas.

—No pueden irse a la inmensidad —opinó Luz que, además de oír las palabras de su padre, había hecho caso de sus propios pensamientos—. ¿Quién cultivará nuestros campos?

Su padre ignoró la pregunta repitiéndola, convirtiendo una expresión de emociones femenina en una masculina evaluación de los hechos.

—Es obvio que no podemos permitir que se dispersen. Proporcionan la mano de obra necesaria.

—¿Por qué los arrabaleros se ocupan de casi todas las tareas del campo?

—Porque no sirven para otra cosa. Michael, aparta esa agua sucia.

—Casi ninguno de los nuestros sabe cultivar un campo —observó Luz.

La muchacha estaba concentrada. Tenía cejas oscuras y muy arqueadas, como las de su padre, y cuando se ponía pensativa formaban una recta por encima de sus ojos. Esa línea recta contrariaba a su progenitor. No quedaba bien en el rostro de una linda joven de veinte años. Le confería un aspecto rígido, impropio de una mujer. Aunque Falco se lo había recriminado a menudo, Luz nunca había superado esa mala costumbre.

—Querida mía, no somos campesinos, sino gente de la Ciudad.

—¿Quién estaba a cargo de los cultivos antes de la llegada de los arrabaleros? La colonia ya tenía sesenta años cuando los enviaron.

—Como es lógico, los obreros se ocupaban del trabajo manual. Pero nuestros obreros jamás fueron campesinos. Somos gente de la Ciudad.

—Y nos morimos de hambre, ¿no? Se desencadenaron las Hambrunas. —Luz habló como en sueños, como si recordara un antiguo relato histórico, pero sus cejas seguían formando una recta negra—. En la primera década de la colonia y en otros momentos…, mucha gente murió de hambre. No sabían cultivar el arroz de los pantanos ni raíz de azúcar hasta la llegada de los arrabaleros.

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