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Ursula Le Guin: El ojo de la garza

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Ursula Le Guin El ojo de la garza

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“El ojo de la garza” es la historia de dos comunidades de proscritos que, expulsados de la Tierra, viven en un remoto planeta. Una de estas comunidades, los violentos y ambiciosos habitantes de la Ciudad, trata de oprimir a la otra, heredera del movimiento pacifista que comenzara tiempo atrás en la Tierra. La heroína de la novela, Luz, abandona los privilegios y la seguridad doméstica de la Ciudad e intenta buscar su identidad personal, la libertad y el amor, entre esas gentes pacíficas que viven en los límites del mundo. Por último, decide encabezar una expedición a las tierras salvajes (enfrentada a la indiferencia de la naturaleza y a sus propios miedos) para fundar una nueva colonia y empezar una nueva vida en tierras desconocidas.

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Su imaginación escapó en línea recta, alejándose de la casa y del tiempo, rumbo a una época más pródiga.

Una tarde de primavera, en el campo de deportes contiguo a la escuela, dos chicos jugaban a la pelota, los arrabaleros Lev y su amigo Timmo. Luz estaba en el porche de la escuela y se asombraba de lo que veía: el estiramiento y la extensión de la espalda y el brazo, el ágil balanceo del cuerpo, el salto de la pelota en medio de la luz. Era como si jugaran al son de una música muda, la música del movimiento. Uniforme y dorada, la luz asomaba por debajo de las nubes tormentosas, desde el oeste, por encima de Bahía Songe; la tierra aparecía más brillante que el cielo. El terraplén de tierra de detrás del campo de deportes era dorado y los hierbajos que lo cubrían ardían. La tierra ardía. Lev se detuvo expectante para atrapar un tiro largo, con la cabeza echada hacia atrás y las manos prestas, y Luz se quedó mirando, asombrada ante tanta belleza.

Un grupo de chicos de la Ciudad rodeó la escuela y se dirigió al campo para jugar al fútbol. Gritaron a Lev que les pasara la pelota en el preciso instante en que el arrabalero saltaba, con el brazo totalmente extendido, para atrapar el tiro de Timmo. Lo consiguió, rió y lanzó la pelota a los chicos.

Cuando la pareja pasó junto al porche, Luz bajó corriendo los escalones y gritó:

—Lev. —El oeste se incendió a espaldas del chico, que se tornó negro entre ella y el sol—. ¿Por qué les has dado la pelota y te has quedado tan tranquilo?

Luz no podía ver su rostro a causa del contraluz. Timmo, un chico alto y apuesto, quedó ligeramente rezagado y no la miró a los ojos.

—¿Por qué dejas que te presionen?

Finalmente Lev respondió:

—Si no los dejo.

A medida que se acercaba a Lev, Luz notó que él la miraba a la cara.

—Te han dicho que les pasaras la pelota y lo has hecho…

—Quieren jugar un partido. Nosotros sólo estábamos pasando el rato. Ya hemos tenido nuestro turno.

—Pero es que no te la piden, te ordenan que les des la pelota. ¿No tienes orgullo?

Los ojos de Lev eran oscuros, su rostro era oscuro y áspero, inacabado; esbozó una sonrisa tierna y sorprendida.

—¿Orgullo? Claro que sí. Si no lo tuviera, me quedaría la pelota cuando les toca el turno a ellos.

—¿Por qué tienes siempre tantas respuestas?

—Porque la vida siempre tiene preguntas.

Lev rió y siguió mirándola como si la propia Luz fuera una pregunta, una pregunta repentina y sin respuesta. Lev tenía razón, ya que ella no tenía ni la más remota idea de los motivos por los que lo desafiaba.

Timmo seguía a su lado, algo incómodo. Algunos de los chicos del campo de deportes los observaban: dos arrabaleros hablando con una senhorita .

Sin pronunciar palabra, los tres se alejaron de la escuela y descendieron por la calle de abajo, para que desde el campo no pudieran verlos.

—Si cualquiera de ellos se dirigiera a los demás con ese tono, tal como te gritaron, habría habido una pelea —dijo Luz—. ¿Por qué no peleas?

—¿Pelear por una pelota de fútbol?

—¡Por lo que sea!

—Ya lo hacemos.

—¿Cuándo? ¿Cómo? Lo único que haces es largarte.

—Todos los días entramos en la Ciudad para asistir a clase —respondió Lev.

Ahora que caminaban uno al lado del otro, Lev no la miraba y su rostro tenía la expresión de costumbre, era el rostro de un chico corriente, hosco y testarudo. Al principio Luz no comprendió a qué se refería Lev y cuando lo entendió, no supo qué decir.

