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Ursula Le Guin: El ojo de la garza

Здесь есть возможность читать онлайн «Ursula Le Guin: El ojo de la garza» весь текст электронной книги совершенно бесплатно (целиком полную версию). В некоторых случаях присутствует краткое содержание. Город: Barcelona, год выпуска: 1988, ISBN: 978-84-350-2212-5, издательство: Edhasa, категория: Социально-психологическая фантастика / на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале. Библиотека «Либ Кат» — LibCat.ru создана для любителей полистать хорошую книжку и предлагает широкий выбор жанров:

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Ursula Le Guin El ojo de la garza

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“El ojo de la garza” es la historia de dos comunidades de proscritos que, expulsados de la Tierra, viven en un remoto planeta. Una de estas comunidades, los violentos y ambiciosos habitantes de la Ciudad, trata de oprimir a la otra, heredera del movimiento pacifista que comenzara tiempo atrás en la Tierra. La heroína de la novela, Luz, abandona los privilegios y la seguridad doméstica de la Ciudad e intenta buscar su identidad personal, la libertad y el amor, entre esas gentes pacíficas que viven en los límites del mundo. Por último, decide encabezar una expedición a las tierras salvajes (enfrentada a la indiferencia de la naturaleza y a sus propios miedos) para fundar una nueva colonia y empezar una nueva vida en tierras desconocidas.

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Las cejas negras de su padre ahora también formaban una recta. Con un solo ademán despidió a Michael, a la criada y el tema de conversación.

—Es un error permitir que los campesinos y las mujeres vayan a la escuela —declaró con su voz seca—. Los campesinos se vuelven insolentes y las mujeres, aburridas.

Dos o tres años atrás, ese comentario habría arrancado lágrimas a Luz. Se habría desanimado, habría ido a llorar a su habitación y continuado triste hasta que su padre le dijera una lindeza. Pero actualmente él no podía provocarle el llanto. Luz ignoraba los motivos por los que las cosas eran como eran y le parecía muy extraño. A decir verdad, temía y admiraba a su padre, como toda la vida, pero siempre sabía qué estaba a punto de decir. Nunca decía nada nuevo. Nunca había ninguna novedad.

Se volvió y, una vez más, miró Bahía Songe a través del cristal grueso y verticilado; la curva más distante quedaba oculta por la lluvia incesante. Se irguió y se convirtió en una figura destacada bajo la pálida luz, con su larga falda roja tejida en casa y su blusa con guarnición de encaje. Se la veía indiferente y solitaria en medio de la estancia alta y larga, tal como se sentía. También percibió fija en ella la mirada de su padre. Y supo lo que iba a decir.

—Luz Marina, ya es hora que contraigas matrimonio. —La joven aguardó la siguiente frase—. Desde la muerte de tu madre… —y el suspiro.

¡Ya está bien! ¡Basta, basta!

Luz giró para mirarlo y dijo:

—He leído el libro.

—¿Qué libro?

—Debió olvidarlo el doctor Martin. ¿Qué significa «colonia penal»?

—¡No tenías por qué tocarlo!

Falco estaba azorado. Esa actitud prestaba interés a la charla.

—Creí que era una caja de frutos secos —prosiguió Luz y rió—. De todos modos, ¿qué significa «colonia penal»? ¿Una colonia formada por delincuentes, una cárcel?

—No tienes por qué saberlo.

—Enviaron a nuestros antepasados aquí como prisioneros, ¿no es verdad? Eso es lo que decían los arrabaleros de la escuela. —Falco palideció, pero el peligro levantó el ánimo de Luz; su mente funcionaba a toda velocidad y expresó lo que pensaba—. Decían que la primera generación estaba formada por delincuentes. El gobierno de la Tierra utilizó Victoria como cárcel. Los arrabaleros decían que ellos fueron enviados porque creían en la paz o algo por el estilo y que a nosotros nos enviaron porque éramos ladrones y asesinos. La mayoría de los miembros de la primera generación eran hombres; las mujeres no quisieron venir, salvo las que estaban casadas con ellos. Por eso al principio hubo tan pocas mujeres. Siempre me pareció disparatado que no enviaran mujeres suficientes para establecer una colonia. Eso también explica por qué sólo se fabricaron naves de ida, naves que no podían regresar. Y es el motivo por el que los terráqueos nunca vienen. Estamos encerrados en el exterior. Es verdad, ¿no? Nos llamamos Colonia Victoria, pero somos una cárcel. —Falco se había puesto en pie y avanzó; Luz permaneció inmóvil, manteniendo el equilibrio—. No —dijo con tono ligero, como si todo le fuera indiferente—. No, papá, no lo hagas.

Su voz detuvo al hombre colérico, que también permaneció inmóvil y la miró. Durante unos instantes Falco la vio. Luz vio en sus ojos que la estaba viendo y que sentía temor. Durante unos instantes, sólo durante unos instantes.

