La muchedumbre guardó silencio.
Sonó una voz cantante. Se sumaron otras, al principio quedamente. Era una vieja canción de los tiempos de la Larga Marcha en la Tierra.
Oh, cuando arribemos,
oh, cuando arribemos a la Tierra Libre,
entonces construiremos la Ciudad,
oh, cuando arribemos…
A medida que el grupo de guardias y los arrestados se internaban en la oscuridad, el cántico no sonaba más débil sino más fuerte y claro, pues los cientos de voces se unieron y lograron que la melodía resonara sobre las tierras oscuras y tranquilas que separaban el Arrabal de la Ciudad Victoria.
Las veinticuatro personas que los guardias arrestaron o que los acompañaron voluntariamente regresaron al Arrabal a última hora del día siguiente. Habían pernoctado en un almacén, quizá porque la cárcel de la Ciudad no podía albergar a tantos y porque dieciséis detenidos eran mujeres y niños. Explicaron que por la tarde había tenido lugar el juicio y que cuando concluyó les dijeron que volvieran a sus casas.
—Pero tendremos que pagar una multa —dijo el viejo Pamplona dándose tono.
El hermano de Pamplona, Lyon, era un próspero hortelano, pero el lerdo y enfermizo Pamplona nunca había sido importante. Ese fue su gran momento. Había ido a la cárcel, igual que Gandhi, igual que Shults, igual que en la Tierra. Era un héroe y rebosaba felicidad.
—¿Una multa? —preguntó incrédulo Andre—. ¿En dinero? Saben que no utilizamos sus monedas…
—Una multa —explicó Pamplona, tolerante ante la ignorancia de Andre— que consiste en que tendremos que trabajar veinte días en la nueva granja.
—¿Una nueva granja?
—Una especia de nueva granja que los Jefes establecerán.
—¿Desde cuándo los Jefes se dedican a la agricultura?
Todos rieron.
—Si quieren comer, será mejor que aprendan —opinó una mujer.
—¿Qué ocurrirá si no vas a trabajar a la nueva granja?
—No tengo la menor idea —respondió Pamplona y se hizo un lío—. Nadie nos lo dijo. No estábamos autorizados a hablar. Nos llevaron a un juzgado. Fue el juez el que habló.
—¿Quién era el juez?
—Macmilan.
—¿El joven Macmilan?
—No, el viejo, el concejal. Pero el joven estaba presente. ¡Es un tipo corpulento como un árbol! Y no para de sonreír. Un joven elegante.
Lev se acercó con rapidez pues acababa de recibir la noticia del retorno de los detenidos. Abrazó a los que primero encontró en medio del exaltado grupo que se había reunido en la calle para darles la bienvenida.
—¡Han vuelto! ¡Han vuelto…! ¿Todos?
—Sí, sí, todos han vuelto. ¡Ya puedes irte a cenar!
—Los demás, Hari y Vera…
—No, ellos no. No los vieron.
—Pero todos ustedes… ¿Les hicieron daño?
—Lev dijo que no probaría bocado hasta que ustedes regresaran; se ha dedicado al ayuno.
—¡Estamos todos bien, vete a cenar! ¡Qué tontería!
—¿Los trataron bien?
—Como a invitados, como a invitados —aseguró el viejo Pamplona—. Al fin y al cabo, todos somos hermanos, ¿verdad? ¡También nos ofrecieron un desayuno magnífico y abundante!
—El arroz que nosotros mismos cultivamos, eso es lo que nos dieron. ¡Vaya anfitriones! Encerraron a sus invitados en un granero negro como boca de lobo y frío como las gachas de anoche. Me duelen todos los huesos, quiero darme un baño, todos los guardias estaban plagados de piojos, vi uno en el cuello del que me arrestó, un piojo del tamaño de una uña, qué asco. ¡Sueño con un baño! —Hablaba Kira, una mujer metida en carnes que ceceaba porque le faltaban los dos dientes delanteros; solía decir que no echaba de menos esos dientes, que le impedían hablar correctamente—. ¿Quién me acogerá esta noche? ¡No pienso volver andando a la Aldea Este con todos los huesos doloridos e infinidad de piojos subiendo y bajando por mi espalda!
De inmediato cinco o seis personas le ofrecieron un baño, un lecho, comida caliente. Los arrabaleros liberados fueron atendidos y mimados. Lev y Andre bajaron por la callejuela secundaria que conducía a la casa del primero. Caminaron un rato en silencio.