—Puños y navajas son lo menos importante —añadió. Tal vez percibió pomposidad en su tono, cierta jactancia, ya que se volvió hacia Luz, rió y se encogió de hombros—. ¡Las palabras tampoco sirven de mucho!

Abandonaron las sombras de una casa y se zambulleron en la luz dorada y uniforme. Convertido en un manchón derretido, el sol yacía entre el oscuro mar y las nubes oscuras y los tejados de la Ciudad ardían con un fuego extraterrenal. Los tres jóvenes hicieron un alto y contemplaron el brillo y la oscuridad tremebundos de poniente. El viento marino —que olía a sal, a espacio y a humo de madera— les heló el rostro.

—No te das cuenta —dijo Lev—, salta a la vista…, podrías ver cómo debería ser, cómo es.

Luz lo vio con los ojos de Lev, vio la gloria, la Ciudad como debería ser y como era.

El instante se quebró. La bruma de gloria aún ardía entre el sol y la tormenta, la Ciudad aún se alzaba dorada y en peligro en la orilla eterna; algunas muchachas descendieron por la calle tras ellos, charlando y llamándose. Eran arrabaleras que se habían quedado en la escuela después de clase para ayudar a las maestras a limpiar las aulas. Se reunieron con Timmo y Lev y saludaron a Luz amable aunque precavidamente, tal como había hecho Timmo. El camino a la casa de Luz torcía a la izquierda, internándose en la Ciudad; el de ellos ascendía a la derecha, atravesaba los acantilados y desembocaba en Carretera del Arrabal.

Mientras descendía por la empinada calle, Luz miró hacia atrás para verlos subir. Las chicas llevaban ropa de trabajo de colores vivos y pastel. Las chicas de la Ciudad se burlaban de las del Arrabal por usar pantalones; sin embargo, confeccionaban sus faldas con paños arrabaleros siempre que podían, ya que eran más finos y estaban mejor teñidos que los que se fabricaban en la Ciudad. Los pantalones y las chaquetas de manga larga y cuello alto de los chicos tenían el color blanco cremoso de la fibra natural de hierba de seda. La maraña de pelo grueso y sedoso de Lev aparecía muy negra por encima de tanta blancura. Caminaba detrás de todos, junto a Vientosur, una muchacha hermosa y de voz pausada. Tal como tenía girada la cabeza, Luz supo que Lev estaba escuchando esa voz sosegada y que sonreía.

—¡Joder! —masculló Luz y siguió calle abajo, mientras las largas faldas le azotaban los tobillos.

Había recibido una educación demasiado esmerada para saber juramentos. Conocía la palabra «¡Mierda!» porque su padre la pronunciaba, incluso en presencia de mujeres, cuando se enfadaba. Luz jamás decía «¡Mierda!» porque era patrimonio de su progenitor. Años atrás Eva le había confesado que «joder» era una palabra muy soez y por eso la empleaba cuando estaba a solas.

Allí, materializándose como un no-sé-qué salido de la nada y gibosa, vagamente plumosa y con sus ojos pequeños, redondos y brillantes, estaba su dueña, Prima Lores, de la que suponía que media hora antes se había dado por vencida y regresado a casa.

—¡Luz Marina! ¡Luz Marina! ¿Dónde te habías metido? He esperado y esperado… He ido corriendo a Casa Falco y he regresado a la escuela a la carrera…, ¿dónde te habías metido? ¿Desde cuándo hablas sola? Afloja el paso, Luz Marina, estoy con la lengua afuera, estoy con la lengua afuera.

Luz no estaba dispuesta a aflojar el paso para darle el gusto a la pobre mujer protestona. Siguió avanzando, intentando contener las lágrimas que afloraban muy a su pesar: lágrimas de rabia porque nunca podía andar sola, nunca podía hacer algo por sí misma, nunca. Porque los hombres lo dirigían todo. Siempre se salían con la suya. Y todas las mujeres mayores estaban con ellos. Por eso una chica no podía andar sola por las calles de la Ciudad, ya que algún obrero borracho podía insultarla y, ¿qué ocurriría si después lo metían preso o le cortaban las orejas por lo que había hecho? No sería nada bueno. La reputación de la chica se iría al garete. Porque su reputación era lo que los hombres pensaban de ella. Los hombres pensaban todo, hacían todo, dirigían todo, creaban todo, hacían las leyes, transgredían las leyes, castigaban a los infractores; no quedaba espacio para las mujeres, no había Ciudad para las mujeres. Ningún sitio, ningún lugar salvo sus aposentos, a solas.

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