Falco se apartó. Caminó hasta la mesa y tomó el libro que el doctor Martin había olvidado.

—Luz Marina, ¿qué importancia tiene? —preguntó.

—Me gustaría saberlo.

—Ocurrió hace un siglo. Hemos perdido la Tierra. Somos lo que somos. —La muchacha asintió. Cuando su padre adoptaba ese tono seco y mortecino, Luz veía la fuerza que tanto admiraba y amaba en él—. Lo que me enfurece es que hicieras caso de las tonterías que decía esa gentuza —añadió sin ira—. Lo han puesto todo del revés. ¿Qué es lo que saben? Permitiste que te dijeran que Luis Firmin Falco, mi bisabuelo, el fundador de nuestra Casa, era un ladrón, un convicto. ¡No saben nada! Yo sí sé y puedo decirte quiénes fueron nuestros antepasados. Eran hombres, hombres demasiado fuertes para la Tierra. El gobierno de Tierra los envió aquí porque les temía. Los mejores, los más valientes, los más fuertes…, los miles de personas débiles de Tierra les temían, les tendieron una trampa y los enviaron aquí en naves de dirección única para poder hacer lo que se les antojara con la Tierra. Verás, cuando lo lograron, cuando ya no quedaron hombres de verdad, los terráqueos que quedaban eran tan débiles y afeminados que hasta sentían miedo de la chusma como los arrabaleros. Así que nos los endilgaron para que los mantuviéramos a raya. Y es lo que hemos hecho. ¿Lo has comprendido? Así fue.

Luz asintió. Aceptó los notorios esfuerzos de su padre por aplacarla aunque no entendió por qué, por primera vez, le había hablado apaciguadoramente, dándole una explicación como si fuera su igual. Cualesquiera que fueran los motivos, su exposición parecía convincente; Luz estaba acostumbrada a oír exposiciones convincentes y a desentrañar más tarde cuál era su significado real. Por cierto, hasta que trató a Lev en la escuela, no se le había ocurrido pensar que alguien podía preferir una verdad sencilla a decir una mentira que sonara convincente. Si era seria, la gente expresaba lo que se ajustaba a sus propósitos; si no lo era, tampoco decía nada significativo. Las chicas rara vez hablaban en serio. Había que proteger a las niñas de las verdades desagradables para que sus almas impolutas no se volvieran rústicas y mancilladas. Además, había preguntado a su padre por la colonia penal para eludir el tema de su matrimonio…, y el truco había funcionado.

En cuanto estuvo a solas en su habitación, pensó que el problema de esas estratagemas consistía en que el truco también se volvía contra ella. Había caído en la trampa de discutir con su padre y de ganar la discusión. Él no se lo perdonaría.

Todas las chicas de la Ciudad de su clase y de su edad ya llevaban dos o tres años de matrimonio. Luz lo había evitado sólo porque Falco, lo supiera o no, era reacio a que dejara su casa. Estaba acostumbrado a su presencia. Eran parecidos, demasiado parecidos; probablemente disfrutaban de la mutua compañía más que de la de cualquier otra persona. Pero esta noche la había mirado como si viera a otra persona, a alguien a quien no estaba acostumbrado. Si Falco empezaba a considerarla una persona distinta de sí mismo, si ella empezaba a ganar las discusiones, si dejaba de ser su chiquilla favorita, quizá se pusiera a pensar en qué más era ella…, y para qué servía.

¿Para qué servía, para qué era apta? Para la perpetuación de Casa Falco, desde luego. Y después, ¿qué? Podía elegir entre Herman Marquez y Herman Macmilan. No podía hacer nada más. Se convertiría en una esposa. Se convertiría en una nuera. Se recogería el pelo en un moño, regañaría a los criados, oiría a los hombres divirtiéndose en el salón después de la cena y tendría hijos. Uno por año. Pequeños Marquez Falco. Pequeños Macmilan Falco. Su vieja amiga Eva, casada a los dieciséis, tenía tres hijos y esperaba el cuarto. Aldo Di Giulio Hertz, marido de Eva e hijo del concejal, le pegaba y ella estaba orgullosa. Eva mostraba los moretones y decía: «Aldito tiene tanto temperamento, es tan salvaje, parece un chiquillo que hace un berrinche».

Luz arrugó el ceño y escupió. Escupió en el suelo embaldosado de su habitación y dejó estar el salivazo. Clavó la mirada en la pequeña mancha grisácea y deseó poder ahogar en ella a Herman Marquez y, acto seguido, a Herman Macmilan. Se sintió sucia. Su habitación le resultaba asfixiante, sucia: la celda de una cárcel. Abandonó la idea y huyó de la habitación. Salió al pasillo, se recogió las faldas y subió por la escala hasta el espacio que se extendía bajo el tejado, en el que nunca aparecía nadie. Se sentó en el suelo cubierto de polvo —el techo, cargado de lluvia, era demasiado bajo para permanecer de pie— y dejó volar la imaginación.

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