—Claro que importa lo que tú quieres.
—No, no importa, ésa es la cuestión.
—Claro que importa y ésa es la cuestión. Tú decides. Tú decides si quieres o no elegir.
Luz siguió mirándola un largo minuto. Sus mejillas aún estaban encendidas por la ira, pero sus cejas no formaban una recta, las había alzado como si estuviera sorprendida o asustada, como si ante ella hubiera aparecido algo totalmente inesperado.
Se movió indecisa y cruzó la puerta abierta que conducía al jardín situado en el centro de la casa.
El toque de la lluvia ligera fue como una caricia para su rostro.
Las gotas de lluvia que caían en la pequeña taza de la fuente instalada en el centro del jardín creaban delicados anillos entrelazados, cada anillo desaparecía en un instante de apremiante movimiento centrífugo, un temblor incesante de círculos fugaces y límpidos sobre la superficie de la taza redonda de piedra gris.
Los mudos postigos de las ventanas y las paredes de la casa rodeaban el jardín, que era una especie de habitación interior de la vivienda, encerrada, protegida. Pero era una habitación a la que le faltaba el techo, una habitación en la que caía la lluvia.
Los brazos de Luz estaban húmedos y fríos. Se estremeció. Regresó a la puerta, a la oscura sala en la que Vera seguía sentada.
Se interpuso entre Vera y la luz y preguntó con voz áspera y ronca:
—¿Qué tipo de hombre es mi padre?
Hubo una pausa.
—¿Te parece justo hacerme esa pregunta…, o que yo la responda? Bueno…, supongo que es justo. ¿Qué puedo decirte? Es fuerte. Es un rey, un auténtico rey.
—Eso no es más que una palabra, no sé qué significa.
—Tenemos viejas historias…, el hijo del rey que montó el tigre… Quiero decir que es fuerte de alma, que tiene grandeza de corazón. Sin embargo, cuando un hombre permanece encerrado entre paredes que a lo largo de su vida ha construido cada vez más firmes y más altas, quizá no haya fuerza suficiente. No puede salir.
Luz cruzó la estancia, se agachó para recoger el gorro de bebé que había arrojado bajo una silla y se incorporó de espaldas a Vera, alisando el pequeño trozo de tela a medio bordar.
—Yo tampoco puedo —dijo.
—Oh, no, nada de eso —exclamó enérgicamente la mujer mayor—. ¡No estás con él dentro de las paredes! Él no te protege…, eres tú la que lo protege. Cuando sopla el viento, no sopla sobre él sino sobre el tejado y las paredes de esta Ciudad que sus padres construyeron como fortaleza, como protección ante lo desconocido. Y tú formas parte de esa Ciudad, parte de sus techos y sus paredes, de su casa, de Casa Falco. Lo mismo ocurre con su título: senhor , concejal, Jefe. Lo mismo ocurre con sus criados y sus guardias, con todos los hombres y mujeres a los que puede dar órdenes. Forman parte de su casa, de las paredes que lo aíslan del viento. ¿Entiendes lo que quiero decir? Lo expreso de una manera descabellada. No sé cómo decirlo. Lo que quiero decir es que me parece que tu padre es un hombre que debería ser un gran hombre, pero ha cometido un grave error. Nunca ha salido y se ha puesto a la intemperie. —Vera comenzó a ovillar el hilo que había enrollado en el huso, haciendo esfuerzos por ver bajo la débil luz—. Por eso, porque no se deja hacer daño, hace daño a los que más quiere. Y cuando se da cuenta, le hace daño.
—¿Le hace daño? —preguntó Luz impetuosamente.
—Es lo último que aprendemos con relación a nuestros padres. Es lo último porque, en cuanto lo aprendemos, ya no son nuestros padres, sino otras personas como nosotros…
Luz se sentó en el sillón de mimbre, dejó el gorro de bebé sobre su falda y siguió estirándolo con dos dedos. Después de un buen rato, dijo:
—Vera, me alegra que esté aquí. —Vera sonrió y siguió ovillando—. La ayudaré. —De rodillas, soltando el hilo del huso para que Vera pudiera hacer una madeja uniforme, Luz añadió—: Lo que acabo de decir es una tontería. Usted quiere regresar con su familia, aquí está en la cárcel.