—¡Gracias a Dios! —exclamó Lev.
—Sí, gracias a Dios. Han vuelto. Surtió efecto. Ojalá Vera, Jan y los demás hubieran regresado con ellos.
—Están todos bien. Pero este grupo…, ninguno estaba en condiciones, no lo habían pensado, no estaban preparados. Temí que les hicieran daño, temí que se asustaran y se enfurecieran. La responsabilidad es nuestra, nosotros encabezamos la sentada. Los hicimos arrestar. Pero aguantaron. ¡No se amedrentaron ni lucharon, se mantuvieron firmes! —A Lev le temblaba la voz—. La responsabilidad es mía.
—Es nuestra —puntualizó Andre—. No los enviamos, no los enviaste, fueron por su cuenta. Eligieron ir. Estás agotado. Deberías comer. —Habían llegado a la puerta de la casa de Lev—. ¡Sasha, ocúpate a fin que este hombre coma! Ellos alimentaron a sus presos y ahora tú tendrás que dar de comer a Lev.
Sasha, que estaba sentado delante del hogar lijando el mango de una azada, levantó la mirada. Le tembló el bigote y se le erizaron las cejas por encima de los ojos hundidos.
—¿Quién puede obligar a mi hijo a hacer lo que no quiere hacer? —preguntó—. Si quiere comer, ya sabe dónde está el plato para la sopa.
El senhor concejal Falco organizó una cena. Durante la mayor parte de la velada se arrepintió de haber tenido esa idea.
Sería una fiesta a la vieja usanza, al estilo del Viejo Mundo, con cinco platos, ropa de etiqueta y música después de la cena. Los viejos se presentaron a la hora acordada, acompañados por sus esposas y una o dos hijas casaderas. Algunos hombres más jóvenes —como el joven Helder— también llegaron a horario y en compañía de sus esposas. Las mujeres se agruparon junto a la chimenea de un extremo del salón de Casa Falco, con sus vestidos largos y sus joyas, y parlotearon; los hombres se congregaron junto a la chimenea del otro extremo del salón, con sus mejores trajes negros, y conversaron. Todo parecía marchar sobre ruedas, tal como ocurría cuando don Ramón, el abuelo del concejal Falco, ofrecía cenas, igual que las cenas que se daban en la Tierra, tal como había sostenido, satisfecho y convencido, don Ramón, pues al fin y al cabo su padre, don Luis, había nacido en la Tierra y sido el hombre más influyente de Río de Janeiro.
Algunos invitados no habían llegado puntualmente. Se hizo tarde y seguían sin aparecer. El concejal Falco fue llamado a la cocina por su hija: los rostros de los cocineros tenían expresión trágica, se echaría a perder la soberbia cena. Falco ordenó que trasladaran la larga mesa al salón y la pusieran. Los invitados tomaron asiento; se sirvió el primer plato, comieron, retiraron la vajilla usada, se sirvió el segundo y entonces, sólo entonces, aparecieron los jóvenes Macmilan, Marquez y Weiler, libres y afables, sin disculparse y, lo que era aún más grave, en compañía de un montón de amigos que no habían sido invitados: siete u ocho petimetres corpulentos con látigo en el cinto, sombrero de ala ancha que no tuvieron la sensatez de quitarse al entrar en la casa, botas embarradas y una retahíla de expresiones groseras y estentóreas. Hubo que hacerles lugar, encajarlos entre los invitados. Los jóvenes habían estado bebiendo antes de presentarse y siguieron bebiéndose la mejor cerveza de Falco. Pellizcaron a las criadas e ignoraron a las damas. Gritaron de uno a otro extremo de la mesa y se sonaron las narices con las servilletas bordadas. Cuando llegó el momento supremo de la cena, el plato de carne, compuesto por conejo asado —Falco había contratado a diez tramperos durante una semana para ofrecer tamaño lujo—, los recién llegados llenaron sus platos tan vorazmente que no alcanzó para todos y los que estaban sentados en la punta de la mesa no probaron la carne. Otro tanto ocurrió con el postre, un budín moldeado, preparado con fécula de tubérculos, compota de frutas y néctar. Varios jóvenes lo tomaron sacándolo de los cuencos con los dedos.
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