—¡En una cárcel muy agradable! Además, no tengo familia. Claro que quiero regresar. Prefiero entrar y salir a mi aire.
—¿Nunca se casó?
—Había muchas otras cosas que hacer —respondió Vera sonriente y apacible.
—¡Muchas otras cosas que hacer! Para nosotras no existe otra cosa.
—¿Estás segura?
—Si no te casas, te conviertes en una solterona. Bordas gorros para los bebés de las otras. Ordenas a la cocinera que prepare sopa de pescado. Se ríen de ti.
—¿Temes a que se rían de ti?
—Sí, muchísimo. —Luz tardó en desenredar un poco de hilo que se había enganchado en el mango del huso—. No me importa que los estúpidos se rían —añadió más serena—. Pero no me gusta que me desprecien. Y sería un menosprecio merecido. Porque se necesita valor para ser realmente una mujer, tanto como para ser un hombre. Se necesita valor para estar realmente casada, tener hijos y criarlos.
Vera miraba atentamente el rostro de la joven.
—Es verdad, se necesita un gran valor. Vuelvo a repetirlo, ¿es tu única elección, el matrimonio y la maternidad o nada?
—¿Qué más hay para una mujer? ¿Hay algo más que valga la pena?
Vera giró para mirar el ceniciento jardín. Suspiró, expulsó una profunda e involuntaria bocanada de aire.
—Tenía muchas ganas de tener un hijo —confesó—. Verás, había otras cosas… que valían la pena. —Esbozó una sonrisa—. Oh, sí, es una elección, pero no la única. Se puede ser madre y, por añadidura, muchas cosas más. Podemos hacer más de una cosa. Con voluntad y suerte… La suerte no me acompañó o tal vez fui obstinada, elegí mal. No me gustan las medias tintas. Puse todo mi corazón en un hombre que…, que estaba enamorado de otra mujer. Estoy hablando de Sasha…, de Alexander Shults, el padre de Lev. Fue hace mucho tiempo, antes que nacieras. Él se casó y yo seguí con el trabajo para el que servía porque siempre me había interesado y no hubo muchos hombres que me interesaran. Si me hubiera casado, ¿habría tenido que pasar mi vida en el cuarto trasero? Te diré una cosa: si nos quedamos en el cuarto trasero, con o sin hijos, y dejamos el resto del mundo a los hombres, es lógico que los hombres lo hagan todo y lo sean todo. ¿Por qué tiene que ser así? Sólo son la mitad de la raza humana. No es justo endilgarles todo el trabajo. No es justo para ellos ni para nosotras. Además —Vera sonrió complacida—, los hombres me gustan mucho, pero a veces…, son tan absurdos, tienen la cabeza tan atiborrada de teorías… Sólo se mueven en línea recta y no se detienen. Es peligroso. Te repito que es peligroso dejar todo en manos de los hombres. Ése es uno de los motivos por los que me gustaría volver a casa, al menos de visita. Para saber qué traman Elia con sus teorías y mi querido y joven Lev con sus ideales. Me preocupa que vayan demasiado rápido y en línea recta y que nos metan en un pantano, en una trampa de la que no podamos salir. En mi opinión, los hombres son débiles y peligrosos en su vanidad. La mujer tiene un centro, es un centro. Pero el hombre no, es una extensión hacia lo exterior. Por eso se estira, aferra cosas, las acumula a su alrededor y dice: yo soy esto, yo soy aquello, esto soy yo, aquello soy yo, ¡demostraré que yo soy yo! Y en su intento por demostrarlo puede dar al traste con muchas cosas. Eso era lo que intentaba expresar con respecto a tu padre. Si pudiera ser ni más ni menos que Luis Falco, sería más que suficiente, pero no, tiene que ser el Jefe, el Concejal, el Padre y mil cosas más. ¡Qué despilfarro! Lev también es terriblemente vanidoso, quizás en el mismo sentido. Posee un gran corazón, pero no está seguro de dónde está el centro. Ojalá pudiera hablar con él, aunque sólo fuera diez minutos, y cerciorarme… —Hacía rato que Vera se había olvidado de ovillar el hilo; meneó con pesar la cabeza y contempló la madeja con la mirada perdida.
Читать дальше